José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
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¡Felices fiestas!
28 julio, 2017
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
Días después del asesinato de Lesvy Osorio en el campus de Ciudad Universitaria de la Universidad Nacional Autónoma de México, los estudiantes anunciaban “la megapeda”, un evento que celebra el fin de semestre y que se realiza en las inmediaciones de Las Islas. La UNAM implementó un operativo de seguridad que consistía en solicitar credenciales de alumno a la entrada de las facultades, además de instalar letreros en los que se leía si vas a tomar, que sólo sean buenas decisiones, slogan acompañado de fotografías alarmistas que mostraban lo que ocurre durante la “bacanal” estudiantil. Estos letreros, por supuesto, son una toma de posición institucional, un discurso que representó, en el mejor registro de la prensa amarilla, la decadencia moral de los estudiantes que sucumben al vicio. Con eso, podríamos inferir que no es imposible para la universidad tomar partido ante ciertas circunstancias contrarias a la vida que se desea llevar dentro de Ciudad Universitaria. Pero ante una mujer muerta, la máxima casa de estudios sólo respondió con un silencio neutralizador, con la frase protocolaria “esto es muy grave, y por supuesto que vamos a indagar en el caso”. La pregunta necesaria, aunque predecible, es: ¿cuáles son, entonces, las prioridades? ¿Evitar el consumo excesivo de sustancias, o que dentro de un entorno académico se repruebe vocalmente el feminicidio?
Ahora, ampliando un poco más el panorama, enunciemos: ¿qué significa la violencia en las universidades y cuáles son las normativas para regularla? Si nos dirigimos hacia la circunstancia política actual únicamente de Estados Unidos, podemos identificar ciertos síntomas. Aaron Orbey, colaborador de The New Yorker, en un texto titulado Harvard’s Ugly Offshoot Of Campus Meme Culture, reporta cómo existe un racismo activo dentro del campus y también cómo cualquier protesta violenta que se oponga a esto es penada por las autoridades universitarias. Otra arista que vale la pena traer a colación es el debate en torno a la figura de Milo Yiannopulos, orador de ultraderecha que es invitado por múltiples universidades estadounidenses y cuyo discurso, básicamente, se sostiene en insultos misóginos y homofóbicos. Cuando los estudiantes que se oponen a que la universidad destine recursos para programar a personajes así buscan boicotear la presencia de Yiannopulos, la universidad esgrime defensas a la democracia: en los espacios universitarios se tienen que atender todas las voces, lógica que se mantiene hasta que surge la protesta.
En el caso particular de la UNAM, cierta línea de conservadurismo puede trazarse desde los inicios de su historia hasta la actualidad, desde los muralistas que enaltecieron el nacionalismo posrevolucionario para después caricaturizar la homosexualidad de Salvador Novo, pasando por ciertos académicos actuales que rechazan al feminismo como una posible línea de investigación. La inseguridad en la UNAM no sólo se expresa en la fecha de la megapeda, y ni siquiera queda reducida al problema de narcomenudeo existente (para mayor contexto, leer La célula que se infiltró en la UNAM, texto de Héctor de Mauleón que cita un reporte de David Fuentes sobre cómo se vende marihuana a los ojos de la vigilancia y a plena luz del día). El campus de la UNAM es todavía más complejo, por tratarse de un espacio académico al tiempo que espacio público. Ciudad Universitaria alberga minorías sexuales, raciales y demográficas, además de tensiones políticas sumamente delicadas que, lejos del pudor liberal, demandan posturas mucho más radicales, a la manera del rector Javier Barros Sierra quien, en los sesenta, reprobó públicamente el ingreso de la fuerza pública al campus y participó en manifestaciones por lo ocurrido el 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas.
En cambio, ¿qué clase de discusión es la que se propone? Levantar, durante el periodo vacacional, una reja que permita el acceso únicamente a los estudiantes. Además, instalar cámaras de vigilancia e iluminar mejor ciertas zonas mucho más alejadas del campus central. En primera instancia, no se trata de una medida completamente reprobable: la UNAM está reconociendo públicamente un problema de inseguridad. Pero, si miramos con mayor detenimiento, este proceder pareciera neutralizar toda una discusión que es necesaria, sin mencionar el desafortunado momento simbólico en que la UNAM decide levantar una suerte de muro fronterizo entre el campus y una capital que, a pesar de la ingenuidad negacionista, también forma parte de un país tomado por el narcotráfico. La reja y las cámaras, y tal vez cualquier otra normativa que busque presentarse como una solución, no serán más que paliativos ante un territorio tan difícil como es Ciudad Universitaria. La reja se levanta y el consumo de drogas se queda dentro de todas maneras, así como las denuncias por acoso, la precariedad sanitaria, el despotismo académico y un largo etcétera. Habría que pasar de las soluciones inmediatas a la verdadera confrontación de ideas, de esa democracia que neutraliza toda crítica a un encuentro entre todos los actores involucrados en la vida cotidiana de CU. Si un campus de dimensiones tan grandes pudo crear un consenso e irse a paro después de lo ocurrido en Ayotzinapa, ¿por qué pareciera una utopía pensar en una asamblea en que las mujeres vocalicen sus demandas ante las autoridades y los consejos estudiantiles? ¿Por qué huir ante la idea de una discusión totalmente abierta sobre la legalización de las drogas y que sea sostenida no sólo por las autoridades y los expertos, sino que también involucre a estudiantes? ¿Por qué seguir sosteniendo una mímica policial que dice sancionar el mal uso de las instalaciones del campus y no tomar partido cuando ocurren feminicidios? Dudo mucho que quienes protestan contra la inseguridad en Ciudad Universitaria hayan estado buscando una reja, unas cámaras y más alumbrado.
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