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Teodoro González de León: formas de emplear el tiempo

Teodoro González de León: formas de emplear el tiempo

16 junio, 2016
por Juan Villoro

¿Cuál es el tiempo adecuado para apreciar la arquitectura? Visto desde el automóvil o el autobús, un edificio es un fugaz bloque de materia; al traspasar su umbral, se convierte en un preámbulo, y en ocasiones en un obstáculo, que separa de una meta: la oficina donde haremos un trámite, el departamento donde nos aguardan. Guiados por la impaciencia y sus rigores, preferimos atravesar el espacio que contemplarlo. La gran arquitectura se sustrae al flujo del tiempo en un doble sentido; expresa una época y detiene la mirada, pide ser vista con una atención que pasa del conjunto al fragmento y aprecia la existencia del detalle. La categoría que mejor explica esta experiencia es la de “ruina”. Desprovista de su función original, la construcción que sobrevive como resto de sí misma no pide otra cosa que ser notada.

Las edificaciones de Teodoro González de León se alzan como una reflexión sobre los usos del tiempo. Alejandro Rossi señaló con acierto “su capacidad de respuesta inmediata”; su excepcional concentración artística, “como si nunca estuviera distraído”. Asociamos el estado de alerta con el cazador furtivo, el neurocirujano, el ajedrecista, el piloto en turbulencias. La arquitectura parece reclamar otro carácter; el reposado estudio de los materiales y la confianza en que habrán de perdurar. Gran conversador, González de León repudia la perorata y el tono impositivo; sabe escuchar y prefiere que sea el otro quien lo lleve a un tema decisivo. En cuanto toma la palabra, es breve y certero. Sus argumentos tienen filo, pero su velocidad de respuesta no depende de ocurrencias ni corazonadas, sino de reflexiones que vienen de lejos y llegan en el momento justo. Lo he comprobado al preguntarle sobre los desastres de la Terminal 2 del aeropuerto, el proyecto del centro comercial elevado en Avenida Chapultepec o la viabilidad de construir el nuevo aeropuerto en terrenos mórbidos. En cada caso, responde con una reflexión precisa y sorprendente. Después de un eléctrico ademán, entra en materia. A propósito del aeropuerto Benito Juárez, señala el absurdo de entrar a una terminal en la que no se ven los aviones. En el caso del proyecto de un segundo piso comercial para Chapultepec, observa que esa avenida no debe crecer hacia arriba; su virtud es la opuesta: ser una de las más anchas de la Ciudad de México. En lo que toca al futuro aeropuerto, juzga que en vez de temerle a la mezcla del agua y la tierra, se debería propiciar que las pistas estuvieran a orillas de un lago.

La retórica de González de León es ajena a la precipitación; sus respuestas son el momento fulminante de un largo proceso. El velocista se alimenta de duración; aguarda hasta que su alfiler resulte necesario. Discípulo de Le Corbusier, González de León ha dejado estampas memorables de su paso por el taller donde se conjugaba el más puro alfabeto del espacio y donde los cajones contenían “familias de formas”. Destaco dos escenas relacionadas con los tiempos de la arquitectura. En la época anterior a los pegamentos rápidos había que sostener los pequeños muros de una maqueta hasta que el engrudo secara. Hay algo ritual en la imagen de los arquitectos que pasan la noche tocando la versión a escala del edificio que pretenden construir. En ese devoto ejercicio del tacto, el modelo casi representa un altar. Aquel lapso de espera obligaba a una continua reflexión sobre el proyecto y ofrecía numerosas posibilidades de rectificación y enmienda; al depender de la paciencia, la cola y el engrudo eran aliados del arrepentimiento y la autocrítica. González de León atesora la escena por varias razones. Como comenta Miquel Adrià en su texto para el catálogo de la reciente exposición Maquetas, el discípulo de Le Corbusier entiende el modelo como arquitectura terminada. De ahí que muestre por igual maquetas para edificios construidos y para otros que nunca se hicieron. Desde que aprendió que el trabajo manual es una forma de la paciencia, sus certezas no son hijas del instante; se deben a la lenta maduración de quien sabe que la obra se sostiene con las manos hasta que el pegamento seque.

Otra escena de su estancia en el estudio de Le Corbusier remite a un objeto que acaso sea el más elemental y significativo de la arquitectura: la servilleta de papel. El maestro revisó el trabajo de su alumno mexicano y trazó con rapidez una especie de jeroglífico en una servilleta. El joven González de León se concentró en el dibujo como en un ideograma. No eran un plano, ni un croquis, ni un bosquejo, sino algo anterior: una cifra de la Forma, una Idea del espacio: arquitectura. El espléndido documental ¿Cuánto pesa su edificio, Sr. Foster? ofrece una reflexión similar sobre el origen del diseño arquitectónico. Después de diseñar puentes colgantes, fábricas y catedrales corporativas, Norman Foster comenta que todas esas figuraciones derivan de un sitio precario, la casa donde vivía de niño, junto a la vía del tren en un barrio industrial de Manchester. Su única distracción de entonces consistía en ver el paso de los vagones y los arabescos que el humo formaba en el cielo. Pronto encontró otro modo de acercarse a esos trazos del carbón: el lápiz y el papel. En una situación poco auspiciosa, descubrió que los diseños del mundo cabían en el espacio infinito de una servilleta.

González de León no se ha desprendido del dibujo. Además practica la pintura y el ensamblaje. Sus trabajos se despliegan a gran escala, pero conservan un trato artesanal con los relieves, de ahí que tengan condición escultórica. En la maqueta de su casa en la calle Ámsterdam destaca el elemento tubular, decisivo en su obra plástica, cercana a Léger. Colgada en la pared, la pieza es uno de sus mejores ensamblajes. En una ciudad que crece como una avasallante versión del vértigo, González de León propone una aventura del orden. Le Corbusier comentó que “un trazo regulador es un seguro contra lo arbitrario”. Su discípulo sigue este principio, pero se desmarca de la funcional austeridad de su maestro con patios y ventanales que dialogan con la luz. Louis Kahn construyó memorables edificios bajo los soles de California, Texas y la India. Según comentó en varias conferencias, la frecuentación de esos sitios lo llevó a entender los espacios interiores como algo que no se opone al sol, sino que proviene de su irradiación. El ladrillo, la roca y el concreto están hechos de “luz que se ha cansado”. Esta visión espiritualizada de lo contundente se aplica sin pérdida a los sueños sólidos de González de León.

La decantación purista preconizada por Adolf Loos surgió en una Viena sin resabios de civilizaciones anteriores. Su contemporáneo Karl Kraus, señaló que, en todo caso, ahí la modernidad se afanaba en convertir la ciudad en ruina. González de León reacciona a un contexto diferente. Tanto en sus proyectos con Abraham Zabludovsky como en su obra posterior, asume que la arquitectura depende de una encrucijada histórica. Ha dicho que hubiera preferido trabajar en piedra, como los arquitectos de Teotihuacán o del Rockefeller Center, pero eso resultaba demasiado caro. Se ajusta a los requisitos de su época en lo que toca a los materiales, pero también al dialogar con el palimpsesto visual mexicano, producto de un aguerrido cruce de culturas. Sin repudiar la decantación formal de la modernidad ni utilizar de manera indiscriminada el ornamento, profundiza sus diseños aprovechando el valor simbólico del tiempo y el espacio, es decir, de la Historia y la naturaleza.

El patio central de El Colegio de México es también un jardín interior y el Museo Universitario de Arte Contemporáneo está rodeado de paisajes, con notable preeminencia de las piedras. En la reconversión del cine Lido en la librería Rosario Castellanos, la naturaleza es simbólica y está en el techo, donde se desliza un follaje imaginado por Jan Hendrix. Su original trato con las frondas vegetales prosigue en la Torre Manacar, actualmente en construcción, donde habrá un pequeño bosque en las alturas (como simple aficionado, lo imagino en el piso diecisiete). La historia se presenta en sus construcciones en forma tan sutil como determinante. No faltan alusiones a la arquitectura prehispánica (el sentido escultórico del edificio, los taludes que desembocan en muros, la textura herida de las fachadas: “tiempo tatuado”, diría Paz). El vestíbulo del Auditorio Nacional recuerda al espacio que los arqueólogos mexicanos, a falta de un término propio, llaman “ágora”: el punto de confluencia de la tribu, y las escalinatas y los planos del Museo Tamayo espejean los distintos niveles de las ciudadelas prehispánicas. El debate apasionado con edades anteriores se extiende a la Colonia. Su restauración del Colegio Nacional es un estimulante ejemplo de los nuevos usos que puede adquirir un convento, y en su ampliación de las oficinas de Banamex creó una suerte de “proyecto de sombra”, usando el edificio original como matriz del nuevo.

La noción de “ruina” sirve a González de León de estímulo remoto y presencia cómplice. Las porosas texturas de sus muros sugieren un tiempo “ya gastado” y sus edificios piden ser vistos desde ahora como lo que serán en un futuro por venir, cuando acaso sirvan a otros propósitos y sean contemplados no con la ansiedad de quien hoy los atraviesa, sino como sitios de visita. Italo Calvino definió su trayectoria narrativa como un intento por pasar de la solidez de su etapa neorrealista a formas más leves de la fabulación. Un afán de sustraer peso y ganar ligereza. En las obras más recientes de González de León se advierte un impulso semejante, en el que seguramente han influido sus muchos viajes a Japón. Las minuciosas bitácoras de lo que ha visto en Oriente, permiten entender el MUAC como un saldo de ese aprendizaje: un recinto luminoso donde la monumentalidad es delicada y el sol no pega en forma directa. También el complejo de edificios en Reforma 222 obliga a revisar sus cuadernos japoneses y su interés por los conjuntos que concentran muy diversas funciones. Enclave de departamentos residenciales, oficinas, comercios y cines, Reforma 222 cuenta con un vestíbulo que se abre a la ciudad. La escalinata que comunica con la acera ha alcanzado el rango más alto del trato urbano: un sitio de reunión donde la gente se sienta a conversar y se da cita para ir a otro lado.

La vida de González de León ha transcurrido entre dibujos, maquetas, excavaciones y edificios. Esto define la parte central pero en modo alguno única de su mente. Su pasión por la literatura, la música, el teatro, el cine, la filosofía y la pintura rivalizan con su interés por los espacios y en cierta forma lo definen. No sería el artífice que es si no convirtiera las demás artes en arquitectura. De manera elocuente, sus obras cuentan con auditorios que cumplen una función orgánica, el corazón íntimo donde los muros mejoran con la música o la palabra.

Pedro Ramírez Vázquez coordinó la creación de tres catedrales de la mitología en la Ciudad de México: el Estadio Azteca, la Basílica de Guadalupe y el Museo de Antropología. Por su parte, Mario Pani trazó definitivos desarrollos urbanos para la capital como Tlatelolco, el CUPA (Centro Urbano Presidente Alemán, en Avenida Coyoacán y Félix Cuevas) y Ciudad Satélite. La impronta de Teodoro González de León es de otro orden. Ningún arquitecto ha marcado la ciudad en forma tan versátil y prolífica. Desde su colaboración en el plan maestro de Ciudad Universitaria, siendo todavía estudiante, hasta el ciclópeo edificio de Arcos Bosques, que enmarca los crepúsculos de la capital, pasando por la triada de edificios en el camino al Ajusco (el Colegio de México, el Fondo de Cultura Económica y la Universidad Pedagógica), el territorio que habitamos ya es inseparable de su nombre.

Una de sus más profundas reflexiones se refiere a la geometría. El cubo, el cono y la esfera, ¿son volúmenes inmanentes a la naturaleza o los percibimos de ese modo? En su libro Juegos de magia, comenta que la geometría no está en algún lugar platónico al que de pronto se tiene acceso; es una esforzada creación del ser humano. El cosmos no es geométrico; lo vemos así para imponerle una lógica. Piet Mondrian comenzó pintando manzanos y decantó la representación de los troncos y las ramas hasta transformarla en geometría abstracta, casi metafísica. De acuerdo con la idea de González de León, no descifró el lenguaje secreto de la naturaleza: le inventó un diseño. Admiramos lo que nos excede. Alejandro Rossi escribió Manual del distraído para celebrar los devaneos sin rumbo del pensador que carece de agenda y encuentra un método en el despiste. No es casual que admirara la permanente concentración de González de León.

A sus sorprendentes novena años, Teodoro llega a las reuniones del Colegio Nacional con su impecable hábito negro. A la una de la tarde ya nadó cuarenta y cinco minutos, visitó alguna obra, revisó planos, leyó cinco periódicos y tomó notas mentales de sus conversaciones y lecturas de la noche anterior. Saluda y se concentra en un asunto, en perfecto estado de tensión. Alejandro Rossi no se equivocó: en el desorden de los días, Teodoro González de León representa la singularidad de quien nunca se encuentra distraído.

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