Los dibujos de Paul Rudolph
Paul Rudolph fue un arquitecto singular. Un referente de la arquitectura con músculo y uno de los arquitectos más destacados [...]
16 febrero, 2014
por Miquel Adrià | Twitter: miqadria | Instagram: miqadria
El próximo sábado 22 de marzo se presentará el libro Jorge Ambrosi, junto con los libros de Javier Sánchez, Encajes urbanos. Javier Sánchez 2004-2013; Michel Rojkind Sobrestimulación; y at103, La arquitectura (no) importa y Jorge Ambrosi, así como el quinto volumen de Lo mejor del siglo XXI, arquitectura mexicana 2011-2012, en la Biblioteca de México “José Vasconcelos”. Ciudad de los Libros, Ciudadela.
Tanto con tan poco
Cuentan que hace no muchos años los arquitectos dibujaban cada tabique de una fachada y cada mosaico de un piso para tener el control, desde el proyecto, de lo que después se iba a construir. Cuentan que sir Edwin Lutyens en sus largas travesías marítimas hacia la India, dibujaba y acotaba todas las piezas de mármol que componían las plantas y los alzados del palacio del virrey en Nueva Delhi. También Mies van der Rohe, Augusto H. Álvarez y tantos otros arquitectos de la modernidad dibujaban cada ladrillo para definir el aparejo, modulando las paredes con piezas enteras. El dibujo fungía de manual para su construcción. Pautaba un espacio. Y después, ¿o era antes?, llegaban unos croquis que se arrastraban obsesivamente una y otra vez sobre algún papel, cualquier papel. Quizá destilaban una idea, definían una composición, aterrizaban un esquema, pero, sobre todo, hacían tiempo.
Ambos, tiempo y espacio, cimentan el proyecto desde el croquis hasta la retícula que lo atrapa en la computadora o el restirador. Edificar, el fin último del arquitecto, no es sino la parte terminal de un proceso que se ha ido construyendo en el papel, que se ha estado dibujando en la imaginación. Y que al fin, entre muchos, lo llevan a cabo para perpetuarse en la calle, en la ciudad, albergando a sus habitantes y envejeciendo dignamente.
En el trazo de Jorge Ambrosi, en el valor que le da al dibujo, está un modo de pensar y construir que acoge tiempo y espacio a la vez. Su arquitectura austera y antiexhibicionista, tiene aquella modestia aparente de algunas casas californianas de Craig Ellwood, y de tanta vivienda popular anónima a medio construir. William Blake decía que detestaba la modestia, porque sólo es una máscara de la vanidad. En el caso de Jorge Ambrosi no es así. A lo sumo, es una cortina que tamiza el orgullo del que sabe que hace lo que debe hacer. Su trabajo es el de un conocedor —un gnóstico— en el sentido que cree y que sabe, que transmite una fe, una confianza para nada impositiva, que irradia con el ejemplo; un aura que matiza con una sonrisa para que no se confunda con proselitismo. No hay ánimo de convencer sino tan sólo de ofrecer. Ambrosi hace sencilla la complejidad, al mismo tiempo que huye de ese minimalismo de supermercado que Rudy Ricciotti tanto parodia. No dibuja renders ni hace animaciones, ya que para él la tercera dimensión de la arquitectura se imagina desde los planos. En su despacho todo es en dos dimensiones. Los proyectos se componen de plantas, alzados, secciones —muchas secciones— y detalles constructivos. Hilvana conceptos atemporales con tipologías codificadas y diagramas compositivos. Usa la modernidad como referente, donde encuentra antecedentes útiles en la historia. En el caso de la vivienda, las experiencias y los ejemplos del pasado siglo son vastísimos y los análisis tipológicos riquísimos; sin embargo, en las últimas décadas se han incorporado al menos dos aspectos que Ambrosi hace suyos: la diversidad tipológica y la flexibilidad distributiva. En sus edificios disecciona formas simples, generando complejidad con retículas básicas, para ofrecer distintas soluciones, tamaños y formas, sin necesidad de virtuosismos estructurales ni piruetas formales. Su modernidad —¿o tardomodernidad debo llamarla?, quizá ¿modernidad desapasionada? parafraseando a Alan Colquhoun— está plagada de intervenciones sutiles pero precisas, refinadas aunque modestas que, lejos de la obviedad, remiten a algunas viviendas de los sesentas, de Louis I. Kahn, en Filadelfia; a las prototípicas casas unifamiliares —las mejores— de Tadao Ando; a la arquitectura ticinesa de Mario Botta y Luigi Snozzi de treinta años atrás, donde las nociones de tipo y permanencia fungían de pentagrama para las notas de la forma. No son imágenes preconcebidas sino composiciones holísticas. Alejandro de la Sota proponía el alejamiento de la apariencia e insistía en subrayar la prioridad de la idea, afirmaba que “[…] a modo de ritual iniciático, será preciso irse desprendiendo de lo accesorio, de lo fenomenológico, para acceder a la esencia, a la idea”. De ese desprendimiento de lo anecdótico procede el gusto por lo elemental, por lo mínimo, de Jorge Ambrosi, donde la idea debe estar implícita en la materia. (…) No hay capricho pero sí complejidad. Hay riqueza espacial sin alterar la eficacia distributiva. Se exploran la medida y la proporción adecuadas, que reivindicaba Le Corbusier, lejos del existenz minimun bauhasiano: no es lo mínimo sino lo correcto. Bloques, losas y columnas, viguetas y bovedillas aparentes expresan una sinceridad casi didáctica. Muros y ventanas, huecos, aberturas y terrazas, aluden a una ruina o a una construcción inacabada, a medio ocupar, como la mitad de lo que se construye en México. Así, la arquitectura de Jorge Ambrosi se diluye en el anonimato, y sólo un ojo atento descubrirá los matices precisos de la composición.
La tarea del arquitecto es transformar la realidad, mejorarla si cabe, desde el oficio de construir sin perder la fidelidad de las primeras intuiciones, ni la emoción de los primeros trazos. Jorge Ambrosi destila una arquitectura esencial que fluye de la aproximación del croquis al rigor del detalle y del corte por la fachada, para reducirse en lo fundamental —espacio, materia, tiempo— donde, parafraseando a Rafael Moneo, “todavía es posible hacer arquitectura en la que la construcción sea el último responsable del significado del edificio”.
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