Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
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¡Felices fiestas!
30 junio, 2020
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Cuando hoy hablamos de transporte, concentramos casi toda nuestra atención en el automóvil. Esto resulta natural pues es el automóvil lo que lleva la mayoría de los movimientos humanos y de bienes sobre tierra. Al hacerlo, sin embargo, cometemos dos errores básicos. Primero, nos concentramos en el transporte y olvidamos que lo importante es el movimiento, y que gran parte del movimiento puede y debe llevarse acabo sin utilizar ningún medio de transporte sino utilizando sólo sus músculos. El segundo error es que nos concentramos demasiado en el automóvil, ya que es el medio de transporte que vemos con más frecuencia a nuestro rededor en la ciudad. Si queremos enfrentar los problemas del movimiento en general, de los que el transporte es una parte, debemos pensar en todos los medios de transporte, pasados, presente y futuros, y en su desarrollo. Cualquier acercamiento sistemático al problema requerirá ese tipo de consideración.
Lo anterior, inicio del ensayo “Hombre, ciudad y automóvil”
, lo escribió Constantinos Doxiadis, arquitecto y urbanista, en 1969. Unos años después André Gorz escribió su breve y conocido ensayo “La ideología social de la carcacha” —aunque generalmente se traduce como La ideología social del automóvil, Gorz habla de bagnoles, que denota un coche algo usado, quizá ya viejo y maltratado, aunque el uso que le da Gorz implica, de cierto modo, que ningún automóvil, incluyendo el más nuevo y lujoso, puede evitar su condición de carcacha. “El profundo defecto de las carcachas, es que son como los castillos o las villas en la costa: bienes suntuarios inventados para el placer exclusivo de una minoría pudiente y que nada, en su concepción y naturaleza, los destina al pueblo.” Al igual que una villa en la costa, dice Gorz, una carcacha ocupa un espacio raro: “¿no despoja a otros usuarios de la calle (peatones, ciclistas, usuarios de tranvías o de autobuses)? ¿No pierde todo su valor de uso cuando todo mundo usa su propio auto?” Gorz apunta dos aspectos del automovilismo que abonan a esa situación.
Primero, “el automovilismo masivo materializa el triunfo absoluto de la ideología burguesa al nivel de las prácticas cotidianas: funda y mantiene en cada uno la creencia ilusoria de que cada individuo puede prevalecer y sacar ventaja a expensas de todos. El egoísmo agresivo y cruel del conductor que, a cada minuto, asesina simbólicamente a «los otros», a quienes percibe más como estorbos y obstáculos materiales para su propia velocidad, ese egoísmo agresivo y competitivo es el advenimiento, gracias al automovilismo cotidiano, de un comportamiento universalmente burgués.” En segundo lugar, “el automóvil, sigue Gorz, ofrece un ejemplo contradictorio de un objeto de lujo que ha perdido valor pro su misma difusión. Pero esa pérdida de valor práctico no ha implicado, aún, una pérdida de valor ideológico.”
Gorz cita en su ensayo otro texto hoy bastante conocido, escrito por su amigo Ivan Illich y publicado en 1973: Energía y equidad. Ahí, Illich escribe: “En el momento en que una sociedad se hace tributaria del transporte, no sólo para los viajes ocasionales sino para sus desplazamientos cotidianos, se pone de manifiesto la contradicción entre justicia social y energía motorizada, es decir, entre la libertad de la persona y la mecanización de la ruta.” Como Gorz después de él, Illich también diferencia entre movimiento y transporte, utilizando otros términos. “Por circulación designo —escribe Illich— todo desplazamiento de personas” —aclarando en otra parte que la circulación de bienes a escala masiva es un asunto distinto. “Llamo tránsito a los movimientos que se hacen con energía muscular del hombre y transporte a aquellos que recurren a motores mecánicos para trasladar hombres y bultos.” El problema surge cuando el transporte domina sobre el tránsito, sobre todo el transporte en automóviles privados —incluso cuando, como es el caso en la Ciudad de México, ese dominio es de una minoría de personas. “La circulación mecánica, agrega, no solamente tiene un efecto destructor sobre el ambiente físico, ahonda las disfunciones económicas y carcome el tiempo ye el espacio.” Como por su parte afirma Gorz, “si el coche tiene que prevalecer a toda costa no existe más que una solución: suprimir las ciudades.”
En su texto, Doxiadis plantea en un apartado que “el automóvil daña la ciudad y hiere al hombre”, y desglosa esos efectos en cinco puntos. Primero, “el automóvil interfiere con al escala humana y ha arruinado completamente lo que está afuera de las casas y los edificios”. La cohabitación en la ciudad con el automóvil, añade, ha obligado a las personas a “abandonar sus caminos y sus plazas y resguardarse del peligro en el interior, al lado o debajo de los edificios.” En segundo lugar, “el automóvil crea problemas mucho más allá que el espacio cubierto por su cuerpo de acero”: contamina, hace ruido, estorba. El automóvil, tercer punto, ha disuelto el tejido social, aumentando las distancias entre las personas. Y no se puede dejar de subrayar este punto: el automóvil no sirve para librar grandes distancias en las ciudades, al contrario: las produce. En cuarto lugar, “el automóvil ha puesto mayores partes del campo en contacto con la ciudad”. Atrae más gente a esa zona borrosa entre ciudad y campo que no es ni una ni lo otro. Por último, para Doxiadis los automóviles rompen los centros de las ciudades al sobrecargarlos. Para balancear, Doxiadis apunta tres puntos positivos del automóvil: ayudó a que las ciudades crecieran más allá de sus límites —aunque esto choca con varios de los puntos anteriores. En segundo lugar, dice, el automóvil permite al hombre ir a donde quiera —aunque, atendiendo a Illich esto no es cierto, pues el automóvil sirve básicamente a ciertas clases sociales y por otro lado, siguiendo a Gorz, entre a más ofrezca esa libertad de movimiento menos eficiente resulta para cumplirla.
A diferencia de Illich y Gorz, Doxiadis no ambiciona desaparecer al automóvil, al contrario, pensaba que se requerían más, pero controlados pues también piensa que hemos concentrado nuestra atención solamente en ese medio de transporte. Su argumento es que en el sistema ciudad-hombre-automóvil hay algo que no funciona y supone que es un problema de escala: el auto funciona bien a ciertas distancias y velocidades, no a las de la ciudad. Por eso propone remover al automóvil de la escala pequeña, en “barrios y comunidades que serían servidas por el automóvil pero no atravesadas por él”. También pensaba que el mismo automóvil debía tener distintas escalas y tipos: “del pequeño e individual, de baja velocidad, al grande y comunitario, de alta velocidad, con distintos sistemas viales”.
Estas ideas sobre los efectos del uso de automóviles en las ciudades, planteados al menos desde hace 50 años y que diversas personas y colectivos han buscado implementar cada vez con mayor éxito pero, también, enfrentándose al rechazo a veces total de quienes han construido no sólo su realidad cotidiana sino su imaginario de movilidad urbana sólo alrededor del automóvil, hoy, en tiempos de crisis climática y pandemia de covid-19, aún más pertinentes. En un artículo publicado en el New York Times el 20 de junio, “Take Back the Streets From the Automobile”, Justin Gillis y Heather Thompson escriben:
“Hoy, la pandemia de coronavirus, con todo su horror, abre la posibilidad de un cambio urbano radical. Las ciudades tienen la oportunidad de corregir su más grande error del siglo XX: haber entregado demasiado espacio público al automóvil. Las ciudades deben aprovechar el momento y moverse rápidamente. Necesitamos encontrar un mejor balance entre los autos en nuestras calles y los ciclistas y peatones quienes, por décadas, han sido descuidados y empujados al margen.”
En México, Carina Arvizu, subsecretaria de Desarrollo Urbano y Vivienda, y Martha Delgado, subsecretaria de Asuntos Multilaterales y Derechos Humanos, escribieron en el semanario Este País un texto titulado “Distancias en la ciudad”, en el que hablan del “nuevo reparto del espacio vial” que se ha dado, como en muchas otras ciudades del mundo, en la Ciudad de México y plantean que:
Las soluciones temporales descritas deben ir acompañadas de un replanteamiento sobre la distribución espacial de las funciones de las ciudades. Llegó el momento de hacer efectivo el derecho a la ciudad, que urbanistas como Lefebvre (1967) y Harvey (2008) han apuntado. No se trata únicamente de lograr que todas las personas tengan acceso a los beneficios que ofrece la ciudad, sino también de que ellas puedan incidir y transformar su entorno: darles poder. Estas soluciones van de la mano de una efectiva planeación del territorio, con reglas claras, justas y eficaces.”
La National Association of City Transportation Officials, presidida por Janette Sadik-Khan, antigua comisionada del Departamento de Transporte de la ciudad de Nueva York, publicó un documento titulado Streets for Pandemic. Response & Recovery —del que provienen las ilustraciones de esta nota. “Estamos en un momento en que requerimos mantener distancia física para proteger la salud pública y las calles necesitan hacer más que lo acostumbrado. Las calles deben configurarse de manera que la gente pueda moverse de manera segura por la ciudad. […] Las calles y ciudades que vemos al otro lado de la pandemia serán diferentes de las que conocimos tan sólo hace unos meses atrás.” El documento apunta que “comúnmente existe suficiente espacio en las calles para guardar distancia física, pero mucho de ese espacio en la actualidad se le asigna por defecto a los vehículos automotores.” ¿La solución? Eliminar espacios para estacionarse a lo largo de la banqueta; reducir el tamaño de los carriles para autos; designar calles como de acceso local únicamente; cerrar carriles o calles enteras a la circulación de vehículos automotores.
Lo que hay que hacer en las ciudades en relación a la movilidad o circulación es claro —lo es desde hace al menos 50 años, como ya vimos. El coche debe desaparecer o por lo pronto, en lo que desaparece, limitarse su uso, velocidad y circulación —además de asegurar que sus usuarios se hagan cargo de las externalidades negativas de sus vehículos: pagando tenencia y pagando por estacionarse en la vía pública, por ejemplo. Habrá oposición de muchos obsesivos defensores del automóvil —ya la hemos visito, de hecho— pero ahora la necesidad es evidente, que no nueva: los efectos negativos del automóvil para la salud pública ya eran demasiados, sólo ahora se suma la necesidad de guardar distancia al deseo de recuperar las calles.
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