Alonso Ruizpalacios: el mundo es una cocina
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¡Felices fiestas!
29 octubre, 2024
por Carlos Rodríguez
“Normalmente las personas suelen tener miedo a las casas viejas”, dice una de las amigas de Más negro que la noche (1975), película de Carlos Enrique Taboada. ¿Por qué? Elemento principal de la narrativa gótica, la casa o mansión antigua participa del relato arquitectónico que preserva la memoria, en donde el espacio está cargado de las vivencias y anhelos, los días felices y desgraciados de sus habitantes. Si algo de esto queda impregnado en los espacios, las leyendas y el folclor lo recogen y convierten en relato. En las historias extrañas, además, los salones, habitaciones, pasillos y desvanes están personificados, tienen atributos propios de los seres humanos y se convierten en personajes. Y no sólo eso, en Taboada también los elementos de la naturaleza experimentan sensaciones, pues cómo olvidar el título de una de sus películas más conocidas, Hasta el viento tiene miedo (1968).
Rara avis en el cine mexicano, más afecto al melodrama y la comedia, Taboada (1929-1997) se distinguió por un repertorio de horror insólito. Probablemente es el único director mexicano que construyó su obra como una galería de historias de fantasmas, brujas y eventos sobrenaturales. Antes de él, varios cineastas jugaron con las sombras extrañas. Por ejemplo, Ramón Peón, con La llorona (1933); Juan Bustillo Oro, en Dos monjes (1934) y El misterio del rostro pálido (1935); y Chano Urueta con La bruja (1954). Previo a su debut como director, algunas historias de Taboada inspiraron películas como El espejo de la bruja (1962), en la que Urueta dirige a Isabela Corona en el papel de una hechicera que ayuda al fantasma de una joven a vengar su propia muerte. Casi 20 años después, la actriz volvió a ponerse el traje de bruja en otro clásico del género, La tía Alejandra (1980), de Arturo Ripstein.
El cine de Taboada se puede encuadrar a partir de varias tradiciones y disciplinas como la arquitectura. Las historias de sus películas ocurren en espacios convenientes, algunos de ellos son prototípicos del relato gótico: el torreón de Hasta el viento tiene miedo, cuyas escaleras crujen como si los pasos sobre ellas las despertaran de un sueño letárgico; la casa de campo de Vagabundo en la lluvia (1968), aislada e incomunicada por la tormenta; el cenador en los callados jardines de la finca de El libro de piedra (1969); la casona apuntalada que la protagonista de El deseo en otoño (1972) se niega a arreglar, como si su reparación fuera a mancillar el recuerdo de su posesiva madre, ya muerta; el salón principal de ¿Quién mató al abuelo? (1972), donde está oculto y enterrado un cadáver; las humildes cabañas de La trinchera (1969) y Rapiña (1975); o el celoso sótano de Más negro que la noche, que resguarda los secretos de otra época.
Cerca del abrupto final de la carrera de Taboada en el cine, llegó Veneno para las hadas (1986), su obra maestra definitiva. Es una película sobre la imaginación, dos niñas y dos casas, una cinta de belleza lúgubre y perversa. Veneno para las hadas está filmada a la altura de sus pequeñas protagonistas: Ana Patricia Rojo (como Verónica), una huérfana que vive con su abuela y una nana que le cuenta con vehemencia historias de brujas; y Elsa María Gutiérrez (como Flavia), hija única de una familia más bien escéptica. Por eso los adultos nunca se ven, siempre aparecen recortados por el encuadre o en planos que impiden sus rostros, es decir, su presencia está obstruida.
La película es una atenta invitación del director para adentrarse en la ígnea fantasía del mundo infantil. En el prólogo en blanco y negro, Verónica sube por unas escaleras. En una mano lleva una vela que alumbra la oscuridad, en la otra esconde algo. Abre una puerta que rechina, entra en una habitación, alista el cuchillo, la hoja brilla con intensidad en la penumbra y degolla a una mujer que se despierta en medio de la noche. La sangre roja invade el encuadre, estamos en el terreno de lo fantástico, libres de las ataduras de la razón. “No era una niña, era una bruja malvada que había tomado esa apariencia”, explica la nana a Verónica, que se imagina a sí misma en el relato, mientras cierra el libro que leía a la niña.
La empolvada casona donde vive Verónica, otrora señorial, contrasta con la de Flavia, su nueva compañera, recién incorporada al colegio, que habita con sus papás en una casa lustrosa. Así, poco a poco se van estableciendo las diferencias entre ellas. La principal es que los padres de Verónica están muertos. Como ocurre en los cuentos de hadas clásicos, Verónica siente envidia de su amiga. Para impresionar a Flavia, le dice que ella en realidad no es una niña, sino una bruja. Aunque no le cree del todo, la seguridad de Verónica la inquieta, por lo que pregunta a su papá, que lee al calor de una robusta chimenea, si es verdad que existen las brujas. Práctico, el hombre contesta que no y añade que “antes la gente era muy ignorante y pensaba que algunas mujeres tenían pacto con el diablo, entonces las quemaban vivas”. Las brujas, asegura la nana de Verónica, lo pueden todo, tentación irresistible para una niña como ella. En cierto modo, Veneno para las hadas es un enfrentamiento entre el folclor de los pueblos y el pensamiento pragmático, como se revela en el terrible desenlace, donde la imaginación se impone.
Al catálogo arquitectónico del cine de Taboada, Veneno para las hadas añade otros espacios emblemáticos de las historias de horror: la hacienda lejos de la urbe en la que las amigas, en un viaje con la familia de Flavia, se internan en la ciénaga, la iglesia abandonada y el cementerio. En esos lugares buscan los elementos para hacer una pócima que envenene a las hadas quienes, según Verónica, son enemigas de las brujas. Entonces se dedican a recolectar sapos, lagartijas, tierra de panteón y otros esperpentos para cocinar la fórmula en un caldero que encuentran entre los trebejos olvidados del lugar.
La escena cumbre del filme sucede en un espacio no menos emblemático de la filmografía de Taboada. El escondite de Verónica y Flavia es el pajar de la hacienda, donde ocultan el cazo y los ingredientes de la letal receta. Subida en el tapanco del pajar, Verónica prepara la poción; abajo, Flavia descubre con horror que la sombra de su amiga no es la de una niña sino la de una vieja jorobada y de perfil aguileño. Al observar que Verónica es bruja, Flavia prende fuego al lugar, que rápidamente arde en llamas por la paja seca: las brujas mueren en la hoguera, tal como le dijo su padre. En el largo epílogo —en el que aparecen los créditos sobre la fantástica música de Carlos Jiménez Mabarak—, hay un acercamiento al rostro congelado de Flavia, cuya ambigüedad parece un alivio ante el horror, y se funde con las llamas que todavía parpadean y extinguen el pajar. Ding-Dong! The Witch Is Dead.
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