Ideas espaciales para argumentar
Me gusta pensar que la arquitectura, si se presume no sólo como actividad instrumental, sino como forma de pensamiento, produce [...]
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¡Felices fiestas!
9 marzo, 2021
por Aura Cruz Aburto | twitter: @auracruzaburto | instagram: @aura_cruz_aburto | web: academia.edu
El sentido del tiempo en el antimonumento “es tanto más provocador y conmovedor por cuanto no es posible reducirlo a historia, por cuanto es conciencia de una carencia, expresión de una ausencia, puro deseo.
Marc Augé, 2003
Hace más de un año, ante las pintas de protesta feminista realizadas a la “Victoria Alada de la Independencia” —mal llamada “Ángel” (y sí, mis estimades lectoras y lectores, las palabras sí importan)— se levantaron reclamos diversos que hacían una apología del monumento, y no sólo del de la Independencia, sino reclamaban ante la atrocidad que les parecía el infligir pintas sobre un símbolo histórico tal. En ese entonces, planteé en este mismo medio la necesidad de repensar el valor del espacio público —y su materialidad— en términos de lo que el filósofo francés Henri Lefebvre (1974) tuvo a bien llamar espacio vivido: un espacio que es más bien acto a través del que se crea —y recrea— el sentido del mundo, en el que nos planteamos ya mismo que otros mundos son posibles.
También en ese entonces señalé lo problemática que resulta la sacralización de las estructuras arquitectónicas del pasado por dos cosas: primero porque, de entrada, es importante preguntarnos quién sacraliza: hay un discurso hegemónico en la designación de lo que tiene valor en muchos casos. En segundo lugar, porque el monumento no es monumento por antonomasia, es designado así, en tanto resguardo de la memoria por una visión de mundo que concibe el tiempo como una acumulación de capas con una eminente relación causal entre sí que, inexorablemente, llevan a una interpretación de lo que se supone que somos hoy y que seremos mañana. Sin embargo, también podemos constatar en ciertas circunstancias históricas —como la injusticia y la violencia sistemática que seguimos viviendo las mujeres en el presente— que una estructura arquitectónica, tradicionalmente denominada “monumento”, puede significar poco o incluso ser ofensivamente ostentadora de una serie de supuestos principios que en el presente efectivo no son más que una promesa incumplida. En este contexto nace la idea de antimonumento (Lacruz y Ramírez, 2017).
Fotografías Giovanna Enríquez.
Antimonumento y heterotopía
“[…] especies de contraemplazamientos, especies de utopías efectivamente realizadas en las cuales los emplazamientos reales, todos los otros emplazamientos reales […] están a la vez representados, cuestionados e investidos, especies de lugares que están fuera de todos los lugares, aunque, sin embargo, localizables.”
Michel Foucault, 1984
Mientras la lógica del monumento es la del resguardo de la memoria, lo que a su vez supone el intento por entender el presente a razón del pasado que le precede (y que le ha dado origen); la operación del antimonumento supone que una estructura ha quedado obsoleta, ha sido vaciada de sentido y, por lo tanto, nos posiciona ante una incertidumbre que demanda debatir y plantear otros horizontes alternativos. No se trata de fantasear con futuros que nunca han de llegar, sino actualizar el porvenir en nuevas conformaciones presentes: “el futuro es ahora”. Y como todo ahora, no conmemora, no “utopiza”, sino que activa la relación de fuerzas, las tensiones que enfrentamos como multitud (Hardt y Negri, 2004): se puede evocar el dolor y activar formas colectivas ciudadanas al mismo tiempo: heterotopías.
El antimonumento es un concepto que, lejos de suponer la negación del monumento, supone su desmantelamiento conceptual y la inversión de sus supuestos. Lo que el monumento brinda como orden y diferenciación a partir de una narrativa oficial y la conmemoración de aquello que un orden hegemónico supone que vale la pena recordar, el antimonumento lo abre a la indeterminación de lo que queremos ser a partir de un ejercicio crítico: un ejercicio que dinamita lo que se ha dado por sentado a partir del monumento histórico. En este sentido, el antimonumento permite introducir nuevos sentidos y nuevas prácticas que desesclerotizan lo que se daba como verdadero e inapelable. Supone una operación que asume que el tiempo no es cristalización causal de tiempos, sino sobreposición y simultaneidad abiertas al devenir, al porvenir hecho presente: por eso es heretopía, es promesa efectiva y también paradójica.
Fotografías Giovanna Enríquez.
De la valla al antimonumento
“[…] es un hecho que en la experiencia mexicana parecen darse a la par el duelo y la construcción social de lugares de memoria. Se constatan procesos de memoria reparadora y transformadora en las que el miedo y el dolor no aparecen incompatibles con la acción. La más peculiar es que estas experiencias están poco mediadas y acompañadas por instituciones estatales y academia.”
Díaz Tovar y Ovalle, junio 2018, p. 19
Hace unos días comenzaron a circular las imágenes del cercamiento de Palacio Nacional, otro espacio de gran carga simbólica y pragmática del Estado: es monumento y a la vez centro operativo de gobierno. El 8 de marzo y sus protestas se aproximaban. Un día antes esa larga valla oscura comenzó a ser intervenida tanto digital como materialmente por las muchas manifestantes que somos: nacería un antimonumento.
Cuando comenzaron a circular las imágenes de intervención de la gran valla, es verdad que lo que se estaba alterando no era al monumento como tal, pero sí esa barrera para garantizar la protección de varios de ellos. Intervenir la valla, invertir su sentido ha logrado hacerla hablar las múltiples voces que a la vez expresamos el dolor y la rabia por tanta injusticia hoy presente, como también anuncia que queremos y somos capaces de dar a luz a otros mundos posibles porque, de hecho, ya lo estamos haciendo en el mismo momento en que nos reunimos, alzamos la voz y tejemos resistencias: por eso la valla es un antimonumento: no nos interesa sacralizar ni al mármol ni al bronce, nos interesa que la historia de libertad, justicia, seguridad no sea ya más una promesa incumplida.
Fotografía Santiago Arau.
De la indignidad de hablar por otres: hacia la desesterilización del espacio público
Sin embargo, debo confesar también mi sorpresa ya que parecería que el antimonumento que nosotras hemos creado, les parece bien a quienes, paradójicamente, han sido y siguen siendo apologistas de la monumentalidad y la planeación arquitectónica que en otros contextos desestiman los saberes y las actuaciones que vienen de abajo. Y bien, si les emociona tanto como a nosotras la aparición del espacio vivido en esa comunidad inconfesable que Maurice Blanchot(1983) sugiere, y que emergió en ese muro lleno de fuerza, lucha y al mismo tiempo dolor, entonces cabe pedirles que comiencen a imaginar “espacios públicos” más allá de los bonitos parques con diferentes ofertas gastronómicas y los parques de patinaje y alguno que otro retail.
Cabe pedir ahora que, desde la arquitectura, dejemos de creer que un buen espacio público es el que “incluso se diseña para poder ser rayado sin mayores consecuencias” (cuando el diseño se puede rayar con gis). No basta con eso. De hecho, no se trata de asepsia y vaciamiento del conflicto: lo político es conflicto, es ser capaces de gestionarlo y no de evadirlo con muros que se limpian con un buen borrador.
El antimonumento se imagina, por antonomasia, desde abajo, desde la polifonía no jerárquica de lo común, es expresión viva en el que la ciudadanía reclama el derecho y la afirmación de su capacidad y creatividad colectiva para forjar la vida: espacios vividos de significación y de cuestionamiento de los significados establecidos: también los de los arquitectos.
Referencias:
Me gusta pensar que la arquitectura, si se presume no sólo como actividad instrumental, sino como forma de pensamiento, produce [...]
Desde su concepción, los pabellones han presentado un abanico de posibilidades para que los arquitectos experimenten libremente con la forma [...]