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Columnas

Una ciudad propia

Una ciudad propia

25 mayo, 2021
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy

 

 

Un cuerpo recorre una ciudad. Lo que mira, lo que toca, lo que huele y lo que compra pueden ser acontecimientos narrativos. Puede existir una relación intensa y estrecha entre la subjetividad del paseante y el exterior del paisaje urbano. Al menos, para Clarissa Dalloway, la ciudad es el espacio donde se estructura el flujo de su conciencia, donde se vuelve ella misma en términos que rebasan las resoluciones de la autoestima. En la ciudad, casi de manera fenomenológica, Clarissa Dalloway puede experimentar el ritmo tanto de sus pasos como de sus pensamientos. A decir de Sergio Fernández, la protagonista de La señora Dalloway (1925), segunda novela de Virginia Woolf:

Camina por las calles de una ciudad a la que ama porque el suyo es un amor por todo, comunal, recíproco a la vez, pues las cosas (Londres, los ómnibus, algún aeroplano que se escurre por las nubes; los parques, Bond Street, una tienda de guantes que se hacen “casi perfectos”); las cosas, digo, la aman tanto a ella como a la vida en general […]

Pareciera que la aceptación es mutua: la ciudad da hospitalidad al cuerpo y el cuerpo asimila, de manera jubilosa, las sensaciones de las calles. Pero, si le hacemos algunas preguntas a la trama de La señora Dalloway, aparecen algunas particularidades que separan a la novela de cualquier juicio totalizante. Clarissa Dalloway es una mujer de clase alta, casada, que recorre una ciudad que experimenta a través de su propia subjetividad, que no es la de nadie más. Virginia Woolf no habla a nombre de las multitudes que habitan y transitan las ciudades, habla sobre una mujer que puede apreciar la textura de un par de guantes. Sin afirmar que la propia autora se confunde con el personaje que construyó, tanto la noción urbana de la novela como la que aparece en Una habitación propia (1929), probablemente el ensayo más famoso de la autora, pueden ayudar a seguir estableciendo diferencias. En el ensayo, la autora afirma que lo único que una mujer necesita para escribir ficción es “dinero y una habitación propia”, como si una mujer, cualquier mujer, pudiera habitar la ciudad con la misma facilidad con que su Clarissa Dalloway experimentó el azoro ante las tecnologías de la modernidad (los aeroplanos, los ómnibus) y los aparadores de ropa. Por supuesto, la mujer que inventó Woolf para nada es superficial, pero ésta es la diferencia que puede ayudarnos a contrastar la experiencia inglesa ante la que proponen otras narrativas. Solemos pensar en términos de universalidad cuando nos referimos a obras canónicas de la literatura, pero la ciudad de La señora Dalloway es específicamente Londres y Clarissa Dalloway fue uno de los avatares tanto de la literatura moderna como de una capital europea. Sin embargo, otras ciudades han sido narradas y otras mujeres las han recorrido, con la misma complejidad con que Clarissa vivió sus calles inglesas.

 “Mis recuerdos, creo, tomaron la forma de la ciudad. Son desordenados, me crecen sin ningún control”, declara Susana, personaje principal de Pánico o peligro (1983), novela de María Luisa Puga. En las dos décadas anteriores a la publicación de esta novela, la aparición de la Ciudad de México rompió con algunos códigos de la literatura mexicana, ya que no sólo la ciudad y sus posibles descripciones renovaron el panorama de las letras, sino que el despertar sexual fue consustancial al de la experiencia urbana. Pareciera que la narrativa nacional migró del campo a la ciudad. En obras como Gazapo (1965) de Gustavo Sainz o De perfil (1966) de José Agustín, el rock and roll, las drogas y los automóviles son algunos de los signos que definen, además del paisaje, a la experiencia urbana. También la mirada masculina fue un factor importante.  En algún momento, se consideró revolucionario que muchachos jóvenes se emanciparan de las expectativas de la clase media y la clase alta (a la que sus familias pertenecían) y pudieran sumergirse en la contracultura mexicana para ingerir psicotrópicos y descubrir su promiscuidad; una en la que, incluso, podían maltratar físicamente a sus amantes. Si los hombres adolescentes de Gustavo Sáinz y José Agustín perseguían “la expansión de la conciencia”, para Susana la militancia política, la intención de formar una familia o de hacerse de una carrera profesional que sea mínimamente glamurosa no está entre sus aspiraciones. En Pánico y peligro escuchamos el testimonio de Susana, secretaria que vive en la colonia Roma y que ha pasado su infancia, adolescencia y adultez en el perímetro que marcan sus recorridos de su casa al trabajo. Sus amigas de la infancia, a las que se mantiene unida en las distintas etapas de su vida, comienzan a tener inquietudes que comienzan a dirigir su vida cotidiana. Lourdes se inclina hacia el trabajo editorial y el compromiso político, intereses que ocasionalmente la hacen una persona más bien condescendiente hacia sus compañeras, ya que ellas no son lo suficientemente letradas para comprender la realidad de su momento histórico. Por otro lado, Socorro se convierte en actriz y su éxito le genera un ascenso económico que la separa no sólo de sus amigas, sino de aquellas calles pobladas por la clase trabajadora que habita la colonia Roma y las zonas adyacentes. Finalmente, para Lola el matrimonio y la formación de una familia representa su máxima realización. Proveniente de una familia numerosa (y a veces abusiva), casarse implica tener una casa propia y una estabilidad, así como un alejamiento de sus padres y hermanos. 

Al contrario de Clarissa Dalloway, Susana no siente amor por las cosas. Para Lourdes, ella es una “pasmada”, alguien que simplemente deja que los días pasen sin que tenga alguna motivación más allá de la rutina laboral. Pero las peculiaridades de su personalidad son más profundas que una mera pasividad. Ella misma lo admite: siente rabia a quienes experimentan arraigo por sus trabajos o por las circunstancias políticas. Pareciera que su introspección sólo se cultiva a través de la ciudad, porque ella la mira con mayor intensidad y entendimiento que cualquiera de sus amigas. La Ciudad de México es también su memoria: es el sitio donde sus padres fallecieron; donde ella experimentó el placer del sexo. En la ciudad, Susana experimenta una conciencia sobre cuerpo y sobre su vida interior. También es el sitio en el que la muerte multitudinaria se vuelve una posibilidad. El acontecimiento de Pánico o peligro no es el contacto de la piel con unos guantes de seda, sino el momento en el que Susana mira en el periódico Alarma! los rostros de los asesinados en la Plaza de las Tres Culturas, o la tarde en que, mirando por su ventana, miró cómo policías amagaron a dos jóvenes en la calle para subirlos a una patrulla. Lourdes le intentó explicar que eso sucedía casi siempre, dada la naturaleza represiva del régimen, pero la interpretación de Susana no fue tan intelectual. Para ella, la muerte se apropiaba de la ciudad: “A la mañana siguiente, al salir a la calle, nada era igual. Ya no creía en lo que veía. Sentía que detrás había algo que había estado sucediendo siempre.” 

Si Susana miró la ciudad a través de la muerte traída por la represión gubernamental, Lola habitó una ciudad destruida por el terremoto de 1985, algo que cifró su vida imaginaria y personal. En la película que lleva el mismo nombre, dirigida por María Novaro y estrenada en 1989, lo primero que vemos es una larga secuencia de un traslado en la que Lola lleva a su hija Ana a una fiesta infantil. Vemos un edificio derrumbado que, en una de sus paredes, tiene un letrero pintado que reza “¡México sigue de pie!” Vemos también la Calzada de Tlalpan, por donde pasa la línea 2 del Metro: la rutina de los capitalinos continúa, aun cuando el paisaje tenga todavía los estragos de un desastre natural. Lola es una madre soltera que, como sucedió con los hombres de la contracultura de los 60, se niega a vivir bajo los parámetros de su madre, una mujer de clase media y madre soltera también. Vive sola y sostiene su economía y la de su hija con la actividad precaria de vender ropa en un puesto ambulante. Según Geoffrey Kantaris en su artículo “Género y violencia en películas de la Ciudad de México”, la óptica de María Novaro “sobre la Ciudad de México carece totalmente de cosmética” ya que la cinta “se niega a cualquier clase de iconografía”. Si en El Milusos (1981) de Roberto G. Rivera, la historia de un hombre campesino que busca trabajo en la capital ofrece la oportunidad de filmar Paseo de la Reforma y la Avenida Juárez, en Lola vemos gimnasios, fondas y patios de conjuntos habitacionales que se conectan a las calles. María Novaro no define la ciudad a través de elementos reconocibles sino de una ruina que provoca que se confunda el afuera y el adentro. Como apunta Kantaris, la directora filmó un parque público con primeros planos, una estrategia que responde más a los interiores, mientras que el departamento de Lola, además de estar decorado por una fotografía de una playa que ocupa toda una pared, se filma como si fuera un paisaje, lo que “acentúa la sensación de confinamiento de los personajes en los intersticios urbanos”. 

Podría decirse que este confinamiento tiene diversas aristas. La ciudad se encuentra en ruinas, lo que vuelve imposible sentir amor por las cosas: por un paisaje moderno y populoso. Por otro lado, los departamentos que habitan Lola y su círculo más cercano son minúsculos. Pero la condición de mujer del personaje enrarece todavía más las posibilidades que pudo haber ofrecido la ciudad. Mientras que los hombres adolescentes de la narrativa producida en los sesenta podían apropiarse no sólo de las calles sino de su propia sexualidad, Lola, además de ser mujer, es madre. Su mismo novio, el padre de Ana, puede irse a una gira con su banda de rock and roll y a Lola sólo le queda una precariedad económica que la expone a peligros que ella asimila para poder sobrevivir. En una escena, la descubren robando comida y golosinas en el supermercado. Para evitar una denuncia, Lola tiene relaciones sexuales con el gerente de la sucursal, algo que se nos narra entre dos planos: mientras la madre “paga” sus alimentos en el automóvil del individuo, su hija se queda sola en el departamento ingiriendo altas dosis de azúcar frente a la televisión. 

Pero la perspectiva de María Novaro no es moralista. Para ella, la violencia no está en que una madre sea negligente con su hija. Todo lo contrario, la directora buscó oponerse a las representaciones maternales del cine mexicano, las cuales siempre colocan a esta figura familiar en un sitio casi infantilizado. Kantaris menciona que:

La violencia en la película es muy indirecta, y como tal se diferencia de muchas películas latinoamericanas recientes: aquí la violencia es la de la policía que embarga la mercancía de los vendedores callejeros; o la violencia de la pobreza que induce a Lola a robar comida de un supermercado y a prostituirse con el gerente cuando la pillan para evitar que llame a la policía; o se da en forma del constante acoso sexual.

“Eso parece un tren, los columpios como las casitas de lejos, eso es como Tenochtitlán”, le dice su hija a Lola hacia el final de la cinta. Ambas están sentadas en una barda desde la que parecen mirar toda la Ciudad de México. Hasta aquí, se han resumido dos narrativas escritas y dirigidas por mujeres que narran la experiencia urbana de dos mujeres, una en la que los cuerpos que recorren la ciudad se funden y se vuelven la misma cosa. Pero la clase social a la que pertenece Lola y Susana, así como las zonas de la ciudad que habitan, son algunos aspectos que particularizan la forma en la que transitan y se apropian de una capital. Ambos ejemplos no sólo se contraponen a las narrativas de una parte del canon narrativo occidental, sino que también pueden funcionar como alternativas a las perspectivas totalizantes que buscan definir a la ciudad desde una sola estética y una ideología única. 

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