Azcapotzalco: las petroleras y un encuentro con el destino
Nací en Tula (Hidalgo), pero, por varias razones, siempre me hizo feliz la idea de vivir en la Ciudad de [...]
9 noviembre, 2023
por Carlos Will | twitter: @_tlatelolco | instagram : @carloswill_
Conocer la ciudad es como conocerse a sí mismx, es un proceso inacabable, en el que hay constantes vueltas y transformaciones, los destinos no son rectilíneos y las bifurcaciones aparecen todo el tiempo… La ciudad, al igual que nosotrxs, está viva y en constante cambio. Sufre y goza. Con todo y sus contradicciones (y hay que decirlo, sus abundantes calamidades), tratar de entenderla puede funcionar como antídoto, para gozarla y no sufrirla.
Hay que reconocer que no podríamos con el ejercicio de autoconocimiento, si no fuera por la presencia del otro, espejear nuestros deseos y frustraciones en otros, nos ayuda a encontrarles el cauce. Esta ha sido mi motivación para organizar exploraciones urbanas en distintas zonas en la ciudad de México, seleccionadas por su carácter único pero también por la emoción de conocer la ciudad, no solo a través de mis ojos y mis percepciones, sino de las reacciones de otras y otros frente a las maravillas que esconde.
Recientemente organicé una exploración por un lado del centro histórico, próximo al zócalo, lleno de tesoros, que por distintos y complejos motivos han permanecido relegados, ignorados y hasta olvidados; me interesaba la confrontación de estos espacios con personas propias y extrañas a esta área.
A continuación enlisto tres de los varios lugares que visitamos y las reacciones que percibí en los distintos grupos de asistentes a la exploración, enmarcados por los nombres de tres personajes que parecen distintos y distantes, pero que están quizá relacionados entre otros motivos, por su innegable presencia en esta zona.
Teodoro Gonzalez de León en El Colegio Nacional
Mi acercamiento al Colegio Nacional, fue como ocurren quizá la mayoría acercamientos personales en nuestra época: por las redes sociales; disfruté de las conferencias gratuitas en YouTube, hasta el punto en que el aula mayor me parecía un lugar familiar aún cuando ni siquiera había estado ahí; con el tiempo me enteré de la gratuidad de todas sus actividades, y con naturalidad me adentré en el antiguo colegio de la enseñanza. Dentro de las paredes del auditorio he escuchado resonar palabras, músicas y poemas, y hoy siento al Colegio Nacional como un lugar entrañable.
Ésta sin embargo no es ni será la misma experiencia para muchxs; la puerta principal del colegio es un portentoso acceso de redondeadas formas de color bronce, que dan la apariencia de un sitio con aura sagrada e institucional, la mayor parte de las miles de personas que transitan por este lado de la acera en la calle de Donceles a diario, no notan su presencia y quienes la notan, suelen limitarse a un discreto asomo a las entrañas del edificio, que separa el ruido de la calle por un compresivo pasillo, que a penas desvela los misterios que tiene dentro.
El añoso edificio que resguarda al Colegio Nacional data del siglo XVIII, desde su inauguración ha funcionado como convento, escuela de mujeres, cárcel, suprema corte de justicia, tribunal superior del Distrito Federal, escuela de ciegos, sede de la SEP y finalmente en 1943, como sede del recién fundado Colegio Nacional. En 1992, Teodoro Gonzalez de León, Colegiado en la institución, realizó una trabajo extremadamente complejo y delicado de adecuación y restauración sobre el edificio; para darle su aspecto actual, dotado de mayor iluminación, y elementos estructurales y decorativos en los que es imposible ignorar el sello de González de León: Una escalera helicoidal en acero para la biblioteca, refuerzos tubulares, concreto blanco martelinado en arcos y umbrales, así como en algunas jardineras, y una espléndida fuente en el patio de en medio.
Las reacciones frente a semejante edificio entre los asistentes a la exploración, además de asombro y curiosidad, desprendieron comentarios orientados por lo general a la sorpresa de que exista un lugar con estas características en una zona tan céntrica y transitada y que tan poca gente lo conozca, externaron también la extrañeza de encontrarse en un sitio en el que los sentidos descansan del exacerbado cúmulo de estímulos sensoriales que supone caminar en el centro, el sitio es silencioso, fresco, rodeado de plantas, solo se percibe el murmullo del agua en la fuente, el olor de las piedras y del café recién hecho en la cafetería del colegio.
Isamu Noguchi en el Mercado Abelardo L. Rodriguez
Es irónico que el mercado Abelardo L. Rodriguez se planteó en su momento como una solución a la enorme cantidad de comercios informales que existían en las inmediaciones; el día de hoy sabemos que fracasó o que acaso fue una solución temporal, pues la vocación comercial de esta zona se encuentra absolutamente desbordada, llegar al mercado supone sortear un caudal de vendedores y compradores e incluso pasar por una zona de masajistas ambulantes, hasta arribar al extraño y masivo edificio que es una mezcolanza de estilos, entre los que conviven restos de un antiguo colegio virreinal con un abigarrado art déco e intenciones neocoloniales.
Al pasar por el umbral del mercado, es inevitable percibir las alteraciones que ha sufrido con el tiempo, principalmente en la distribución de los locales, muy distinta a la planeada en el proyecto original, promesa de la modernidad de principios del siglo XX.
El mercado se construyó en el año 1934, y acorde a las preocupaciones del momento, se encargó a Diego Rivera, coordinar un equipo de artistas que cubrieran los muros del recinto con pinturas de temática inevitablemente afín a los intereses de la escuela mexicana de pintura: Exaltación del socialismo, presencia de campesinos y obreros, fin del capitalismo, etc.
De manera sorprendente y en contra del típico machismo que imposibilitaba en la época la participación de mujeres en la ejecución de murales públicos, llegaron al Mercado las hermanas estadounidenses Grace y Marianne Greenwood, ambas realizaron notables trabajos dentro del complejo (que incluía además del propio mercado, una guardería, un teatro, una biblioteca y salones de usos múltiples, entre otros espacios nada tradicionales en este tipo de proyectos). Grace Greenwood había estado un par de años antes en París, donde sostuvo una relación sentimental con un joven Isamu Noguchi, quien para entonces se encontraba aprendiendo del escultor Rumano Constantin Brancusi; de este modo ocurre el nexo entre Noguchi y Rivera, quien le invita a participar en el proyecto mural en curso.
Me enteré de la existencia del mural de Noguchi en el mercado desde hace algunos años y en ocasiones pasaba por él, tratando de encontrarlo pero sin tener éxito; por último, hace un par de meses atravesé las congestionadas calles con la determinación de no irme hasta verlo. Pasé por el hueco que forman un puesto de frutas y uno de jugos, esperando que mi presencia extraña fuera cuestionada en cualquier momento, pero no ocurrió; subí por unas oscuras y viejas escaleras en cuyo descanso permanecía recostada en un rincón una persona con la cara cubierta con sus propios brazos. Al mirar hacia arriba, un mural con los colores milagrosamente conservados, firmado por una de las hermanas Greenwood y al subir, una sala de pisos y muros rojos, rematada por el mural de Noguchi: un relieve de 2 metros de alto por 21 de ancho, titulado Historia de México, realizado en ladrillo tallado y cubierto con concreto pulido y pigmentado. A partir de ese día no pude dejar de pensar en este espacio y en incluirlo en la próxima exploración; cuando por fin ocurrió esto, a muchos de los asistentes les pareció alucinante que el mural se encontrara en ese sitio un tanto destartalado, oculto, casi abandonado pero en condiciones de conservación más buenas que malas y el contraste evidente en técnica entre el relieve y el resto de los murales del mercado, así como la historia única detrás de la pieza.
Se trata de una de las pocas piezas figurativas que realizó Noguchi en su carrera, siendo además una de las dos piezas de gran formato y de carácter público que realizó en su vida. Por otro lado, también hubo entre los asistentes quien criticó el mural como una obra en la que se nota demasiado lo temprano de la pieza en la producción de Noguchi y la excesiva presencia de los conceptos posrevolucionarios, atípicos en la obra posterior del artista. En cualquier caso, pienso que el mercado y lo que sobrevive dentro de él, es una pieza fundamental para aprender a amar una zona del centro, que suele pasar desapercibida.
El Dr. Atl en el Convento de la Merced
Al pensar en los sitios que visitaríamos en la exploración, siguiendo la intención de que fueran sitios poco conocidos, me pareció importante llevar a los asistentes al barrio de la Merced, hervidero de joyas ocultas. Cuando le conté mis planes a unx amigx, que nunca había visitado el sitio, me dijo que sabía que la Merced era un lugar peligroso. Imagino que esta misma percepción tienen muchxs, para quienes hablar de la merced es pensar de inmediato en el mercado masivo del mismo nombre, pero también en los conflictos que han estigmatizado siempre a este barrio. Es curioso porque el mercado de la Merced, no está siquiera en el barrio de la Merced, se encuentra de hecho en el barrio contiguo de San Pablo Teopan y aunque puede parecer un sitio amenazante, en mi experiencia visitando este el barrio, puedo decir que el infundado miedo que identifica a sus nuevos visitantes generalmente tiene que ver con el desconocimiento, pues quien conoce la Merced se queda casi siempre con ganas de volver y disfrutar de sus bondades.
Después de tomarnos un café en el Café Equis (donde se consiguen algunos de los mejores granos de la ciudad), continuamos por calles tapizadas de artículos de belleza, para aproximarnos lo más posible a lo que queda del convento mercedario, sitiado con una extraña cerca de madera por un lado, donde alguna vez estuvo quizá la única iglesia con techos de madera plomados de México, rodeamos para dar con lo que alguna vez fue la fachada, modificada para reducir cada vez más el tamaño de la puerta sobre la calle de República de Uruguay, puerta que se encuentra ahora rotundamente tapiada con madera. Nos detenemos frente a este pequeño Umbral a imaginarnos a Gerardo Murillo, harapiento y empobrecido, encontrándose con un Ángel: el portero del ruinoso edificio, leemos un fragmento del maravilloso y descriptivo libro de Alain-Paul Mallard, Nahui Versus Atl, que de inmediato nos permite atravesar con la imaginación el cerco del convento mudéjar y ver llegar al Dr. Atl, entrada la noche al patio del convento y conversar calladamente con Ángel. Rememoramos una de las muchas historias insólitas descritas en el libro Gentes profanas en el convento, escrito por el propio Murillo, y casi percibimos el olor de los melones cubriendo todo el patio y las risas y juegos de las niñas del colegio cercano, dándose un festín con las olorosas frutas.
Las reacciones son diversas, entre asombro y curiosidad, por todo lo que ocurrió alguna vez en esta zona, pero también de impotencia y hasta enojo, por el abandono del convento, de cuyo interior tenemos idea imágenes solo por las fotografías que muestro en la pantalla del celular.
La ciudad existe, pero se crea y recrea a cada instante con las miradas de quien se detiene a observar y tratar de descifrarla, ¿será que recorriéndola, pensándola, y amándola, lograremos entender más de su esencia y quizá con suerte, también de la nuestra?
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