Gobierno situado: habitar
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18 noviembre, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Vive rápido, muere joven, deja un bello cuerpo. Esa frase, que algunos quisieran atribuir a James Dean –otorgándole además de su valor general otro premonitorio–, parece que realmente fue dicha por John Derek, “actor, director y fotógrafo americano más conocido –dice su nota biográfica en Wikipedia– por sus esposas” –Ursula Andress, Linda Evans y, claro, Bo Derek. La dice su personaje, Nick Romano, a Andrew Morton, interpretado por Humphrey Bogart en la película de 1949 Knock on any Door, y podría tenerse como uno de los lemas de la modernidad posindustrial: no sólo los cuerpos, todas las cosas parecen arruinarse con el paso del tiempo, lo que, en el caso de los objetos e incluso de algunos cuerpos, implica el necesario mantenimiento continuo de un estado de perfección original, inmaculado –para los cuerpos y algunos objetos– o la suspensión de la decadencia mediante la muerte o el abandono temprano. Las cosas, diría algún nostálgico de otras formas y otros tiempos, ya no duran lo que antes. Y es cierto. La obsolescencia ya no es sólo un accidente que el devenir impone a los objetos que construimos, a los usos que los exigen o a las ideas y las tecnologías que los sustentan, sino una condición que ya forma parte de la lógica misma de los productos: las cosas se hacen para ser sustituidas rápidamente por otras –y para verse bien sólo el tiempo en que sean útiles. Ese fenómeno parece haber llegado incluso a esa forma que se quería inmutable, fija y resistente a los cambios, inmueble: la arquitectura misma.
La primera obra construida por Teodoro González de León (1926), la casa Catán (1953), era –según la descripción que aparece en su Obra reunida (Arquine, 2010)– “una plataforma de 560 metros cuadrados de concreto armado aparente que soportaba una armazón de acero. Con excepción de estas dos estructuras, todos los demás elementos constructivos eran prefabricados y desmontables.” De la descripción publicada he cambiado el tiempo de los verbos –en presente– a pasado: la casa ya fue demolida. Siendo una obra privada, supongo que su desaparición se debe más a los cambios de uso, también privados, y a los empujes del mercado inmobiliario, que al hecho de haberse concebido como una construcción desmontable. Tal vez esa casa –uno de los mejores ejemplos de la primera época del joven González de León, que apostaba por una arquitectura más ligera y transparente, heredera de una modernidad ya aceptada gustosa y lúdicamente– no haya asumido la obsolescencia antes mencionada como parte de su programa, pero contrasta con la dura y persistente materialidad que caracterizará a la obra madura de González de León.
Es quizás a partir de la Escuela de Derecho de la Universidad de Tamaulipas, de 1966, que la presencia de grandes elementos estructurales construidos en concreto aparente, generadores no sólo de la consistencia tectónica sino también de la compositiva, será elemento reconocible de su arquitectura. A partir de los años setenta, con obras como las oficinas del Infonavit (1975, en sociedad con Abraham Zabludovsky), el concreto aparente será cincelado para exponer los agregados de grano de mármol. De manera paradójica ese terminado que, en palabras del propio González de León, suaviza la rudeza estandarizada del concreto colado en obra –introduciendo la diversidad del acabado artesanal en un proceso homogéneo– y regula las imperfecciones de una mano de obra deficiente –normalizando las irregularidades resultado de un proceso técnico que no se domina del todo–; borra y, al mismo tiempo, señala las condiciones sociales y económicas de la producción en México –el que la tantas veces elogiada mano de obra nacional implique, por su bajo costo, una deficiente preparación técnica de parte del trabajador.
Pero, además de lo antes apuntado, ese acabado –hoy ya una marca de su arquitectura, aunque haya sido usado también por algunos arquitectos coetáneos de González de León, como Paul Rudolph, en Estados Unidos, o Alejandro Caso y Margarita Chávez, en México– tiene un efecto en algo relacionado con el morir joven y dejar un bello cadáver: transforma a la obra desde un inicio en una ruina a la vez que la estabiliza en un futuro arcaico fuera del tiempo. Los proyectos de González de León son sometidos a una obstinada erosión artificial que de algún modo, al arruinarlos, los conserva. Más allá de su uso, más allá de su condición representativa e institucional –recordemos que buena parte de su obra, sobre todo entre los años setenta y noventa, tiene, al ser obra pública, además de su función práctica, una buena carga de función retórica e institucional–; la arquitectura de González de León es heredera de una tradición que, con antecedentes del romanticismo y quizás, extendiéndose un poco más atrás, de Piranesi, no puede imaginar al monumento desligado de la ruina y del paisaje.
En 1943 el arquitecto Josep Lluis Sert, el crítico e historiador Sigfried Giedion y el pintor Fernand Léger publicaron un pequeño manifiesto: Nueve puntos para una nueva monumentalidad. Si la arquitectura moderna había rechazado al monumento retórico de la arquitectura de fines del XIX, debía recuperar, decían, otra idea de lo monumental acorde a sus tiempos. “La arquitectura monumental –proclamaron– será algo más que estrictamente funcional.” Por su parte, González de León hace referencia a una frase de Aldo Rossi: la arquitectura tiene una indiferencia a la función. “Uno de los dogmas del funcionalismo que más obstáculos había sembrado en la elaboración de mis proyectos –agrega González de León– era el que la forma final de los edificios es una consecuencia directa del programa. La sentencia de Rossi me hizo ver su falsedad. Se refería a los cambios de uso, o sea de programa, que sufre cualquier edificio con el tiempo y a lo relativamente fácil que resulta adaptarlo sin cambiar sustancialmente su forma.”
En el Museo Tamayo, uno de los mejores ejemplos de la etapa madura de González de León, podemos ver todas esas condiciones reunidas. Se trata de una ruina inmersa en el paisaje que logra efectos monumentales sin los recursos retóricos presentes en otros de sus proyectos. El propio suelo se despliega en una serie de plataformas, se hace muro y se hace trabe que cubre el patio central. Todo en concreto aparente y cincelado –artificialmente erosionado. Desde afuera el edificio se pierde entre taludes de vegetación que, según el propio González de León, no remiten directamente a las pirámides prehispánicas sino a sus ruinas. Consciente de su uso pero al mismo tiempo indiferente a la función, la estructura de concreto envuelve un recorrido –o, más bien, habría tal vez que decir que el recorrido se desenvuelve bajo la cubierta. La planta del Tamayo parece una versión explotada de la espiral cuadrangular del museo de crecimiento ilimitado de Le Corbusier (1939) –con quien González de León trabajó un tiempo, recién salido de la escuela. Podríamos también imaginar su ampliación como una estructura continua, y referirnos a imágenes como las de los italianos de Superstudio y su monumento continuo (1969), que serán a su vez retomadas por Rem Koolhaas y Elia Zenghelis en su proyecto Los prisioneros voluntarios de la arquitectura (1972). Así, podemos ver al Tamayo como un fragmento –un módulo quizás– de una arquitectura a la vez abstracta y monumental, infraestructural y, por lo mismo, indiferente a la función; un mat building – un edificio que se extiende como un tapete– distinto a otros ejemplos de lo que podríamos calificar como el brutalismo mexicano –representado por la obra de arquitectos como Agustín Hernández, Manuel González Rul, los ya mencionados Caso y Chávez, e incluso en proyectos posteriores del mismo González de León y de Abraham Zabludovsky– quienes buscan lo monumental a partir de lo simbólico, en vez de limitarse a la abstracción meramente tectónica. Vive rápido, muere joven, deja un bello cuerpo –frase a la que Andrew Morton, el personaje interpretado por Bogart, responde: you look great, but kid, that’s not enough. El desgaste controlado y otras estrategias compositivas –en un sentido que engloba pero trasciende a la composición decimonónica e incluso moderna–, hacen que el Tamayo pueda olvidarse hasta cierto punto del paso del tiempo y los cambios de uso: llegó aceleradamente a su mejor estado: bella ruina, un paisaje operativo, colocándolo a mi juicio –junto con obras como la Delegación Cuauhtémoc o el Colegio de México– entre los proyectos más contemporáneos a la vez que atemporales de su autor.
Publicado originalmente en Rufino
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