Los dibujos de Paul Rudolph
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¡Felices fiestas!
9 agosto, 2019
por Miquel Adrià | Twitter: miqadria | Instagram: miqadria
Pavel Escobedo y Andrés Soliz iniciaron su carrera con estrella. Su primera obra destacada fue la instalación en el PS1, que los proyectó en el escenario de la arquitectura mexicana. Tras una capilla que inició como su tesis de final de carrera, la instalación de verano en la primera escuela pública (Public School nº 1) de Nueva York consistió en unas cuerdas tensadas entre las paredes de concreto del patio interior que conformaba una superficie reglada, proyectando a su vez una sombra vibrante sobre el piso. Después, unos pocos proyectos de pequeña escala en México y un velatorio -todavía en construcción- en Bolivia, demuestran la importancia que le otorgan al rigor del diseño y del oficio. Escobedo y Soliz pertenecen a una generación destacada de la Facultad de Arquitectura de la UNAM que todavía tuvieron a Humberto Ricalde como maestro y a Gabriela Carrillo, quienes les transmitieron el sentido crítico y entusiasmo por la profesión. Algunos de ellos formaron parte del colectivo Fuga y con el tiempo brillaron con nombre propio: Pablo Goldin, Gonzalo Mendoza Morfin, Diego Escamilla, Juan Luís Rivera (estos dos últimos formaron Palma) y Escobedo Soliz. Conviene esta breve genealogía para entender su modo de operar, donde se privilegia la materia inmediata y el proceso constructivo para llegar a una cierta mística del tabique aparente o la madera sin pulir.
Ahora este equipo acaba de inaugurar su pieza en la nueva sede de LIGA en la Colonia Doctores de la Ciudad de México. Su instalación —llamada Tórax por una obvia analogía biomórfica con la planta de su proyecto— es un espacio en forma de ojiva conformado por pares de polines verticales de 5 cm de ancho. Estos pares se amarran para asegurar el traslape que les permita alcanzar la altura del espacio, que se remata con un plano horizontal en el piso y otro bajo el plafón construido con los mismos polines. El acceso por ambos lados permite llegar a la parte posterior abierta y acceder al centro de la instalación simétrica. La experiencia de la visión alterna a través de la celosía de madera, sin embargo, pareciera proyectada para una caja negra, neutra, y no para una sala con ventanas laterales que se abren a al calle del Doctor Erazo. Su forma, recuerda aquellas plantas de edificios de viviendas de Gustav Peichl, los shipshapes de Peter Wilson o el museo marítimo en Elsinor, Dinamarca, de BIG. Su belleza no llega a dialogar con el espacio de LIGA, como era el propósito de la sede fundacional.
Con mayor o menor fortuna, las veinticinco exposiciones que durante seis años ocuparon el minúsculo triángulo que albergó a la Liga Evangélica en la planta baja de un flatiron nacional (proyectado por Augusto H. Álvarez sobre Insurgentes, en 1950), establecieron una liga entre contenedor y contenido, entre instalación y LIGA. Las distintas propuestas de la nueva generación de arquitectos latinoamericanos como Pezo von Ellrichshausen -la primera y quizá la más interesante- hasta las extraordinarias instalaciones de Macias Peredo, Eduardo Castillo, la banca jardinera en la banqueta de Tacoa, o las propuestas de Carla Juaçaba, Frida Escobedo y Camilo Restrepo, son buenos ejemplos que ocuparon el primer espacio del storefront mexicano. La nueva sede —forzada tras los sismos de septiembre de 2017— todavía no define su identidad ni genera conflicto entre contenedor y contenido. Ni las “trayectorias de un panel” de Alonso y Palmarola, ni la propuesta banal de Pedro y Juana, ni el Tórax de Escobedo y Soliz, reaccionan ante un conflicto espacial sino que proponen experiencias que podrían migrar sin delatar su denominación de origen. Quizá, en esta nueva etapa de LIGA, convenga repensar el modelo de “espacio para la arquitectura” que pretenda ser, para seguir siendo un referente de la nueva arquitectura latinoamericana.
Fotografías : Arturo Arrieta
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