¿Pintar en negro es pintar? Beatriz Zamora o el hacer de un único color
Tengo una enciclopedia de pintura abstracta en la que aparece un Rothko gris y negro. O negro y gris, depende [...]
🎄📚¡Adquiere tus libros favoritos antes del 19 de noviembre! 🎅📖
8 agosto, 2024
por Liana Vázquez
Es verano. Camino despacio porque hay un sol inclemente que me acompaña o, más bien, me empuja a avanzar, a encontrar una sombra. La humedad es espesa y me pega el cabello a la cara y la boca. Siento el calor pegajoso con el que crecí. Frunzo el ceño porque no llevo lentes de sol y la luz no me deja observar los detalles del entorno con la atención necesaria. Todo es rojo y amarillo y azul. Es el trópico otra vez. Uno que conozco a la perfección, en el que, cuando llueve, todo es verde y húmedo. Y en el que, a veces, la gente se moja como si no estuviera lloviendo. Donde los paraguas se usan más para tapar el sol que para evitar la lluvia. En realidad, esto no es posible, porque estoy en una ciudad que no tiene mar ni humedad. Donde hay sol inclemente a veces, pero que, cuando cae la lluvia, da frío y la gente corre a resguardarse o se apresura a llegar a sus casas porque la lluvia sólo avisa que el tráfico se pondrá imposible y que el tiempo será una utopía hasta que deje de llover. Pienso entonces, ¿cuál humedad, cuál calor pegajoso? Es verano, sí. Eso es un hecho, porque es agosto y estamos en esta parte del hemisferio norte. Pero todo lo demás es una especie de ensoñación provocada por mi memoria. Por mi memoria y los colores de una exposición en la que llevo más de media hora observando una luz que me es conocida y que, a la vez, es otra. Un espacio que en realidad no existe aunque estoy de pie en una galería de arte en la colonia San Miguel Chapultepec.
En estos días en la Galería de Arte Mexicano (GAM), ese espacio mítico de la Ciudad de México donde los más grandes han mostrado su trabajo, llega a su fin la muestra Ocaso Tropical,de Rafael Uriegas. A mí me había pasado desapercibida esta exposición hasta hace un par de días, cuando, paseando a mi perro por el frente de la casona, encontré la puerta abierta y me acerqué a mirar. No conocía la obra de Uriegas. No sabía que pintaba tanto, también al fresco. Tampoco sabía que decoraba muros enormes y los llenaba de colores y líneas sinuosas. Tampoco habría adivinado que nació lejos de cualquier trópico, aunque vive en México hace años. Pero lo que más me gustaría saber es de dónde sale esta “mirada tropical”, si es que algo así existe. No porque la “mirada tropical” pertenezca sólo a un tipo de personas o artistas, sino porque pareciera que ha nacido con ella. No percibo nada aprendido al acercarme a sus piezas. Pareciera más una forma natural de pintar, de mirar, de decir.
En lo personal, disfruto las exposiciones en las que no hay tanta información de las obras o de quién las crea. No me gusta que me dirijan el recorrido, y mucho menos que me expliquen la esencia de lo que muestran. Prefiero entenderlo desde mi experiencia vital. Que entre por mis ojos y que se cree un vínculo que remede alguna vivencia mía, sea real o ficticia. Si una obra, al menos una, logra crearlo, salgo del espacio un poco más feliz. Ocaso Tropical me regaló eso desde el principio. Entré y ya estaba allá, con el pelo encrespado y los mosquitos, con los árboles húmedos y la tierra resbalosa, con el sudor recorriéndome la espalda. El bosque y la selva, los mogotes y la tierra mojada y el olor húmedo de la vegetación que crece sin miedo a secarse en esos espacios verdes llenos de lluvia, en los que nunca escampa del todo.
Cada pintura de la muestra es un fragmento de una selva o un bosque tropical, o al menos así las veo yo. Identifico referencias, probablemente las invento, a pintores como Wifredo Lam o Tarsila do Amaral y sus selvas y junglas y bosques. Y me pregunto si a Uriegas esto le interesa, si es consciente de ello. Para mí, sus pinturas devienen interruptor de mi memoria, caprichosa por naturaleza.
En la sala también hay unas esculturas de piedra y colores que a me hablan de caminos y desencuentros. Están colocadas de forma estratégica cerca de pinturas grandes con marcadas áreas de color que parecieran escenas tomadas con la mirada de alguien que camina y explora. Pensaría en la muestra como una especie de mapa pintado que ocupa todo el espacio y el espectador, aún adentro, puede observar desde arriba una escena que conoce y a la vez es completamente nueva. Las piezas, tanto las pinturas como esculturas, ocupan todo el lugar sin “ocuparlo” físicamente. No hay horror vacui, pero tampoco sobra espacio. Es una paradoja que me hace sonreír. Los colores parecen salirse de las telas y de la piedra para ocupar paredes, pisos, ventanas. Como una animación en 3D o una selva tupida, cerrada sobre la extraña que se adentra en ella.
Caminar a lo largo de la muestra ha sido un viaje hermoso. No esperaba que lo fuera tanto, ni tan sorpresivo. No contaba con volver a reencontrar cosas que creía olvidadas. Eso es lo que pasa con las muestras que, sin quererlo, devienen experiencias sensoriales. Salí de allí con los ojos llenos de colores, pero sobre todo con un olor que me acompañó por varios días. A calor, a humedad, a lluvia, a tierra mojada, si pudiera describirlo lo haría así. Le quedan poquitos días al Ocaso Tropical de Rafael Uriegas en la GAM y yo insto en ir visitarla. Quizás este verano se convierta así en otro más eterno y colorido. Y quizás de eso se trata al final.
Ocaso tropical, de Rafael Uriegas, se exhibirá hasta agosto de 2024 en la Galería de Arte Mexicano.
Tengo una enciclopedia de pintura abstracta en la que aparece un Rothko gris y negro. O negro y gris, depende [...]
En 2017 fui sola a Guanajuato. En esa época todavía se podía caminar por sus callecitas angostas y empinadas con [...]