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Columnas

El taller de Teodoro González de León

El taller de Teodoro González de León

29 mayo, 2016
por Ernesto Betancourt

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18 de febrero de 1986, 9:00 am:

Amsterdam 63, Condesa. Una casa moderna con parteluces tubulares en la fachada en una colonia que intenta renacer de la enorme sacudida del sismo del 85. Llego puntual a mi primer día de trabajo en el taller de Teodoro González de León, una buena costumbre que no siempre observé después. No sabía entonces que el arquitecto entra por la puerta roja que da hacia la calle justo a las 10 de la mañana. No antes, no después.

Descubrí la obra de González de León por casualidad, siendo estudiante, caminando por la colonia Guadalupe Inn, cuando me encontré con un edificio que me envolvía con una plaza magnífica y unas fachadas de gran potencia que me parecieron inmejorables. Poco después me enfrentaría a El Colegio de México que, al igual que el edificio del Infonavit, me sorprendió. Me costaba trabajo creer que esos edificios tan distintos a lo cotidiano, tan resueltos en su geometría y su escala, convivieran en la misma ciudad en la que yo había nacido, crecido y que nunca había visto. Me di al instante a la búsqueda de su autor. Entonces no existía la red y no era posible encontrar un nombre o una pista de un teclazo. Fue un número de la revista Casabella en la biblioteca de la universidad la que me inició en la arquitectura de Teodoro.

10:00 am:

Poco antes de su llegada ya me encontraba instalado en el restirador. Así se llamaban entonces las mesas de dibujo, que eran unas grandes tablas apoyadas en caballetes. Servían como tableros para dibujar, distribuidos en aquella amplia sala iluminada por un patio lleno de helechos y donde me indicaron el que sería mi lugar. No sabía entonces que pasaría ahí los próximos nueve años aprendiendo cómo se hace arquitectura. Me planté frente a un papel en blanco. Por supuesto no existían aún las computadoras para dibujar.

Mi segundo encuentro con Teodoro Gonzalez de León fue, ya sabiendo que así se llamaba el autor de aquellos edificios que tanto me cautivaron, en una conferencia en la universidad. Ahí se reveló una personalidad que siendo mayor que algunos de mis maestros parecía mucho más joven o en todo caso más vital. Defendía los aciertos de los arquitectos que en ese entonces se revelaban contra los excesos y manías del movimiento moderno que inevitablemente había caído en un tedio aburrido y que no cabían entonces en la ortodoxia académica de las aulas. Al mismo tiempo hablaba de su experiencia en el taller de Le Corbusier, al que mis jóvenes maestros criticaban sin haber pisado jamas una obra del maestro suizo y al que creo no entendían. En todo caso sentía yo esas críticas facilonas como una afrenta personal a uno de mis ídolos, En cambio Teodoro parecía hablarle de tú al maestro. Ahí, ante la pregunta típica del estudiante sobre la mejor manera para aprender arquitectura, Teodoro, con la pasión que lo caracteriza al hablar, recomendaba trabajar al lado de un buen arquitecto como él lo había hecho con Corbu, aprender viendo cómo se toman desiciones, cómo se emplaza un edificio, cómo desechar también y renunciar a otros tantos partidos arquitectónicos. Y ahí me encontraba cuatro años después tratando de hacer justamente eso, aprender el arte de hacer arquitectura, porque eso era y es lo que más admiro de Teodoro. Su actividad es la de un artista, la de un creador, no la de un empresario, no la de un publicista ni siquiera la de un diseñador. Teodoro sigue ejerciendo ese milenario arte como creo lo han ejercido los artistas genuinos, siempre en búsqueda, experimentando. No en vano lleva el nombre de uno de los primeros arquitectos registrados en la historia griega. Esos mismos caballetes se me antojaban como mesas de un taller del Renacimiento.

11:00 am:

Las once es una hora de lo más productiva en el taller. El café nunca falta. Dos tazas o más después, Teodoro ya ha realizado su rutina diaria de natación, ya ha leído la prensa y ha realizado un par de llamadas telefónicas. Yo me sentí nervioso y con algo de frustración sabiéndome un novato delineador en el despacho donde finalmente anhelaba trabajar, pero donde suponía que la génesis y las grandes desiciones de los proyectos se tomarían en algún recinto alejado del taller al cual sólo los iniciados tendrían acceso. Nada más distante de la realidad. A esas horas más o menos el arquitecto sale de su oficina por la puerta que comunica al taller a saludar y comenzar el recorrido entre las mesas de dibujo y el taller de maquetas para revisar el trabajo tal y como quedó el día anterior.

El taller de maquetas, ese lugar privilegiado donde Teodoro pasa muchas horas observando la evolución de sus ideas en tres dimensiones, inclinándose al nivel de linea de tierra para apreciar mejor la escala y la forma de los edificios que en esa mesa van surgiendo en una variación progresiva de formas, gestos, alturas y fachadas, creando una especie de ciudad con variantes de una misma especie, Teodorópolis podríamos decir. Es ahí y en su mesa personal de dibujo donde cuajan los diseños. Ese fue mi tercer y mejor encuentro con Teodoro González de León.

12:00 pm:

Horas de trabajo en la sala de juntas. Sobre la mesa ya se encuentran ordenadas en un montoncito hojas calca junto a los insustituibles lápices de color amarillo con los que hace sus croquis. Con el tiempo me gané el privilegio de compartir esa mesa donde surgían dibujos y dibujos generalmente de escala pequeñita pero que sintetizan a la perfección el partido o que amplían hasta la escala real los detalles: un herraje, una ventana o un ensamble. Ningún rincón o elemento del edificio escapa a la geometría y a esos trazos pausados con que la mano de Teodoro diría que tañe con el lápiz. Más café, más papel, entre croquis y croquis. Se recuerdan viajes, experiencias en otras ciudades, urbes de otra época. La arquitectura se divide en dos: la buena y la mala. No existen épocas o lugares mejores que otros, sólo mejores o peores arquitecturas, siempre presentes, recreadas en la mano que delinea. Tras un rato de reflexión sobre el papel se va uno a traducir ese croquis en un dibujo que antes de convertirse en un plano debe saltar a las paredes del taller que se pueblan de paisajes arquitectónicos, despieces, fachadas, secciones, todo desplegado en los muros para que un ojo que piensa y que mide, que construye -después de horas, días, tal vez semanas de observación y corrección, admita, solo entonces, que el dibujo abandone la pared y se convierta en un plano, en un detalle constructivo.

1:00 pm:

Cabe la posibilidad de que pasado el medio día se inicie un viaje a visitar alguna de las obras en curso. Visitar una obra en construcción con Teodoro es aprender a ver desde lo más elemental a lo más sublime del arte de construir, desde el calibre de una placa de acero hasta el sonido que producen los cinceladores al desbastar el concreto para que aparezca esa vibración pétrea de los muros de González de León y que presumo le recuerda la música moderna que tanto le gusta y conoce. Teodoro González de León, para quien no lo sepa, es una de los individuos que más conoce de música y sobre todo de música moderna (¿existe diferencia?): Wolfgang Rhim, Krzysztof Penderecki, Pierre Boulez se encuentran entre sus favoritos y quizás algún día un estudioso debería intentar relacionarlos con las composiciones atonales del arquitecto, como la Escuela de Música del CNA donde justo me hizo notar las disonancias armónicas del cincel y el martillo sobre el concreto. Así, durante esas promenades, se revelan los cambios indispensables que hay que seguir haciendo en el sitio o que puede ofrecer la oportunidad para que un error en la construcción -bien visto, pueda transformarse en un logro formal. Una visita a la obra con Teodoro es una lección y un privilegio.

2:00 pm:

De regreso al taller. Recuento de los faltantes y pendientes que exige el ritmo de la obra, hay más croquis por hacer, más planos, hay que repensar algunos detalles, corregir, completar. Después de una mañana intensa de trabajo y de invención permanente, Teodoro pasa y de reojo se fija en la figura con la que refiero la escala de una fachada, se detiene y me hace medir la figura: 1.83 tal y como debe medir el hombre del Modulor, la disciplina y el rigor deben siempre ser observadas para alcanzar la belleza pura y clara a la que aspira la arquitectura de Teodoro. Desde entonces compartí y admiré esa pasión —ese fue, creo, mi boleto de entrada definitiva al despacho donde el primer día me dijeron que se me contrataría a prueba y nueve años después nunca nadie me dijo si la había superado o no, supongo que sí.

3:00 pm:

Hora de comer. Hacía las tres de la tarde se suspende toda actividad y en punto de la hora el arquitecto se retira a comer. Se da el privilegio de caminar a su casa, a no más de 100 metros por la antigua pista de hipódromo que hoy constituye la avenida Amsterdam como quien sabe que vivir lejos del lugar de trabajo es un error que se paga con los años.

5:00 pm:

De vuelta a la oficina. Es también momento de conversar unos minutos después de la comida, porque también en el taller se hacen amigos. Los compañeros de piso —Pepe, Paty, Juan, Chema, Carlos, Toño— cuya presencia es imprescindible en el despacho. Igual en el taller hay espacio para la amistad y la charla informal. Es la hora también en la que el taller comienza a llenarse de más arquitectos: Francisco Serrano, Abraham Zabludovzky, Carlos Tejeda, Aurelio Nuño. Es la hora de la discusión, de compaginar y confrontar ideas. Horas frente a los muros opinando sobre las distintas opciones de proyectos, comentando sobre la mesa de maquetas, torciendo o recortando modelos, comentando lo visto en la obra durante el día, más dibujo y más reflexión. También hay espacio para más, para hablar de libros. Algunos de mis volúmenes consentidos me los regaló Teodoro. El Letaroully o la obra completa de Le Corbusier. Recomendaciones memorables como “el azar y la necesidad,” de Jacques Monod, o la referencias permanentes a Octavio Paz. Cine, poesía, las últimas arquitecturas o las de siempre, vistas en viajes recientes o pasados. No hay tema vedado o del que Teodoro no tenga una opinión razonada y que no le guste compartir.

8:00 pm:

Transcurren así las horas en el taller, si hay algún concurso en proceso el ritmo se vuelve todavia más emocionante. Al gusto de resolver un programa, generar una idea o interpretar un lugar, se une el de la competencia con otros despachos. El ir y venir con alternativas y opciones. No hay tiempo que alcance desde los primeros croquis hasta las perspectivas o renders de las últimas épocas. Teodoro suele decir que él usa todo el tiempo que le dan en un concurso para agotar todas las posibilidades, todos los caminos. Me consta. Días y noches puliendo o rehaciendo un concurso, emoción pura. Mi favorito y que estoy convencido que se debió ganar: el Museo del Niño. Pero no se gana siempre. Afortunadamente las formas renacen y evolucionan en otra parte. Ese cubo desplomado del concurso de Chapultepec resurge en la Escuela de Música y en más proyectos. La buena forma se defiende siempre.

10:00 pm:

Difícil salir antes. No importa. Las horas pasan rápido y el trabajo no falta. Teodoro todavía esta por iniciar una segunda jornada en su otro taller, el de pintura, ese laboratorio donde presiento se gestan muchas de las formas y las estrategias de ensamblaje y composición y que tarde o temprano se convertirán en espacios para habitar: cajas, tubos, lienzos, planos alabeados. Teodoro se recrea con las artes más abstractas que existen: la arquitectura, la música y la pintura. Posee un ojo muy educado para detectar las más sutiles variaciones de tonos, de luz o de sombra. Se educó con sus favoritos: Piero, Poussin, Leger y la obra de pintura y de arquitectura se retroalimentan permanentemente. Difícil separar una de la otra. La labor se detiene por ese día, no la reflexión. Teodoro es un arquitecto de 18 horas, de 24 quizás. Es un hombre que aprendió de Le Corbusier en su juventud que el trabajo constante y la búsqueda paciente son la mejor compañía del talento. Muchos días venturosos de mi vida transcurrieron así.

Quiero hacer un reconocimiento y externar mi agradecimiento público y admiración a Teodoro Gonzalez de León por su obra y sobre todo por los años que me permitió compartir ese espacio en Amsterdam 63. Ahí no solo aprendí cómo se toman las decisiones de un proyecto como le oí decir en aquella lejana conferencia. También me dio la oportunidad de tratar a personalidades como Octavio Paz, Alejandro Rossi, Francisco Serrano, William Curtis, Miguel Cervantes, Juan Soriano y a muchos otros con quienes no solo tuve la oportunidad de trabajar sino de trabar amistad. Ahí pasé muchas horas pensando la arquitectura, tratando de entender la génesis de un proyecto, chico, mediano o grande, muy grande. Ahí refrendé mi vocación por este arte maravilloso. Muchas gracias a Teodoro González de León por estos 90 años, gracias por la oportunidad de compartir por algún tiempo esa máquina de hacer arquitectura que es tu taller.

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