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Columnas

Teodoro

Teodoro

16 septiembre, 2016
por Miquel Adrià | Twitter: miqadria | Instagram: miqadria

Murió Teodoro González de León. Murió como un dios, tranquilo y entero. Escapó de la enfermedad y a un final degradante que le horrorizaba. Estaba en plenitud de sus capacidades, dirigiendo la obra del Manacar, proyectando, leyendo y viajando, con la misma intensidad con que vivió toda su vida.

Sin duda perdimos a uno de los arquitectos más importantes de México y de la modernidad global. La historia de la arquitectura mexicana de la segunda mitad del siglo XX y de principios del siglo XXI, no puede ser narrada sin entrar de lleno en la obra de Teodoro González de León. Sus bancos, delegaciones, museos y  corporativos han contribuido a definir el tejido urbano de buena parte de la República. Próximo al modelo renacentista que heredó de Le Corbusier –el único mexicano que trabajó en el taller del maestro—, González de León no sólo fue arquitecto, urbanista, pintor y escultor, sino también un gran promotor de la arquitectura entendida como fenómeno cultural. Su carácter universal lo proyecta en la estela de Octavio Paz, de Rufino Tamayo —quien afirmaba que el arte es universal, el acento surge de lo local— y de otros grandes mexicanos que supieron ser modernos y comprometidos con su tiempo sin constreñirse al ámbito nacional.

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Su lenguaje se vincula al uso del concreto aparente como único material, que en distintas ocasiones el arquitecto justificó por su maleabilidad, economía y poca sofisticación constructiva, aunque su uso venía precedido por experiencia como residente de obra en la Unité d’Habitation de Marsella, perpetuándolo hasta nuestros días. La plasticidad y la abstracción que le permitió pasar del proyecto a la obra sin solución de continuidad, justificaría por si solo el uso del concreto aparente.

Teodoro González de León nació en la ciudad de México en 1926 y vivió su infancia a poca distancia de los estudios que Juan O’Gorman proyectó para Diego Rivera y Frida Kalho. Estudió arquitectura en la Escuela Nacional donde aprendió de Federico Mariscal, José Villagrán y Mario Pani. A su vez, trabajó en sus años de formación en el despacho de Pani. En este periodo, siendo aún estudiante, llevó a cabo con Armando Franco la propuesta germinal para Ciudad Universitaria. El paso de Teodoro González de León por el Taller de Le Corbusier en 1949 marcó su vida. Lo que aprendió, lo trajo de regreso y lo aplicó tan pronto tuvo ocasiones para ir construyendo con la experiencia, su propio lenguaje. Sus primeras obras están impregnadas del doctrinario corbusiano. Tras unas casas, un conjunto habitacional y una Unidad de Servicios Sociales del IMSS, donde se juntaron elementos volumétricos de influencia prehispánica con los preceptos funcionalistas -planta libre, independencia del cerramiento y la estructura, jardines en la azotea- en los años cincuenta, siguieron una serie de proyectos de edificios de oficinas y de departamentos, que se convirtieron en ejercicios de composición volumétrica.

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Los conjuntos habitacionales de Teodoro González de León y Abraham Zabludovsky a finales de los años sesenta, heredan el rigor de los ensayos anteriores incorporando mayores alturas. En los años setenta, con la Escuela de Derecho de la Universidad de Tamaulipas, Tampico, quedaron establecidos muchos de los conceptos que servirían de base para su producción posterior. Con las obras institucionales de esos años, González de León alcanzó la madurez proyectual, con una suerte de monumentalidad abstracta que fusionó el legado del expresionismo corbusiano con la arquitectura prehispánica, abierta, ritual y solemne. Las grandes estructuras de concreto se fusionaban con los taludes, el espacio interior con el exterior, los parteluces y las pérgolas gigantes se convirtieron en los límites permeables de los nuevos templos laicos, no muy distintas de las construcciones monumentales de Le Corbusier en Chandigarh. La Delegación Cuauhtémoc, la Embajada de México en Brasilia, el INFONAVIT, el Colegio de México, la Universidad Pedagógica Nacional y el Museo Rufino Tamayo son piezas clave no sólo de esta etapa en la obra de González de León y Abraham Zabludovsky, sino de la arquitectura moderna mexicana.

Con los años ochenta la arquitectura internacional tomó rumbos historicistas y posmodernos y la arquitectura mexicana osciló desde las posiciones abstractas y funcionalistas hacia las referencias vernáculas. No es de extrañar que González de León – el más culto de su generación- fue capaz de trascender las referencias inmediatas a la arquitectura vernácula, para indagar en los episodios más notables de la arquitectura mexicana: la prehispánica y el barroco colonial. Sus obras más destacadas de estos años fueron las sedes bancarias que incorporaban paramentos cóncavos en sus fachadas, como el conjunto de edificios y parque en Villahermosa y el Museo de sitio en Chichen-Itzá, donde los muros de concreto aparente cincelado tomaron el lugar de columnas y trabes, y los espacios abiertos que enmarcaban los edificios institucionales fueron sustituidos por falsos arcos mayas. Los años noventa iniciaron con la remodelación del Auditorio Nacional, donde se elevó la entrada para introducir bajo la nueva escalinata dos niveles de estacionamiento y se mejoró la accesibilidad al conjunto. Con la década la obra de Teodoro González de León regresó a la sintaxis abstracta, abandonando toda alusión literal a la historia y a la gestualidad. Sus proyectos se parecieron cada vez más a las maquetas de cartulina donde se gestaron. Un resurgimiento creativo tardío lo llevó a una abstracción hierática y blanca. Si sus obras abstractas de dos décadas atrás eran sólidas pero permeables, monumentales pero difusas, las obras de fin de siglo asumieron un carácter escultórico para convertirse en arquitectura objeto, con una nueva monumentalidad más autónoma, si cabe, a cualquier referencia contextual. Las torres –como el Fondo de Cultura Económica, el Corporativo Arcos Bosques y Reforma 222– son el mejor ejemplo de esta actitud, como alternativa a los templos civiles que se extendían sobre ejes peatonales pergolados o rodeaban plazas. Paralelamente a las torres, a lo largo de los años noventa, Teodoro González de León desarrolla varios proyectos cuya génesis está en el concurso para el Museo del Niño, donde la forma era resultado de las complejas relaciones espaciales generadas por figuras simples como prismas, cilindros, cubos y esferas. En la Escuela Superior de Música del Centro Nacional de las Artes se trató de ensambles compuestos en planta a partir de un repertorio formal predeterminado, que en buena medida procede de su pintura y de sus relieves. Como sucedía con Le Corbusier, en estos años la arquitectura y la pintura de Teodoro González de León se contaminaban mutuamente, prestándose mecanismos de composición y recursos formales. Coautor de los primeros trazos de la Ciudad Universitaria, González de León también completó la pieza que faltaba en el Centro Cultural con el Museo Universitario de Arte Contemporáneo.

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Entre sus obras más recientes caben destacar las torres Virreyes y Manacar, que desataron controversia y oposición vecinal por el potencial impacto urbano debido a sus respectivos tamaños. Pocas semanas atrás acompañamos a Teodoro a una visita de obra por la Torre Manacar donde seleccionó materiales y revisó los detalles de las cancelerías inclinadas sobre la Avenida de Insurgentes.

Teodoro nos deja un legado singular. Murió a los noventa años con la plenitud creativa y vital del corredor de fondo que fue. Con el tiempo, la tenacidad, las oportunidades, el rigor conceptual y constructivo de Teodoro González de León, han hecho posible una obra contundente y original, monumental y única, mexicana y universal. Si bien siempre evitó explotar su condición nacional, no hay duda acerca de su procedencia, desde el uso de taludes, pérgolas y concreto aparente, del vacío como puesta en escena, como lugar de representación, presente tanto en Teotihuacan como en el Zócalo capitalino, en la Ciudad Universitaria y en sus íconos urbanos. Teodoro González de León mantuvo una resistencia crítica entre lo universal y lo local, entre la herencia corbusiana y el legado mexicano, que lo identificó con lo más sobresaliente de los últimos sesenta años, y que justifica el prestigio y el respeto del que gozó hasta sus últimos días. Sus arquitecturas son ensambles, sus textos son manifiestos, su plática erudita y cómplice, y cada una de sus obras tiene su propia lógica y realidad, siendo cada una un capítulo de la historia reciente, de un modo de hacer y entender la arquitectura. A su vez, el uso exclusivo del concreto aparente cincelado como único material, otorga una imagen sólida y atemporal al conjunto de su obra.

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Teodoro era un gran conversador que repudiaba la perorata y sabía escuchar. En cuanto tomaba la palabra era breve y certero. Tuve la suerte de pasar las últimas horas de muchas tardes en su oficina, donde me descubría autores que le emocionaban o le provocaban. Otras en su casa oyendo sus compositores favoritos. Y la fortuna de acompañarlo por ciudades de este mundo -de Dallas a Quito, de París y Marsella a Nueva York-. Recorrimos lugares que parcialmente le pertenecían, donde vivió, y que albergaban experiencias recientes y recuerdos de antaño. Con Teodoro y Eugenia visitamos bajo la lluvia el taller de Amédée Ozenfant mutilado y la Sainte Chappelle donde, maravillado, hizo que nos maravilláramos como él, que prestáramos la atención necesaria a los vitrales y nos abstrayéramos del gentío. En el apartamento de Le Corbusier del edificio Molitor recordó donde estuvo instalado un mes, dibujando las cancelerías de madera que sustituirían a las originales de hierro podrido. En medio de la sala del estudio recordó desde donde veía el rincón en que Le Corbusier escribía, y siguiendo sus movimientos y sus costumbres, rastreaba los objetos –piedras y huesos- que coleccionaba. En el viaje a Marsella hizo gala de su memoria providencial a la que le exigía nombres y fechas, a veces golpeándose la frente con los nudillos o las yemas de los dedos. Recuerdo cuando regresó fascinado de San Petesburgo y sobre todo del arquitecto neoclásico Carlo Rossi. O cuando le propuse en Nueva York que nos subiéramos a un helicóptero y, tras pensarlo unos segundos, se animó: la curiosidad le pudo. Al día siguiente me confesó que no durmió, con Manhattan como una roca con edificios clavados, dando vueltas por su memoria.

Sirvan estos apuntes para enumerar sus obras y contar algunas anécdotas para compartir mi profunda admiración y cariño a Teodoro, al arquitecto infatigable, al crítico urbanista que desconfiaba de la política, al melómano entusiasta, al lector curioso y, sobre todo al querido amigo. Te extraño.

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