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¡Felices fiestas!
31 julio, 2020
por John Rennie Short
Alrededor del mundo, las ciudades empiezan a salir del encierro impuesto por la pandemia y gradualmente permiten el reinicio de actividades. Los líderes nacionales tienen interés en promover la recuperación económica, con precauciones apropiadas respecto a la salud pública.
Recientemente, el Primer Ministro chino, Li Keqiang, anuncio planes de crecimiento económico que incluían la creación de 9 millones de nuevos trabajos y la reducción del desempleo urbano a menos del 5.5%. Resultó una sorpresa su énfasis en las ventas callejeras. Tras décadas tratando de liberar las calles de la ciudad de vendedores, el estado chino los adopta como una nueva fuente de empleo y crecimiento económico.
Estudio políticas urbanas y he investigado la “economía informal” —actividades que no están protegidas, reguladas o, comúnmente, valoradas socialmente, incluyendo los vendedores callejeros. Más de 2 mil millones de personas en todo el mundo —más de la mitad de la población de trabajadores— trabaja en la economía informal, principalmente en países en desarrollo. Desde mi punto de vista, alentar la venta callejera como parte de la recuperación del Covid-19 tiene sentido por varias razones.
Una larga tradición
Ambulantes vendiendo casi cualquier cosa —comida, libros, artículos domésticos, ropa— eran un elemento común en la vida urbana de los Estados Unidos. El primer carrito en la ciudad de Nueva York apareció en la Hester Street en 1886. Para 1900 había 25 mil carritos de ambulantes en la ciudad, vendiendo desde anteojos hasta hongos.
La venta callejera era un primer trabajo de bajo costo para los inmigrantes recién llegados. Sirvió como vital primer peldaño de una escalera al éxito y aun juega ese papel en muchas ciudades de los Estados Unidos.
Pero en Nueva York, como en otras partes, los reformistas urbanos vieron la venta callejera como estorbos y riesgos para la salud pública, y trataron de expulsarlos o moverlos a zonas marginales. A menudo quienes vendían en tiendas se quejaban de competencia no deseada. La gente pudiente veía con desdén a los ambulantes por ser pobres, extranjeros o ambas cosas. En tanto los espacios públicos fueron regulados y configurados para liberar las calles de vendedores, el capitalismo del menudeo a gran escala terminó dominando la experiencia de comprar.
Vendedores callejeros y la economía urbana informal
A pesar de esos cambios, la venta callejera aún persiste en muchas ciudades alrededor del mundo. Por ejemplo, en un estudio de 2017, junto con la académica Lina Martínez analizamos la venta callejera en Cali, Colombia. Encontramos una operación muy sofisticada en múltiples niveles. Van desde un sector bien establecido en el ajetreado centro de la ciudad, con mejores condiciones de trabajo e ingresos relativamente altos, a mercados menos accesibles que proporcionan una puerta de oportunidad para los pobres y los migrantes rurales recién llegados. También desenterramos significativos flujos de dinero y descubrimos que la venta callejera generalmente provee mayores ingresos que la economía formal.
Muchos programas de desarrollo en países con bajos ingresos de los años 50 a principios del 2000 buscaron erradicar la venta callejera. Los gobiernos locales tomaron acciones agresivas para quitar la venta callejera de los espacios públicos.
Sin embargo, recientemente muchas naciones han adoptado al comercio callejero como una manera de reducir la pobreza, impulsar a grupos marginales, especialmente de mujeres pobres de minorías étnicas y raciales. Como ejemplo, desde 2003 es ilegal retirar vendedores callejeros de espacios públicos en Colombia sin ofrecerles una compensación o garantizar su participación en programas de apoyo al ingreso.
En muchas ciudades de países ricos tampoco desapareció la venta callejera por completo. Sobrevivió en mercados de pulgas tradicionales y en mercados de granjeros. A estos espacios públicos llenos de vida hoy se suma la versión motorizada de la venta callejera de comida: los food trucks.
A partir del éxito de los food trucks, más ciudades están buscando promover la venta callejera. Abogados de la ciudad de Nueva York han hecho campaña desde el 2016 para aumentar la cantidad de permisos y licencias para la venta callejera, que se ha visto muy limitada desde principios de los años 80. Y la comida callejera se ha convertido en un atractivo turístico a lo largo de los Estados Unidos.
Venta callejera durante la pandemia
Desde mi punto de vista, la venta callejera ofrece muchos alicientes para las ciudades que reinician tras los cierres por el Covid-19. Primero, puede calmar algo del daño económico por la pandemia. En segundo lugar, puede configurarse de modo a que aliente la distancia social de manera más fácil que los espacios interiores de centros comerciales llenos de gente. Tercero, muchas ciudades ya se están reimaginando y reconfigurando con medidas tales como ampliar las banquetas y crear calles libres de tráfico. Esas acciones crean más oportunidades para el comercio callejero.
Las medidas económicas iniciales en los Estados Unidos favorecieron a los grandes negocios y a quienes están bien conectados. Becas, programas de entrenamiento y préstamos con intereses bajos, diseñados para apoyar a los vendedores callejeros a establecerse, dirigirían el apoyo a los estadounidenses con menor capacidad económica y mayor diversidad étnica. Impulsar ese tipo de empresas, con su bajo costo de inicio, es un pequeño estímulo a la economía, pero significativamente más equitativo.
La venta callejera ofrece muchos otros beneficios. Hace más vivo el espacio público urbano y aumenta la seguridad pública al hacer que las calles sean vibrantes y acogedoras. Promover la venta callejera puede generar empleo y mantener a la gente segura y crear la vitalidad y cortesía características de ciudades humanas y vivibles.
El Covid-19 nos obliga a repensar cómo vivimos en las ciudades. Pienso que debemos darnos la oportunidad de reimaginar una ciudad post-pandemia más viva, más interesante y más equitativa.
John Rennie Short es profesor en la School of Public Policy de la Universidad de Maryland, Baltimore County.
Este artículo apareció originalmente en inglés en The Conversation y se publica con permiso de su autor.