Teroarquitectura: territorios de lo salvaje
La invención de lo otro Selva, salvaje y silvestre, son palabras de una misma raíz latina cuyo uso metafórico comenzó [...]
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¡Felices fiestas!
10 diciembre, 2019
por Ricardo Vladimir Rubio Jaime | Twitter: VladimirRub
“Si un hombre camina la mitad del día en el bosque por amor a él, corre el peligro de ser considerado como un haragán. Pero si ocupa todo el día, como comerciante, en cortar árboles y dejar la tierra baldía antes de tiempo, es valorado como un ciudadano laborioso y emprendedor. ¡Como si el único interés de una cuidad en sus bosques fuera cortarlos!”
Henry David Thoreau 1
“Si la vida cobra un sentido para mí, es más bien cuando estoy en la cama y dejo errar mis pensamientos sin objeto. Para mí, el (ser humano) tan sólo existe de verdad cuando no hace nada. En cuanto actúa, en cuanto se prepara para hacer algo, se vuelve una criatura lamentable”
E. M. Cioran 2
Puesto que no hemos comenzado nuestra vida, sino que la comienzan por nosotros; solemos arrastrar palabras, conceptos, imaginarios y valores sin posibilidad de demorarnos en su análisis o reflexión. “Cuando comenzamos a narrarnos nuestra historia es porque con toda seguridad no hemos sido nosotros los que hemos comenzado,” 3 dice el filósofo Peter Sloterdijk. O en palabras de Ortega y Gasset: “La vida no nos la hemos dado nosotros, sino que nos la encontramos siendo (…), sin anuncio previo, el ser humano se descubre y sorprende teniendo que ser en un ámbito impremeditado, imprevisto, en este de ahora, en una coyuntura de determinadas circunstancias.” 4 Podría decirse que, más que vivir, muchas veces somos vividos por el contexto o la cultura en la que crecemos, eso a lo que llamamos moral: formas de vida, y de donde proviene la palabra morar; donde se vive. Rimbaud lo dice de forma condensada en una carta dirigida a Georges Izambard en 1871: “Nos equivocamos al decir: yo pienso; deberíamos decir; me piensan. Yo es otro.”
Entre esos valores mantenidos y engrandecidos por la cultura, persisten una y otra vez; el incesante crear y la incuestionable productividad. Baste pensar el mito del comienzo humano,donde se nos narra que somos lo que somos; gracias a la liberación de las manos y nuestro virtuosismo para hacer algo con ellas: transformando el mundo nos trasformamos en lo que somos. Si es desde el mito de la religión, el cristianismo, por ejemplo, no muestra diferencias significativas: venir al mundo es “aprovechar el tiempo para la conversión”, a tal grado que, “la pérdida de tiempo, entre algunos devotos, sobre todo entre los presbiterianos, era considerado el primer pecado y, en principio, como el más grave de todos” 5. Más tarde el concepto del pecado por la pérdida de tiempo seria derogado de la iglesia y absorbido por el estado desde el discurso de la modernidad productiva, a tal grado que, efectivamente, hemos naturalizado el sospechar del que vaga por el bosque y vemos con normalidad a quien lo consume y vuelve un desierto.
Así, el mito de lo humano se relaciona con valores occidentales que han prevalecido y se han exacerbado con el paso del tiempo hasta el cansancio: hacer, crear, producir, poseer y acumular, o acaso dejar ir aquello creado a cambio de otra cosa; es decir, ser un buen neg-ociante (el que niega el ocio y con ello el reposo). Pero, ¿y si dejar de hacer, crear o producir, fuera otra posibilidad de vida, o al menos poder ejercitarlo de vez en cuando?
Esto es lo que propone el filósofo Byung-Chul Han contra el dominio de los valores capitalistas que lo han cubierto todo: “Bello es el ser sin apetito”, escribe en un mundo que le parece hambriento y cuyo estomago no es nuestro: también no lo impusieron.
Ya en la arquitectura, es curioso notar cómo después de agotarse el discurso moderno corbusiano de construir “máquinas para habitar” —una arquitectura que surgió, sobretodo, tras la productividad vertiginosa de la revolución industrial—, la labor del arquitecto no se encaminó jamás en dejar de producir, crear o construir. Se empeñó, más bien, en climatizar el concepto de habitar, entregando su tiempo a la búsqueda por materializar desde una perspectiva más “sensible” o “poética” para el habitante.
Pero, ¿y si pudiéramos habitar más bien lo no hecho o lo que surge sin proyección?
En palabras del filósofo español Luis Álvarez Falcón: “Construir, habitar, pensar, parecen recurrentes en el discurso de una arquitectura desestabilizada que ha ido travistiendo, según su conveniencia, las insuficiencias de nuevos postulados formales, generando una moda: una arquitectura de poder y de ambición, devuelta consumo, especulación e ignorancia.” 6
Contra el reduccionismo del gremio que minimiza y ridiculiza al concepto de habitar y lo confunde con construir muros de materiales toscos y techos de madera roída, que logran —según ellos— una armonía con el mundo, así como utilizar acero dispuesto a oxidarse y derramar su patina sobre el piso para generar “ambientes” o “atmosferas” idóneas para la vida, describo brevemente formas de habitar sin construir y planear. Es decir, sin valores occidentales y capitalistas; sin pro-yectar: ese arrojar hacia adelante como promesa. Formas de habitar que son contingentes y, literalmente, improductivas desde la visión de los valores occidentales.
Caminar sin mí
El yo es una voluntad que ha de ocuparse para ser algo, para ser lo que llamamos yo —¿llamamos? ¿Quiénes?
Chantal Maillard
Ya al principio del texto habíamos esbozado que el “yo es otro”, y ese otro que me constituye es la cultura, una forma de vida que no hice yo. Si nuestro yo se ha forjado en valores occidentales, sabríamos que es ante todo un yo que se busca en lo productivo, que, en efecto, se debe ocupar en algo para sentirse existiendo. Pero, ¿podemos existir sin ser productivos? Para David Le Bretón es posible, y una de esas formas es caminando:
“El caminante es libre en sus movimientos, en su ritmo, no debe nada a nadie, y nadie le viene a recordar sus responsabilidades. Está en otro lugar, nadie sabe quién es ni hacía dónde va. (…) las exigencias de la vida social se relajan. Caminar es un ejercicio lúdico y controlado de desaparición, una reapropiación feliz de la existencia.” 7
Sobre si el caminar es una forma de desaparecer de sí, el filósofo Byung-Chul Han comulga con la idea y escribe:
“El caminar despide toda forma de retención. No solo se refiere a la relación con el mundo, sino también a la relación consigo mismo, (…). Caminar significa hacer que también “el sí mismo esté en camino”. El hombre que no habita en sí mismo, está en casa. Más bien, está de huésped en sí mismo. Se renuncia a todo tipo de posesión y de posesión de sí mismo. (…) El yo depende de la posibilidad de posesión y concentración. Oikos (casa) es el lugar de esta existencia económica”. 8
Aquí Han revela uno de los valores occidentales que más dominan nuestra forma de pensamiento: la posesión. Sin la casa que me envuelve y donde me agrado, donde me extiendo, sin el yo que me define y afianza, soy menos. Caminar es una forma de ejercitar la perdida de posesión, extensión y dominación. El yo que es voluntad se pierde; disperso del yo, habito sin mí. O en palabras de Han: no habito en ninguna parte.
Un espacio sin propiedad
La filósofa Chantal Maillard en sus diarios: India, analizó la diferencia que hay entre el occidente y el oriente para vivir un espacio. Mientras que el occidente atiende y entiende al espacio para “apropiárselo”, el oriental “pertenece” a él. Así, mientras que en el primero domina el yo, en el segundo hay un nosotros, pero sin mí.
“Los lugares, en India, no se poseen, se hacen. Se hacen entre todos, con el movimiento, acompasando el cuerpo. Poseer un lugar es hacer del lugar un objeto; mediante su posesión se pretende hacer más amplia la propia extensión. El lugar poseído extiende el yo, lo afirma, lo refuerza, lo engorda. Cuanto más inseguro está el yo, más necesita poseer, apropiarse de otras extensiones, hacerlas propias. Pero el yo, como el propio mundo, es ilusorio para el indio. Tal vez sea por eso por lo que sus lugares emblemáticos son móviles: las aguas de los ríos, el sonido de las campanas o las vacas, que bien pudieran entenderse como lugares sagrados, templos itinerantes cuya voluntad ha de respetarse. Cuando una vaca está recostada en medio del camino, el tráfico se adapta, la rodea como lo haría la corriente de un arroyo con una piedra en su lecho, integrándola en el propio cauce. Hay una diferencia fundamental entre la pertenencia y la posesión. Pertenecer va asociado a compartir; no a poseer, a excluir. Y los espacios no se poseen, se comparten.” 9
Sin agregar demasiado, demostraríamos cómo la arquitectura contemporánea sigue reproduciendo no sólo el valor occidental de la propiedad privada sino incluso la propiedad en aquello a lo que solemos llamar como público, puesto que velamos por su apropiación; si bien, no de un solo individuo, si de grupos morales determinados, es decir, de eso que justamente conforma al yo. Por eso, el otro, radicalmente otro, como el vagabundo, es preferible sea desplazado de lo público, o acaso apropiárselo también: convirtiéndolo en alguien productivo para el lugar.
En Colombia es bien conocido bajo el término “resocialización”, educar a las personas que viven en dichos espacios y convertirlos en “agentes aptos” para el lugar. ¿Su trabajo?, mantener dicho espacio organizado, vigilado y limpio. Se vuelven productivos para la estandarización del espacio a una sola ideología: la occidental.
La no-arquitectura
“La vivienda tradicional nunca estaba acabada en el sentido en que hoy decimos que un bloque de pisos o de apartamentos se entrega llave en mano. A diario remiendan la tienda sus moradores, la levantan, la extienden, la desmontan. La casa de labor florece o decae con la prosperidad y el número de sus ocupantes; a menudo puede apreciarse desde lejos si los hijos han abandonado ya el hogar paterno o si los viejos han muerto.”
Ivan Illich 10
El Consejo Nocturno, en su libro: Un habitar más fuerte que la metrópoli, que se caracteriza por ser un texto improductivo —en el sentido de que no puede servir al sistema actual— y sin autor definido —sin un yo como individuo—, propone axiomas para una no-arquitectura, es decir, eliminar aquella forma de construir que tiene un inicio y un fin, entendiendo que la “morada”, no solo es lugar de los hábitos, sino que “ella misma es un hábito”. Un perpetuo hacerse. Cómo las casas de Illich: se levantan, extienden y desmontan a diario, se trata de una “disciplina de construcción no profesionalizable”, así, “cada una de sus partes corresponde a la temporalidad singular de sus tratos con el mundo, ya sean los siclos de cosecha o las fiestas que las componen”, no una arquitectura que vela por extender al yo, ese lugar de propiedad y pertenencia, sino por reproducir lo que me rodea, una “prolongación en formas del entorno: no su refrenamiento o dominación: un iglú no es más que la continuación por otro medios del viento glaciar, pero vuelto habitable” 11. Es decir, no extiende un yo, sino lo otro.
Un camino por recorrer
Volviendo al valor incuestionable del hacer, el escritor colombiano Juan Londoño, asevera: “La creación se da viviendo. Se crea no solamente en la techné —en la técnica—, sino también en el acontecer” 12: caminar sin mí, habitar sin mí, construir sin mí, son acontecimientos en lo que también creamos.
Hace apenas pocos días, un maestro cuya renuncia a ciertos proyectos gubernamentales tengo grabada en la memoria, publicó en sus redes sociales una cita del arquitecto español César Portela, que decía: “(A los arquitectos) habría que juzgarlos por los proyectos y las obras que hacen, pero también por las que no hacen, por las que no quisieron hacer, por las que se negaron a hacer”. 13
En un mundo enfermo de productividad, donde los recursos son cada vez más limitados y escasos, una forma de resistencia y cuidado es el no hacer, no producir; acudiendo al ocio, a la contemplación, a la negación de sí mismo como un proyecto que, en realidad, es el de alguien más. Un entendimiento de las palabras desde los valores no occidentales. Una nueva historia —o tal vez una no-historia—- que nos narre no lo hecho sino lo que se ha dejado de hacer para permitirnos seguir habitar este mundo.
Notas:
Imagen: RIVERA, Diego, (1933), Murales de la industria de Detroit, Detroit Institute of Arts, US.
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