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Reportando desde enfrente (IV): La Fenice

Reportando desde enfrente (IV): La Fenice

5 junio, 2016
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

Según escribe Jorge Luis Borges en su Libro de los seres imaginarios, era razonable que los egipcios, que buscaron la eternidad en efigies monumentales, pirámides de piedra y momias, hayan visto nacer también “el mito de un pájaro inmortal y periódico:” el ave fénix. Borges cita un pasaje de Heródoto, quien habla de un ave que sólo va a Egipto cada quinientos años, cuando su padre muere, para llevar el cuerpo al Templo del Sol, donde lo incinera. En el mito el pájaro de tan larga vida al final se confundió con su padre y es él mismo quien renace de sus cenizas. Cuando en 1792 se logró terminar y abrir el teatro que en Venecia sustituía al de San Benedetto, destruido por un incendio en 1774, lo bautizaron como La Fenice, el fénix. El nombre fue casi una condena pues en 1836 el teatro se volvió a quemar. Se reconstruyó en tan sólo un año pero volvió a incendiarse en 1996, destruyéndose por completo. Aldo Rossi se hizo cargo de restaurarlo como era y donde estaba.

Como el ave fénix y el teatro que tomó su nombre al resurgir de sus cenizas, la arquitectura muere y renace cada dos años entre los canales venecianos. Es una exageración, por supuesto, pero el modelo es casi ese: se sacrifica al padre para que el hijo vuelva por su cuerpo y lo haga renacer. Se trata no sólo de presentar lo más reciente y lo más importante de la creación contemporánea, sino de, a partir de eso, marcar el rumbo a lo que vendrá. La arquitectura es el terco renacido que cada dos años, bajo la mirada siempre inevitable y afortunadamente parcial de los directores en turno, vuelve por sus fueros a demostrar que no ha muerto. La primera bienal veneciana de arquitectura en forma, en 1980, inauguró ese ritual simbólico casi desde el nombre: La presencnia del pasado. Dirigida por Paolo Portoghesi, la muestra presentó la Strada Novissima que, en su novedad restauradora de viejas formas, fue para algunos el altar de sacrificio de una modernidad que ya llevaba algunas décadas desgastándose —y que según apuntó Charles Jencks con precisión forense, había muerto realmente unos años antes, el 15 de julio de 1972 a las 3:32 de la tarde.

Jürgen Habermas acusó traición a las incumplidas promesas de la modernidad y la novedad nació cansada quizá por aceleración: su ciclo de vida y muerte y renacimiento tiene una velocidad mucho mayor que la del ave fénix. Con el tiempo, a la wunderkammer en esteroides —y alguna otra droga sintética, sin duda—, la bienal poco a poco le sumó consciencia —o eso quiso hacernos creer. Se abogó por más ética en vez de tanta y superflua estética (2000, dirigida por Massimiliano Fuksas), primer aviso contra la espectacularidad arquitectónica; algunos años después por la ciudad como espacio originario y problemático a la vez de la arquitectura y la sociedad (2006, Richard Burdett), el suelo común (2012, David Chipperfield) sobre el que todos nos encontramos (2010, Kazuyo Sejima). Al final, se cerró el círculo volviendo a lo fundamental (2014, Rem Koolhaas) que son los pisos y los techos, las puertas y las ventanas, las escaleras y las rampas, que hoy no se codifican sólo y ni siquiera primordialmente en tratados arquitectónicos o manuales normativos sino en códigos, reglamentos y, sobre todo, catálogos comerciales. Fin de la historia.

Pero la historia nunca termina. No la de la arquitectura, al menos. Siempre está presente —lo advirtió el título de la primera bienal—, reinventándose desde sus cenizas. Reinventarse a partir de híbridos monstruosos que toman del Partenón y de un automóvil con total desparpajo es el gesto arquitectónico por excelencia. Sólo así, renaciendo como un fénix, hay arquitectura —que no ha sido nunca nada más y simplemente la construcción de edificios. La historia vuelve a empezar porque los arquitectos hacen falta, ahí en el frente, donde la necesidad apremia —aunque hay que definir dónde y qué es eso—, incluso para decir cuándo hay arquitectura sin arquitectos. O al menos eso suponemos al reunirnos, cada dos años aquí, cada otros tantos en distintas ciudades, preguntándonos por el sentido y el significado —y mejor en plural: los sentidos y significados— de lo que hacemos. Quizá, como dijo Heródoto del ave fénix, eso, la arquitectura, es algo de lo que nos han hablado y hemos visto en imágenes, pero que no conocemos realmente.

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