Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
12 junio, 2024
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
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Hubo una vez, hace algo más de cinco siglos y medio, para ser más precisos, un mundo que se pensaba único y no imaginaba nada más allá de los confines de lo conocido, sino es que monstruos o potencias divinas. Es el mundo descrito en el disco metálico que pasó a ser parte de la colección de Stefano Borgia. No era el único mundo. Había otros, al mismo tiempo, que también se pensaban únicos e imaginaban que más allá de los límites de lo conocido habitaban potencias divinas, demonios o nada. Pero ese mundo —y, de hecho, no todo lo descrito en el disco de la colección de Borgia sino aquél al que éste pertenecía— expandió sus confines hasta hacer que el planeta entero fuera su mundo. Aunque dicha expansión está relacionada con el descubrimiento de América, esa no es la causa principal. Sabemos que lo que llamamos hoy América fue “descubierta” varias veces antes de que Cristobal Colón lo hiciera en 1492. Pero, entre otras cosas que no cabe ahora enumerar, una de las grandes diferencias es que ese mundo hizo a los nuevos mundos parte del suyo, bajo un condición particular. En ese mundo, la relación con la tierra —como terreno y como entorno y, además, base del mundo mismo— había empezado a cambiar a partir del siglo XIII, cuando la propiedad privada de la tierra comenzó a hacerse cada vez más común, hasta llegar a eliminar casi por completo cualquier otra manera de ocupar o estar en la tierra, empezando por aquella que la considera algo común.
Historia larga simplificada en extremo: ese mundo se impuso como el único mundo y junto a un crecimiento y desarrollo económico y material sin precedentes en la historia humana —eso que llamamos progreso y que el melancólico ángel de la historia de Benjamin veía como una acumulación de destrozos y ruinas—, los otros mundos, desde sus tierras hasta sus gentes, pasando por minerales, plantas y animales y hombres y mujeres con sus culturas enteras, fueron tomadas como meros recursos naturales. Gracias a esos recursos, se alimentó la voluntad de ir cada vez más lejos y más rápido, de construir cada vez más grande y más alto, de acumular, de transformar. No se pueden negar los muchos beneficios que eso trajo para… ¿podemos decir, sin más, humanidad cuando la fuerza que alimentó la maquinaria del progreso se alimentó en buena parte con recursos que se tuvieron prácticamente por gratuitos y que incluyeron otras vidas y otras culturas?
Esas cosas baratas —sin costo pues están ahí, en las orillas del mundo—, como las califican Jason W. Moore y Raj Patel en su libro A History of the World in Seven Cheap Things, incluyen: la naturaleza, el trabajo, el dinero, el cuidado, la comida, la energía y la vida (de otros, claro). Y, dado que la propiedad privada ya existe, pueden apropiarse con el simple trazo de una línea en un mapa —haga el trazo un Papa, un agrimensor vuelto presidente de un estado colonial o una organización internacional. A la larga, el tener a todo eso como recursos a la mano y considerarlos también como inagotables, llevaron al mundo (y al planeta donde los otros mundos aún persisten) a un estado de crisis entre perpetua e insuperable.
Ante ese escenario, hay quienes han señalado la necesidad de modificar ciertas jerarquías conceptuales. Dejemos de lado, por ahora, el tema de la propiedad privada de la tierra. Pensemos en la creatividad, el desarrollo y la innovación que muchos creen son ingredientes indispensables del también inevitable progreso. Contra o, más bien, junto a eso, hay quienes apuntan a modos de hacer que, más que producir buscan mantener. Y, si asumimos como cierta la máxima de que “nada se crea y nada se destruye, sólo se transforma”, habría que pensar que, entonces, la diferencia está en las maneras de transformar: sin mayores consideraciones por aquello que, en el transformar, se modifica, o con cuidado y atención, asumiéndonos no como dueños, sino como quien está a cargo, sólo por un tiempo definido, de algo que nos trasciende. La vida misma, el mundo o, más bien, los distintos mundos posibles. El planeta. Es tiempo, dicen algunos, de reparar.
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Hace varias décadas, el arquitecto y matemático Christopher Alexander escribió:
Hay una visión fundamental del mundo. Dice que cuando construyes algo no puedes simplemente construirlo de forma aislada, sino que también debes reparar el mundo que lo rodea y dentro de él, de modo que el mundo más grande en ese lugar, se vuelva más coherente y más completo; y lo que haces ocupe su lugar en la red de la naturaleza a medida que lo haces.
Dicho como máxima, se trata de no destruir para construir. Aunque eso parece imposible de cumplirse a cabalidad y más en nuestros tiempos. Habría que ser, quizá, que acotar a no destruir más de la cuenta, ni afectar negativamente a lxs más vulnerables, para construir. Se puede añadir otra máxima, que parecería radical: reparar es mejor que construir algo nuevo.
Entre arquitectos y arquitectas con reconocimiento —legal, académico, mediático— ya hay ejemplos de quienes, sea en casos particulares o como práctica general. Hasta con Pritzker. Pero esa práctica es más amplia que lo que confina la disciplina. Y más antigua. Jacques Tati la mostró con un guiño irónico en varias de sus películas, como al contrastar la moderna y funcional Villa Arpel con el aparentemente caótico edificio donde vive Monsieur Hulot, interpretado por el mismo Tati. La versión arquitectura pura de esa dupla podrían encarnarla, de un lado, Monsieur Mies y, del otro, Monsieur Kroll.
Pero no se trata sólo de reparar, en el sentido de arreglar, componer y cuidar de algo ya existente, sino de asumir que las grandes transformaciones que ha producido y sigue produciendo el progreso, dejaron daños colaterales mayores y, muchas veces, ignorados o desestimados. Si, como escribió Benjamin, “no hay documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie”, tampoco hay, parece, elemento de progreso que no sea, a su vez, elemento no de retroceso, sino de subyugación o abuso o, de menos, de un dominio no del todo justo. Ahí entran los otros sentidos de reparar: enmendar, remediar, desagraviar, restablecer. Y, también, satisfacer al ofendido. Lo que legal y judicialmente se conoce como reparaciones.
El arquitecto brasileño Paulo Tavares ha planteado la idea de una arquitectura de reparación, afirmando que se trata de una forma de compromiso, de un reconocimiento de historias olvidadas que cuestionan el canon aceptado —o impuesto. Dice que la arquitectura de reparación reposiciona la relación que tenemos con el patrimonio; que no es simbólica sino que es material, territorial y ecológica y que juega un papel activo, incluyendo el de una economía. La arquitectura de reparación —sigue Tavares— es política. Es una arquitectura al mismo tiempo localizada —específica y particular— y especulativa que habita tanto en la historia como en el futuro.
Por su parte, en el número del Journal of Architectural Education dedicado al tema, Reparations!, V. Mitch McEwen, Cruz García, Nathalie Frankowski escriben:
Pensar seriamente en las reparaciones es abordar un campo cuántico de cuestiones arquitectónicas, históricas, legales, poéticas, económicas, activistas, políticas, revolucionarias y artísticas. Si la justicia requiere un marco ético o de gobierno colectivo, su realización requiere modos de derecho, políticas y adjudicaciones. En el sistema actual, la justicia está en gran medida mediada por contratos y procesos. Sin embargo, si la arquitectura aspira a la justicia, ciertamente no puede contar con procesos y contratos arquitectónicos convencionales para llegar allí.
La arquitectura misma, pues, para asumir su papel para reparar al mundo —incluyendo las muchas reparaciones necesarias— debe repararse ella misma como disciplina, reimaginarse.
Para Benjamin, de nuevo, una de las responsabilidades pero, al mismo tiempo, de las capacidades de cada generación se encuentra en la redención de agravios, daños e injusticias pasadas, de su reparación, pues:
El pasado lleva un índice oculto que no deja de remitirlo a la redención. […] Si es así, un secreto compromiso de encuentro está entonces vigente entre las generaciones del pasado y la nuestra. Es decir: éramos esperados sobre la tierra. También a nosotros, entonces, como a toda otra generación, nos ha sido conferida una débil fuerza mesiánica a la que el pasado tiene derecho de dirigir sus reclamos.
El politólogo francés Johann Michel escribió un libro titulado Lo reparable y lo irreparable. Ahí escribió:
¿Qué revela la reparación acerca del ser humano? En primer lugar, su vulnerabilidad (natural), su falibilidad (moral), su estado de incompletirud (social), a la par de un conjunto de capacidades que moviliza la reparación para conjurar los efectos de todo esto. Es en el corazón de la finitud humana donde la reparación cobra sentido.
¿Qué revela la reparación acerca de la arquitectura? ¿Y cómo puede la arquitectura reparar y repararse para también asumir la reparación como una de sus tareas, y no menor? La próxima edición de Mextrópoli y el número de septiembre de la revista Arquine, intentarán decir y mostrar algo al respecto.
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