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Ken Ungar vs. Craig Ellwood

Ken Ungar vs. Craig Ellwood

29 abril, 2024
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

Estoy casi seguro que usted no sabe quién es Ken Ungar. Yo tampoco lo sabía hasta hace unos días, pese a que el nombre suena como si todos debiéramos conocerlo. ¡Con ustedes: Keeeeeeeeen Ungar! Arquitecto que trabaja en California, Ungar ha diseñado enormes casas, “con toques de distinción”, dice alguna publicación, para actores y actrices famosos de Hollywood. Jennifer López y Ben Affleck, por ejemplo, compraron el año pasado una casa, diseñada por Ungar, de “sólo” cuatro mil metros cuadrados de construcción —siete habitaciones y once baños—. Pero la fama de Ungar ha trascendido las fronteras de los ricos y famosos en días recientes cuando se conoció la noticia de que ha sido elegido para diseñar la mansión de Chris Pratt y Katherine Schwarzenegger, lo cual, por si solo, tampoco amerita el paso de las páginas de espectáculos a las de diseño y arquitectura —que quizá no sean tan distintas, finalmente—, si no fuera porque Pratt y Schwarzenegger gastaron 12.5 millones de dólares en comprar una casa, diseñada en 1950 por Craig Ellwood, que demolieron para que la sustituya la que diseñe Ungar.

Jon Nelson Burke nació en Texas en 1922. A los pocos años su familia se mudó a California. Estudió mecánica estructural y, junto con su hermano y otros dos amigos, estableció una compañía constructora a finales de los años 40. A la compañía la nombraron como a un personaje que tenía por apellido parte del nombre de una licorería en la planta baja del edificio donde estaban sus oficinas, Lords and Elwood, al que agregaron el de Craig. Burke era quien contestaba el teléfono, y de tanto responder que sí, cuando preguntaban si ahí estaba Craig Ellwood, terminó encarnándolo. Su conocimiento y habilidad para construir estructuras claras y ligeras de acero, madera y vidrio encajaron perfectamente con el estilo de “The Case Study Houses”, que John Entenza, editor de la revista Arts and Architecture, había impulsado por aquellos años, y el nombre de Craig Ellwood se volvió un clásico para la arquitectura moderna californiana. Luego llegaron Chris y Ketherine y arrasaron con la casa que Martin y Eva Zimmerman le encargaron a Ellwood en 1949.

Volvamos un momento a Ken Ungar quien es probable, no sugirió directamente a sus clientes la demolición de la casa existente, diseñada por Ellwood, pero “aprovechó el momento”. No es muy seguro que, dado el caso, un arquitecto o una arquitecta tengan el poder o la agencia suficientes para hacer que se demuela un edificio existente, sea o no la obra de una persona reconocida. Pero sí tienen el poder o la potencia de negarse a hacer un proyecto que implique la destrucción de otra obra —esa potencia que el filósofo Giorgio Agamben explica a partir del famoso mantra de Bartleby, el personaje del cuento de Herman Melville que, a cada solicitud de su jefe para hacer un encargo respondía, con toda tranquilidad, “preferiría no hacerlo”.

Hay veces en que el “preferiría no hacerlo” supone la demostración de cierto respeto por una obra que se considera de valor arquitectónico o artístico, como es el caso de la casa para Chris y Katherine, y otros más connotados. Por ejemplo, la ampliación del MoMA, a cargo de Diller, Scofidio y Renfro, que implicó la demolición del Folk Art Museum, de Williams y Tsien; o, en México, dos torres de Teodoro González de León, en extremos opuestos de la ciudad, una en lugar del Conjunto Manacar, de Enrique Carral y Héctor Meza, otra donde estuvo el Superservicio Lomas, de Vladimir Kaspe. Algunos ven en esta especie de canibalismo profesional una contradicción: quienes cometen el crimen de seguro exigirán no ser víctimas del mismo. Pero hoy, el campo de aquello construido que puede defenderse de la picota y seguir en pie y en uso, ya sea “intacto” o transformado, es cada vez más amplio. Primero, porque cierta mirada que podemos calificar como arqueológica ha revalorado lo que quizá suponíamos como una arquitectura “menor”: la arquitectura industrial, la vernácula, la “interior”, por ejemplo. Pero en nuestros tiempos, sobre todo porque la crisis climática y otras que la acompañan exigen una consciencia mayor sobre el valor de lo construido en términos de sus repercusiones ambientales y del gasto innecesario de recursos que puede suponer la demolición de un edificio para hacer una obra nueva.

Y ahí, en esa revalorización de lo existente frente a lo nuevo, es donde los Ken Ungar y todas las personas que trabajan en la concepción y producción de edificios pueden jugar un papel de cierto peso ante los Chris y las Katherines, que pudieran requerir sus servicios, pasando del discurso sobre el gusto o el conocimiento —pero cómo, ¿van a demoler un Ellwood?— al de la conservación del entorno y, para quienes vemos el vaso medio vacío, la supervivencia misma de nuestra especie. Y eso tal vez pase por desmontar la ideología moderna en arquitectura o al menos en parte. No sólo en lo que supone siempre algo bueno en la novedad, sino, sobre todo, en la noción del edificio como “obra” —no como obra, es decir: work in process, sino como work of art, oeuvre d’art— cuya “concepción” depende de un “autor” único —el arquitecto— y que debe mantenerse sin cambios ni transformaciones mayores, como fuera del tiempo.

Por siglos o, más bien, milenios, la humanidad ha entendido que la construcción y edificación de su entorno es un proceso continuo, al que se suma y se quita por necesidad o, también, por gusto. Muchos edificios medievales, por ejemplo, crecieron así, por agregación y añadidos que hoy nos parecen orgánicos. Aunque también es cierto que ese mismo proceso sustituyó soberbios retablos barrocos por insulsos remedos neoclásicos en muchas iglesias mexicanas, sólo por el gusto de estar a la moda. Habría entonces que revalorar, también, la mezcla, lo mezclado e impuro, hasta la mezcolanza, pues. Entender que, aunque hay excepciones, en general no podemos tratar un edificio como si fuera un intocable Da Vinci —aunque a Leonardo también hubo quien le compuso las alas a un ángel, perfectas para un ave, pero no para un mensajero divino—. Al contrario, la arquitectura, desde siempre, ha estado predispuesta al remix y al sampleo. Y aunque eso suene a receta para el pastiche, en el extremo austero tenemos, por ejemplo, la obra de Lacaton y Vassal. ¿Qué diríamos si la casa Zimmerman, diseñada por el ficticio Craig Ellwood, siguiera existiendo bajo escenográficas fachadas y techumbres diseñadas por Ken Ungar, que le dieran a la casa modernista el toque de vieja granja —jamás, supongo, tan espaciosas y elegantes— que tanto parece gustar a Chris y Katherine? Si había un lugar para poner a prueba, de nuevo, esa forma de pensar y trabajar la arquitectura, seguramente era Hollywood. Pero, por ahora, el mundo perdió un Ellwood y ganó un Ungar.

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