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Columnas

Todo lo sólido se desvanece en el aire

Todo lo sólido se desvanece en el aire

8 abril, 2022
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy

 

“Hay muchas imágenes donde vemos un vecindario gris, pero pasan los vagones del tren y es como si naciera un arcoíris, algo de verdad emociónate”, declaró Marshall Berman para una entrevista que fue recogida en el documental de Ric Burns New York: A documentary film (1999). “Es una muestra de que una ciudad que está en ruinas, que ha sido destruida, dice que puede renacer de nuevo; su gente vive en las ruinas, pero no son ruinas”. El entrevistado está hablando, específicamente, sobre los grafitis que algunos habitantes del Bronx dejaban sobre los vagones del tren. Filósofo marxista de origen judío, profesor de Ciencias Políticas en The College University de Nueva York, Marsahll Berman pertenece a una estirpe de escritores y periodistas que asumieron como parte de su identidad al “new yorker” que celebra y critica la ciudad en la que habita. Al igual que Jane Jacobs o Fran Lebowitz, Berman obtenía sus ideas de la calle misma. En muchos retratos suyos, lo vemos recorriendo Times Square, caminando por un parque o de pie frente a una cabina telefónica, usando una camisa y playera holgadas y luciendo una melena desaliñada. 

En 1982, hace 40, años fue publicado su libro Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, un libro de critica literaria que tuvo una profunda repercusión en los estudios urbanos tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo. En el posfacio que fue añadido al libro en 2010, Berman apuntaba que, gracias a la recepción que tuvo su texto, nunca dejó de impartir charlas en escuelas “sin reparar en géneros (lo que en las escuelas quiere decir sin reparar en los departamentos)”. Su intención fue “mostrarles a los que se ocupan de literatura cuán profundamente se inserta la literatura moderna, o por lo menos mucha de ella, en la realidad urbana, y mostrarles a los arquitectos o a los planificadores de qué manera sus proyectos y paradigmas emanan de discursos y mitos culturales ya desarrollados”. Ahí mismo afirma que las ciudades resisten los embates de la modernidad más destructiva. Generalmente, el desarrollo urbano se concentra en zonas de clases altas, lo que significa la marginalización de otros vecindarios. Pero si él, a finales de los 50 e inicios de los 60, recorría “obsesivamente” las ruinas del Bronx, a inicios del 2000, felizmente corroboró que “¡YA NO ESTABAN LAS RUINAS! En lugar de ellas, mientras el tren se dirigía al norte, vi edificios de departamentos, camiones que descargaban, chicos en bicicleta, gente mayor en sillas plegadizas…”

París, San Petersburgo y Nueva York son las ciudades comentadas en Todo lo sólido se desvanece en el aire. Para Berman, el mito de estas ciudades puede experimentarse de manera física en sus calles. El “paisaje de máquinas de vapor, fábricas automáticas, vías férreas, nuevas y vastas zonas industriales; de ciudades rebosantes que han crecido de la noche a la mañana, frecuentemente con consecuencias humanas pavorosas”: crea subjetividades contradictorias o fragmentadas que atraviesan con “vértigo y embriaguez” un espacio que abre las posibilidades y difumina las fronteras morales. Como reza el título, valores estables que llegaron a ordenar la vida preindustrial, quedan desvanecidos en el aire de la experiencia urbana. Para Berman, esta tensión entre “una expansión que lo abarca todo, capaz del crecimiento más espectacular, capaz de un despilfarro y una devastación espantosos” y “los movimientos sociales de masas que luchan contra esa modernización desde arriba con sus propias formas de modernización desde abajo” proponía una dialéctica entre modernidad y modernismo. Mientras que “la modernidad es aceptada con un entusiasmo ciego y acrítico”, el modernismo ataca “apasionadamente este entorno, tratando de destrozarlo o hacerlo añicos desde dentro.” Sin embargo el modernismo “se encuentra muy ‘cómodo’ dentro de la modernidad,” ya que se mantiene “sensible a sus posibilidades, afirmativo incluso en sus negaciones radicales”. La modernidad es el monolito: la imposición de un plan de ciudad, de políticas públicas que no toman en cuenta puntos de vista divergentes a los poderes del Estado, de una ecología cada vez más antropogénica. El modernismo busca la ambigüedad asumiendo que en la calle se construye un dinamismo inasible, el “intrincado ballet de las aceras” del que hablaba Jane Jacobs y en el que se encontraban los comerciantes, las infancias, el público de un espacio público inevitablemente diverso. 

De hecho, en el capítulo “En la selva de los símbolos: algunas observaciones sobre el modernismo en Nueva York”, el autor encuentra que la modernidad y el modernismo fueron encarnados por el desarrollador Robert Moses y la activista y periodista Jane Jacobs. El mismo Berman, habitante del Bronx, fue testigo de las consecuencias de una autopista que dividió físicamente a su barrio cercenando su vida cotidiana. Asimismo, se mantuvo al tanto de la respuesta que fue emitida desde esa vida cotidiana. El proyecto de autopista, planeado por Moses, formaba parte de un discurso generalizado en el que las autopistas eran presentadsa por “los desarrollistas y devotos como el único mundo moderno posible”, por lo que “oponerse a sus obras era oponerse a la modernidad misma”. Las intervenciones de Moses sobre Nueva York fueron celebradas por voces como Sigfried Giedon, quien decretó que “ya no queda lugar para la calle de la ciudad; no se puede permitir que persista”, repitiendo la ambición de Le Corbusier para exterminar la calle. Para el historiador, las autopistas de Moses “miran hacia adelante en el tiempo, cuando, una vez realizada la necesaria cirugía, la ciudad hinchada artificialmente se verá reducida a su tamaño natural”. 

Ante esto, Berman se pregunta cuál es el tamaño natural de una ciudad. La respuesta es que “lo natural” implica reducir su traza para desplazar a la población afroamericana, a las comunidades judías y a los pequeños comercios para instalar una continuidad entre sus calles. Mientras tanto, Jane Jacobs miraba a la calle en registros más modernistas. “Bajo el desorden aparente de la vieja ciudad hay un orden maravilloso capaz de mantener la seguridad de las calles y la libertad de la ciudad”, escribió la periodista en su Vida y muerte de las grandes ciudades. Para ella, la multiplicidad de miradas que podían existir en un solo barrio volvía inútiles a las tecnologías de la modernidad, como la vigilancia. El simple hecho de que los vecinos miraran por su ventana podía establecer controles que tenían el potencial de sustituir a los aparatos policiales. Jacobs señalaba que la esencia de la ciudad “es el intrincado uso de las calles, que entraña una constante sucesión de ojos. Este orden se compone de cambio y movimiento, y aunque es vida y no arte, imaginativamente podríamos llamarlo la forma artística de la ciudad”. Según narra Berman, gracias a los “artífices del movimiento moderno” y a su impulso desarrollista, “las calles fueron abandonadas pasivamente” ya que “el dinero y las energías fueron encauzadas hacia las nuevas autopistas y la vasta red de parques industriales, centros comerciales y ciudades dormitorio”. Voces como la de Jacobs ponían en vigencia los preceptos modernistas del arte que fue creado en Nueva York durante la segunda mitad del siglo XX: la calle es la protagonista en muchas piezas de Bob Dylan, del poema Aullido de Allen Ginserg, de la novela El hombre invisible de Ralph Ellison. Siguiendo a Jacobs, Berman establece que, en Nueva York, la dialéctica entre modernidad y modernismo tuvo como resultado la batalla entre la izquierda y la derecha política de la ciudad: 

La calle y la familia de Jacobs son microcosmos de la diversidad y plenitud del mundo moderno en su conjunto.  Pero para algunos que a primera vista parecen hablar el lenguaje de la modernidad, la familia y la localidad resultan ser símbolos de un antimodernismo radical: por el bien de la integridad del barrio, todas las minorías raciales, las desviaciones sexuales e ideológicas, los libros y las películas polémicas, las modas de música y de vestir minoritarias, deben ser mantenidas a distancia. 

Sin embargo, Berman creía que las ruinas habían sanado si la gente vivía en departamentos y contaban con servicios de transporte dignos. Y, aunque sabía que las minorías estaban siendo atacadas, su idea de infraestructura no dejaba de ser normativa. Para Berman, la calle era un lugar de encuentro, pero una calle que funcionaba como circulación para la gran familia urbana, una visión que negaba otras formas de tejer redes de apoyo y de vivir la experiencia urbana. Por ejemplo, el escritor Samuel R. Delany se opuso a la “recuperación” de Times Square, ya que desplazó a las comunidades de trabajadores y trabajadoras sexuales. En un número de la revista Dissent publicado en el otoño de 1997, Berman acusó a Delany de tener una nostalgia por “la era de oro, pre-epidemia del SIDA de la prostitución masculina”. En su libro Times Square Red, Times Square Blue, Delany responde que, si hubo tal cosa como una edad dorada, a él nunca le tocó vivirla: “Lo único que puedo ver detrás del malentendido de Berman es que asume, erróneamente, que la única forma de encuentro entre hombres homosexuales en Times Square era meramente comercial; esto es, que sólo involucraba a prostitutos o a otros trabajadores sexuales. Aunque es verdad que la presencia de prostitutos colocaba actividad sexual en la zona, un buen 80 u 85 por ciento de los contactos sexuales entre hombres no eran comerciales”. Delany aclara que no pretende demonizar el trabajo sexual, sólo dar un retrato más fiel de esa diversidad de encuentros que vivió en la avenida neoyorkina. En Times Square existía la intimidad, no sólo el intercambio económico. 

En diversos textos, Richard Sennett critica la apología al desorden de Jacobs, idea que podría trasladarse al modernismo de Berman. Para el sociólogo, la diversidad no es meramente la formación de multitudes puntos de vista y reconocer que las subjetividades son diversas. Esta perspectiva, de alguna manera, “tematiza” que en la ciudad habitan muchas personas. Esas personas, pareciera, se unen cuando se trata de oponerse a una autopista o cuando se debe hablar de conceptos tan abstractos (tales como “minorías raciales”) que terminan negando los cuerpos de quienes recorren la ciudad. Sennett denuncia que Jacobs olvida que esa diversidad también contenía los campamentos de drogadictos en los parques de Nueva York, o que la epidemia del SIDA mermó la experiencia urbana de los hombres homosexuales, tal y como la describe Delany. La diversidad no es una simple circulación de muchas voces que se ven reflejadas en la expresión artística. Se debe reconocer la existencia de personas que ni siquiera pueden ser asimiladas ni por la modernidad ni por el modernismo.

Por estas razones, Todo lo sólido se desvanece en el aire es un libro que debe leerse tomando en cuenta algunos matices. Sin embargo, a 40 años de su publicación, la funcionalidad que el mismo autor señaló permanece vigente: la crítica literaria debe saber que la ciudad existe y que la literatura no trabaja en abstracto, y los arquitectos o urbanistas deben saber que muchas de sus ideas surgen de prácticas artísticas como la literatura. 

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