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“A nuestras repúblicas hermanas al sur de nuestra frontera, les ofrecemos una promesa especial: -convertir nuestras buenas palabras en buenas [...]
7 mayo, 2024
por Erik Carranza L. | Twitter: SA_Anonima | Instagram: SA_Anonima | linktr.ee: Anonima_arquitectura
Señal o signo de la ciudad de Tastsuro Omori en Kanazawa, prefectura de Ishikawa (1986).
Para Mercedes, por seguir viajando y encontrar señales de ciudades juntos.
Todo texto —en mi caso, cuando escribo— inicia con una idea preliminar que se convierte en una frase que me repito en la cabeza constantemente para encontrarle, primero, un sentido y, después, estructura para, a partir de ahí, conformar mediante otras letras, palabras, frases y enunciados un texto que en ocasiones parece que ya estaba escrito. La idea y frase preliminar para este texto fue:
“entre la velocidad de un tren bala y la tranquilidad de un jardín”,
para entender lo que en su momento estaba viviendo en un viaje a Japón.
Estaba tratando de encontrar el balance de lo que estaban percibiendo mis sentidos y mi cuerpo, por un lado, completamente perdido en la estación central de Tokio, en mi intento por tomar el Shinkansen (tren bala) y reconocer patrones, indicaciones y señales contrarreloj que me guiarán a la plataforma que me llevaría al primer destino, Kanazawa. Y reconociendo en los otros que había dos tipos de personas: los locales, que se desplazaban con la misma rapidez, reconociendo sus trayectorias de origen y destino, siguiendo flujos; y los ajenos, extraños y turistas que estaban inmóviles tratando de asimilar eso mismo que yo estaba intentando leer. Y, por el otro lado, unos días después de una larga caminata, sentado e intentando una posición de loto (practicando la flexibilidad), contemplaba un jardín de arena con su estanque de agua y peces koi, adoraba piedras, oía el canto de las aves, tomaba té y escuchaba el silencio para después preguntarme: ¿dónde está el punto intermedio de equilibrio entre la rapidez de un tren bala y la lentitud de un jardín?
(D)escribir
De esa frase inicial empiezan a surgir del teclado ideas, palabras y textos secundarios que van apareciendo casi como un acto de corrección donde el texto ya está presente y sólo hay que empezar a articular, estructurar y editar las palabras. Recuerdo a un antiguo maestro en la universidad, Javier Jiménez Trigos, quien decía, sin citarlo textualmente porque no recuerdo con claridad sus palabras, que “hacer arquitectura es similar a un proceso de edición (cinematográfico)”, editar es modificar y corregir algo ya preexistente —la idea preliminar—, y cuando hacemos arquitectura vamos modificando y corrigiendo flujos, entradas de luz, recorridos de aire, empalme de materiales, vistas, paisajes, etcétera. Ese algo preexistente es el espacio percibido y hacer arquitectura, en una definición reduccionista, podría llegar a ser (d)escribir sus partes.
No soy el mejor escritor, pero tampoco soy el peor. Intento expresar mis ideas y articularlas de acuerdo a mi experiencia y mi pasado. Cuando escribo, imagino que estoy dibujando con palabras, lo que me permite establecer procesos a la inversa de cuando diseño y dibujo primero. Empezar, digamos, con el documento de la memoria arquitectónica descriptiva y, después, establecer la estrategia. (D)escribir las cosas me ha permitido descubrir un proceso de diseño desconocido y en el que he encontrado la importancia de las palabras, su uso, definiciones, orígenes y etimologías. Dibujar es trazar, diseñar es marcar y designar, pero diseñar también es (d)escribir; y ese (d)escribir es representar algo por medio del lenguaje. Dibujar, diseñar y (d)escribir son comunicación verbal, gráfica y objetual en una misma acción.
Viajar
Viajar no es muy diferente a (d)escribir, sobre todo cuando ya tienes un guion preparado o una guía o ruta a seguir. Cuando viajamos, editamos esas sugerencias que nos inundan por Instagram (antes las daban las guías turísticas impresas). Hay que tomar decisiones sobre la marcha: en qué dirección ir, porque muchas veces el tiempo no da; modificamos recorridos que permiten la mayor parte del tiempo la sorpresa y, en algunas ocasiones, las menos, la decepción. Y corregimos trayectorias para evitar a los otros. Viajar últimamente se ha convertido en evitar hacer largas filas y encontrarse con otros turistas que no entienden o asimilan que un viaje a Japón sea para sintonizarse con el territorio, la cultura y su gente. En Osaka hicimos una hora de espera para lo que prometía ser uno de los lugares de ramen de la zona, en un pasillo de servicio entre los edificios con un ancho de menos de un metro y, en algunos tramos (estructuras de andamios que cortaban la fila en dos), vimos cómo la luz de la tarde pasaba a la oscuridad de la noche, para adentrarnos a un pequeño local atendido por 5 personas jóvenes (la menor tendría 17 años, el mayor unos 24). La orden te la tomaban en la fila de espera para que al entrar el personal iniciara a cocinar la comida. Ocurría una transición entre la preparación del menú para los 9 comensales que cabían en su barra y la espera a que terminaran de comer para iniciar la segunda, tercera, cuarta y subsecuentes rondas de comensales. Entonces el personal del restaurante entraba en ese balance y equilibrio que aún no podíamos encontrar en el viaje.
En la rapidez uno se puede perder, y en la lentitud uno no se puede encontrar. En la desaparición de las banquetas uno puede apreciar en el caminar de la gente esa rapidez desacelerada o esa prisa silenciosa, que hacen difícil definir ese estado intermedio de regulación de velocidades que tienen los japoneses. En el metro, ante un imprevisto que nos dejó parados por un par de minutos, presencié el silencio comunitario más largo en el transporte público, un silencio empático con lo que sucedía en el exterior, un apoyo al otro y a los demás porque lo que sucede en la ciudad nos implica y nos afecta a por igual, un silencio que en nuestro transporte público se hubiera convertido en silbidos y quejas, en algo festivo, porque, sí, eso es lo que le atrae a los japoneses de México, donde todo es una fiesta.
Viaje a Japón.
Todo inicio con la pérdida del avión. Una forma sutil de iniciar un viaje a Japón y de desacelerarnos del ritmo y el estrés de las actividades diarias en la Ciudad de México, ciudad que cada día la encuentro menos afectiva, menos amable, menos transitable y menos vivible, más sucia, más deteriorada, más ruidosa, con menos civismo y más improvisación. Parece que en seis años desapareció el mantenimiento de la ciudad y, para simular que lo hay en cualquier camellón, uno siempre se encuentra a una cuadrilla del personal de limpia o de parques y jardines barriendo hojas secas. Cada día la sufro más y eso duele mucho, porque es el lugar donde me desenvuelvo. Esta frase que mencionaba repetidamente en conferencias y sesiones de clase, cuando estudiábamos la estructura urbana de la ciudad, hoy está surgiendo efecto:
“cuando se ama a la Ciudad de México uno no puede encontrar mejor lugar para vivir, pero cuando se odia a la Ciudad de México y uno busca otra ciudad, no puede irse de ella, nos tiene atrapados.”
Así que esa pérdida fue una sutil y anecdótica manera de entrar en el viaje a Japón (gracias a uno de los supervisores de la aerolínea por entender ese jetlag adelantado que nos hizo confundir horarios). Llegamos al aeropuerto de Narita e hicimos los trámites necesarios para cambiar los boletos del tren bala (JR pass, adquiridos con anticipación desde un par de meses antes) y agendamos el primer recorrido que implicaba un transbordo en la Estación Central de Tokio para dirigirnos a Kanazawa. Llegando a la Estación Central de Tokio, recibí el primer golpe de la ciudad (solo me había pasado hace ya algunos años con Barcelona), lo cual agradecí ante mi grado de confusión y pérdida, ya que hace mucho que no tenía ese sentimiento: el de entender que, por muy documentado que vayas de una ciudad, esta siempre tiene una forma de recordarte que hay algo más allá de su estructura física que te recuerda su magnitud, tamaño, escala y esencia. Esa sensación es indescriptible, ese golpe de ciudad es como un recordatorio de que las ciudades están vivas y están más allá de un simple (d)escribirlas. En la Estación Central de Tokio sucedió eso que Sofía Coppola ya nos había adelantado hace 21 años en Lost in Translation (2003): la pérdida; esa imagen del cartel de la película donde vemos a Bill Murray interpretando a Bob Harris, sentado en la cama en pijama y pantuflas (los amenities de los hoteles japoneses), con la ciudad de fondo, una imagen que me pasó por la cabeza en ese momento, ¿era el jetlag, la crisis de la media edad a la Bob Harris o la fuerza de la ciudad lo que me estaba golpeando?
Una vez superada esa pérdida llegamos a Kanazawa, que nos recibió con una celebración: trajes, música típica y una bolsa de regalos que incluían folletos turísticos de la ciudad, una pañoleta con la imagen del tren bala, y una sopa instantánea. Resulta que ese día, el sábado 16 de abril de 2024, era la primera vez que se hacía una conexión del tren bala que va de Tokio hacia Kanazawa. Entonces, no era la crisis de la media edad lo que golpeaba, era la falta de señalética e indicaciones en las pantallas de la Estación Central de Tokio lo que provoco nuestro extravío en su traducción.
Kanazawa fue mi primer encuentro con la arquitectura japonesa con el Museo de Arte Contemporáneo del Siglo XXI, del despacho SANAA, y su lección de fragmentar el espacio. El museo, en síntesis, es un parque en el que se recorre el espacio intermedio que dejan los árboles, una buena forma de iniciar los recorridos arquitectónicos entre obras de James Turrell, Olafur Eliasson, Fernando Romero o Leandro Erlich y su swimming pool. O la oportunidad de sentarse en las sillas diseñadas por Kazuyo Sejima y Ryue Nishizawa: la armless chair, mejor conocida como la rabbit ears, la drop chair y la SANAA chair. Y, de paso, interactuar con la primera máquina expendedora de juguetes, pero ahora en un museo: souvenir del 2023 de Shoei Matsuda y su paid badge obtenida por 500 yenes, en clara referencia a todas esas máquinas expendedoras futuras con las cuales nos íbamos a encontrar más adelante por todo Japón. Ahí empezaba algo de la infantilización que sucede en la ciudad, que no son más que dos perspectivas, desde mi traducción: la de control hacia sus ciudadanos y la del pensamiento de cuidado hacia las próximas generaciones.
Llegar a la villa Shirakawa-go fue un encuentro con la arquitectura tradicional, en concreto, con el sistema constructivo de sus cubiertas con el uso del pasto kariyasu y el esquema de colaboración comunitaria de ayuda mutua para la construcción, el yui. Fue el encuentro con un pequeño pueblo nevado y su paisaje y, al mismo tiempo, el primer conflicto con la barrera del idioma al tratar de tomar un taxi que nos llevara hasta ese destino: el diálogo y la negociación al tratar de entendernos en un japonés asistido por el traductor de google (esa barrera del idioma es, al mismo tiempo, el gran éxito de los japoneses para que uno entre en su cultura; en muy pocos casos saben expresarse en inglés y no les interesa aprenderlo), conflicto lingüístico que terminó con un buen recuerdo fotográfico tomado por el conductor y otro buen recuerdo de su amabilidad al acompañarnos a tomar el camino que nos llevaría hasta el mirador del pueblo. No hay palabras para (d)escribir lo amables que son los japoneses para ofrecerte un servicio. De broma decíamos durante todo el transcurso del viaje que Japón todo lo hace bien, incluso esos pequeños detalles que en otro país te costarían el permiso de entrada a ciertos lugares por la mala atención de quien presta un servicio. De ahí, regreso a Kanazawa: comida en su mercado Omicho, que se convirtió en un brindis de cervezas artesanales y prueba de botanas con locales, caminata por el castillo de Kanazawa hasta llegar a una casa de té para pausar la velocidad.
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