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Columnas

Trece grados

Trece grados

15 enero, 2020
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

“Hay un tema conectado con la lectura de libros en el que pienso vale la pena detenerse, ya que involucra un hábito muy extendido y del que, que yo sepa, se ha escrito poco, quiero decir: leer en el escusado.” Así inicia Henry Miller un ensayo con ese mismo título —Reading in the Toilet—en el que advierte que, “de joven, buscando un lugar seguro donde devorar los clásicos prohibidos, a veces terminaba leyendo en el baño,” pero que desde entonces no se le había vuelto a ocurrir leer en tal sitio y que, si buscara leer con tranquilidad, tomaría su libro e iría al bosque. Miller sigue:

“Escucho de inmediato las objeciones. ‘¡Nosotros no tenemos tanta fortuna como usted! Tenemos trabajos, viajamos al trabajo y de vuelta en apretados tranvías, autobuses, vagones del metro; difícilmente tenemos un minuto para nosotros mismos.”

A eso responde contando que la mayoría de sus lecturas las hizo mientras fue un “trabajador” —“hasta los treinta y tres años”— y en las más difíciles situaciones: parado, entre la gente, viajando. Y dice que eran “los libros más difíciles, no los fáciles.” Lo dice porque ha escuchado que lo que se lee en el retrete son revistas fáciles, cuentos ligeros, historias de suspenso, “esas cosas que se llevan al baño”, donde “algunos, dicen, hasta tienen libreros.” Y lo hacen, piensa Miller, para estar “informados” pero, sobre todo, para matar el tiempo, para llenar el “enfermizo vacío” que descubren al estar a solas consigo mismos, “incluso en ese placentero momento de cagar —porque es un tipo menor de placer”, agrega. Miller continúa su crítica a una costumbre que le parece mala para la lectura y también para la salud, y explica: 

“Es algo curioso, pero el mejor tipo de retrete, según los médicos, es uno en el que solo un equilibrista podría lograr leer. Me refiero al tipo de los que se encuentra en Europa, especialmente en Francia, y que hace acobardarse al turista americano común. No hay asiento, ni taza, sólo un hoyo en el piso y dos huellas para los pies y un barandal a cada lado para apoyarse. Uno no se sienta, hace sentadillas. (Les vrais chiottes, quoi!) En ese pintoresco retrete la idea de leer no pasa jamás por la cabeza de uno. Uno quiere hacer lo que iba a hacer lo más rápido posible, ¡y no empaparse los pies!”

Más allá de las opiniones, digamos, literarias y filosóficas de Miller sobre leer en el baño, su elogio del inodoro turco parece atinado.

 

Alexander Kira nació en Estonia el 31 de mayo de 1928. Su familia emigró a Nueva York cuando él tenía dos años. Estudió arquitectura en Cornell, donde también fue profesor por muchos años. Según su obituario, “fue uno de los primeros miembros del Departamento de arquitectura en interesarse en el diseño interior.” Pero Kira es sobre todo conocido por un libro publicado en 1966, The Bathroom. “El desarrollo de los criterios de diseño para las principales actividades personales de higiene (limpieza del cuerpo y eliminación), debe basarse en el análisis de cada una de ellas en los siguientes términos: primero, las complejas actitudes culturales y sicológicas que rodean al tema —que influyen en nuestras prácticas de higiene y en nuestras reacciones al equipamiento—, segundo, en consideraciones fisiológicas y anatómicas básicas y, finalmente, los problemas físicos o de ‘ingeniería humana’ al desempeñar esas actividades.” El décimo capítulo de su libro trata sobre los “criterios de diseño para la defecación” y empieza con una descripción de la actividad en sus “distintas fases”: “ajuste o remoción de la ropa, asumir una posición en cuclillas o sentado, inicio de la defecación, de orinar y desalojar flatulencias (en inglés, simplemente, farting), limpieza, aseo, lavado, y volver a ponerse la ropa en su lugar.” Más adelante Kira agrega que “aunque podemos postular que la postura totalmente en cuclillas para defecar, practicada por la mayoría de la población del mundo, es ideal desde el punto de vista del funcionamiento fisiológico, la postura es poco acostumbrada y resulta para la mayoría de la gente occidental difícil de asumir, ya no se diga mantener por cierto tiempo, particularmente sin ayuda.”

Sudip Bhattacharya, Vijay Kumar Chattu y Amarjeet Singh publicaron en febrero del 2019 en el sitio del National Council of Biotechnology Information, un artículo titulado “Promoción de la salud y prevención de los desórdenes intestinales mediante el diseño de escusados, ¿mito o realidad?” Explican que hoy “nadie reconoce que resulte socialmente deseable discutir temas relacionados con la defecación,” pero agregan que “es evidente, gracias a estudios científicos, que muchos desórdenes abdominales (enfermedades gastrointestinales como hemorroides, colitis ulcerativa, síndrome del intestino irritado y cáncer de colon) se deben al cambio de hábitos en el escusado de una posición en cuclillas a otra sentados usando una letrina de pedestal.” Agregan que esas enfermedades son más comunes en países desarrollados y en zonas urbanas y, tras analizar los muchos beneficios de defecar en cuclillas, concluyen que “el trono de porcelana ha causado sufrimiento innecesario a muchos y ha provocado el gasto de miles de millones de dólares en temas de salud. Ha llegado la hora de hacer que la gente vuelva a acostumbrarse con sus hábitos naturales y terminar con este desafortunado experimento.”

 

En el sitio standardtoilet.net cuentan que en mayo del año pasado se presentó una patente para una innovación sin igual: un excusado cuyo asiento tiene una inclinación de 13 grados. Esta idea que quizá haría sonreír a Claude Parent al ver su plano oblicuo colocado directamente bajo las nalgas en un excusado, no termina con el imperio del trono de porcelana: lo mejora finalmente. Es —nos dicen— una revolución singular en un objeto ha existido prácticamente con la misma conformación desde el siglo XVI. Y aunque también se menciona, obviamente, las ventajas para la salud intestinal que esta inclinación conlleva, es interesante ver que las otras dos razones esgrimidas tienen que ver —como en parte apuntó Henry Miller— con el tiempo dedicado a otras cosas además de defecar, lo que genera filas de espera en los baños públicos y, peor aun, tan sólo en el Reino Unido implica una pérdida de 4 mil millones de libras anuales en tiempo perdido no aliviando las entrañas sino texteando y revisando redes sociales —lo que seguramente a Miller le parecería aun peor que leer novelas de detectives. Así, la biopolítica y su voluntad de controlar y disciplinar el cuerpo —con el hospital o la prisión como ejemplos de ello—, pasamos hoy a la bioeconomía, donde las empresas asumen el papel del estado y controlan el tiempo que pierden sus empleados con el pretexto —no por real menos perverso— de preocuparse por su salud.

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