Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
25 enero, 2017
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Bernie Krause es músico y ecologista y ha unido esos dos intereses en el estudio de los paisajes sonoros o soundscapes. Krause graba durante varias horas al día, durante varios días al mes, en distintos meses y distintos años, los sonidos de algún lugar específico. Luego analiza y compara las grabaciones y descubre las múltiples texturas, por llamarles de ese modo, que producen los seres vivos qua habitan una zona. En una plática TED, Krause presentó varias grabaciones realizadas en Lincoln Meadow, cerca de San Francisco. Junto a las grabaciones muestra imágenes del bosque antes y después de ser talado selectivamente. El aspecto general, en ambas fotografías, es casi idéntico. La imagen parecería demostrar que una explotación racional del entorno permite, al mismo tiempo, mantener e incluso incrementar las ganancias y conservar el medio ambiente. Todos ganan. Pero las grabaciones de Krause nos dicen, literalmente, otra cosa. La grabación posterior a la tala selectiva ha perdido profundidad. Algunas frecuencias ya no están y la textura se ha simplificado, resultando mucho más homogénea. Ni modo: algunos bichos habrán desaparecido y ese es el precio por mantener la explotación y el bosque al mismo tiempo —sólo que del bosque ahora sólo queda la apariencia y es falso que todos hayan ganado: unos ya lo perdieron todo y otros, los que explotan el bosque y que, hay que decirlo, no viven en él, ganan más que el resto.
Rob Fitch murió en Nueva York el 4 de marzo del 2011. Tenía 72 años. Fitch nació en Chicago pero desde sus años de estudiante había vivido en Nueva York, ciudad que le apasionaba. A mediados de los años 70 un editor le pidió un texto, de unas tres mil palabras, en el que explicara “todo lo que estaba mal en Nueva York.” Le dio un mes para entregarlo. Más de quince años después tenía listo un texto de unas 150 mil palabras que se publicó en 1996 con el título El asesinato de Nueva York. La tesis de Fitch es simple: que la desaparición de la riqueza productiva y de la diversidad manufacturera de Nueva York no se debió al simple desarrollo de la ciudad y su economía sino que es resultado de planes y decisiones particulares que propiciaron y aceleraron esos cambios que, dicho sea de paso, no se dieron sin que algunos perdieran mucho o todo y pocos ganaran mucho o casi todo. A la contundencia de la tesis correspondió una ardua y profunda investigación. De ahí la década y media que invirtió Fitch en el texto. Sus conclusiones no son las de una burda teoría de la conspiración sino que muestran cómo una serie de decisiones y de acciones, en principio aisladas pero a largo plazo concurrentes, hicieron de Nueva York una monocultura —el equivalente de un monocultivo en un terreno— donde el mayor, casi único beneficiario fue la ideología FIRE (Finance, Insurance and Real Estate). Poco a poco, ciertas actividades —para algunos, menos redituables— fueron expulsadas en los planes de desarrollo urbano de la isla. No se trató de un desarrollo social o personal de los habitantes sino de un proceso de desarrollo inmobiliario en el que aquellos incapaces —y habría que ser cuidadosos en tratar de entender de dónde viene dicha incapacidad— de satisfacer los nuevos requerimientos económicos y productivos de la ciudad fueron excluidos.
“En la ciudad —dice Fitch— tenía lugar un inexorable desplazamiento hacia industrias de cuello blanco y los negros y puertorriqueños sólo tenían habilidades de cuello azul.” Fitch proporciona cifras sobre el aumento del desempleo en ciertos sectores y, por otro lado, los beneficios fiscales que la ciudad otorgaba a otros grupos —curiosamente, los más beneficiados económicamente— a costa de crear deuda pública. Da cuenta, por ejemplo, de que en 1962 la Autoridad del puerto expulsó a 33 mil trabajadores y pequeños empresarios del distrito eléctrico para abrir el espacio que ocuparía el World Trade Center. Buena parte de esos metros cuadrados de oficinas construidas permanecieron desocupados durante varios años, generando pérdidas que, al final, no serían absorbidas por los inversionistas sino por la ciudad. La presión inmobiliaria para construir más oficinas hizo que la construcción de vivienda disminuyera drásticamente y que el costo de las mismas aumentara al grado de que, a finales de los años 80, los niuyorquinos debían pagar de renta un porcentaje mayor de su salario que el habitante de cualquier otra ciudad de los Estados Unidos —y no por una supuesta mejora en los servicios públicos generales sino por que era eso o no vivir ahí.
La crisis financiera y urbana que sufrió Nueva York en los años 70 no fue, según los análisis y estudios de Fitch, resultado de condiciones locales o globales surgidas en ese momento o poco antes. Las progresivas transformaciones de la ciudad de Nueva York tuvieron su origen, según explica, en el Plan Regional para Nueva York y sus alrededores, publicado entre 1929 y 1931, justo en los años de la gran depresión. El historiador urbano Robert Fishman dice que aquél plan veía en la industrialización y la comunicación los dos aspectos centrales para el ordenamiento de Nueva York. La segunda permitiría sacar a la industria de Manhattan, a un radio de más de veinte millas. Se buscaba así ofrecerle a la industria las mejores conexiones hacia el exterior de la región y liberar a Manhattan de la congestión enviando fuera, junto con la industria, a más de 420 mil trabajadores. “El plan preveía, por tanto, la gentrificación de Manhattan y la industrialización de la región como un único plan coordinado,” dice Fishman. Cincuenta años después del Plan Regional, en 1979, según cita Fitch, David Rockefeller dirá ante la Cámara de Comercio de Staten Island: “creo en el viejo dicho: «no puedes hacer un omelet sin romper los huevos.» Y también creo que una ciudad no puede sobrevivir sin rejuvenecer constantemente. Frecuentemente esto implica grandes proyectos y cambios mayores —como Lincoln Center, Las Naciones Unidas, Rockefeller Center, Chase Manhattan Plaza, Rockefeller University, Morningside Heights y el World Trade Center.” ¿Hay que contar cuántos de estos grandes proyectos fueron, al mismo tiempo, grandes negocios de la familia Rockefeller que gozaron de apoyo fiscal y normativo por parte del gobierno de la ciudad? Los huevos que David Rockefeller rompía eran casi siempre ajenos.
Para algunos el título del libro de Fitch parecerá exagerado. ¿El asesinato de Nueva York? ¿Hay ciudad más viva, vibrante, culturalmente diversa y propositiva que Nueva York? Para decirlo, evitando caer en el asombro superficial del turista ataviado con su camiseta con el logo diseñado por Milton Glaser estampado al frente, habría que preguntarse qué queremos decir con esos términos y, sobre todo, para quién hacen sentido. No sería del todo equivocado suponer que, de poderse hacer un registro a lo largo del tiempo de la diversidad como el que realiza Bernie Krause con el sonido en un bosque, Manhattan y parte de los otros cuatro distritos de Nueva York sonarían hoy con menos profundidad, aplanados o, más bien, ecualizados, producto del equivalente urbano de la tala selectiva.
En 1950 se estrenó la película de Luis Buñuel Los olvidados que, pese a estar basada íntegramente en hechos de la vida real y todos sus personajes ser auténticos —o precisamente por eso— más que incomodó al gobierno mexicano. Acaso no los convenció el inicio —¿irónico?— en el que Buñuel afirma la modernidad de la ciudad de México y la compara con París, Londres o Nueva York, donde también hay multitudes dejadas de lado, sobre todo niños y adolescentes excluidos, olvidados. Un problema cuya solución, deja claro la película, está en manos de “las fuerzas progresivas de la sociedad.”
La ciudad de México no es el Distrito Federal. Nunca lo fue. El que recientemente el gobierno local haya logrado el cambio de nombre no dice otra cosa. La ciudad, a la que por varias décadas le quedó grande el DF —que se estableció con ese nombre pero distinto territorio en 1824— un día se puso a crecer y rebasó esos límites políticos sin por tanto cubrir toda su área. La ciudad de México, con sus más de 20 millones, según dónde terminemos de contar, se extiende territorialmente al oriente, al norte y al poniente mucho más que al sur. El que los límites del viejo Distrito Federal y los de la ciudad no coincidan no es mera anécdota o afán de precisión. Tiene implicaciones políticas, legales, económicas, sociales e incluso, por supuesto, urbanas y ambientales. Cruzar la calle puede hacer que se dejen de tener los derechos que se tenían una cuadra antes. Vivir en cierta zona puede implicar un costo distinto del transporte público —en concesión a particulares: el de la ciudad mantiene su precio constante pero sólo en excepciones rebasa los límites del xDF, que no de la ciudad que, aun gozando de cierta autonomía política recién adquirida, sigue dependiendo económica y financieramente de la federación, que mantiene aun la mayoría de sus oficinas centrales y de los poderes de la República dentro de los límites de lo que, precisamente por eso, se llamó Distrito Federal. En la ciudad viven más de los que duermen, pero casi todos éstos pagan más impuestos que aquellos por vivir y dormir ahí. No todos tienen los mismos servicios. Falta agua en Santa Fe y falta agua en Iztapalapa y en ambas zonas las banquetas son prácticamente inexistentes, pero sus condiciones son muy distintas. En Iztapalapa, también, se usa tanto o más la bicicleta que en la Condesa o la Roma, pero allá no llega el sistema de bicis compartidas —al paso que vamos, cubrirá la ciudad entera con suerte al festejar el cambio de siglo. Hay zonas de la ciudad donde el transporte es escaso y cuesta más por eso mismo, tanto en dinero como en tiempo. Generalmente en esas zonas sus habitantes tienen ingresos más bajos que en las bien atendidas. Varios desarrollos notables en la ciudad fueron destinados a la clase media o alta, desde El Pedregal hasta Ciudad Satélite y desde, otra vez, Santa Fe hasta las Granadas —que se cambiaron de nombre por presunción y pena. Sin embargo, los efectos de la muy deficiente planeación en infraestructura y servicios públicos, sobre todo de transporte, en esas zonas, los pagamos todos, hasta los habitantes de la ciudad de México que se quedaron fuera cuando el Distrito Federal se quedó con el nombre.
A esas condiciones, la ciudad de México le suma la poca y mala planeación y la preferencia por las obras de ocasión que sólo celebra el gobierno en turno y los encargados de realizarlas, la no poca corrupción y el magro estado de sus finanzas internas, amén de una burocracia de un calibre inversamente proporcional al de sus ingresos. ¿Qué hay que hacer y qué se puede hacer? Para invertir en lo que hace falta se necesita dinero —aunque no sólo, también y, quizás, ante todo, mejor e inteligente planeación y gestión de los proyectos, transparencia en su asignación y responsabilidad en su ejecución. Suponer que para que la ciudad tenga mayores ingresos hace falta mayor recaudación, sobre todo del impuesto predial, parece una obviedad, pero una obviedad que ignora la gran, terrible diferencia de condiciones económicas entre los habitantes de la ciudad y el hecho de que la organización territorial, política y fiscal de la ciudad no reconoce, como ya se dijo, su compleja condición. ¿Se le pueden cobrar mayores impuestos a quienes no tienen los servicios básicos? ¿Se puede cobrar más impuestos incluso a quienes, teniendo dichos servicios, obtienen ingresos apenas suficientes para sobrevivir? Y si la ciudad no puede hacer nada sin mayores ingresos, ¿cómo resolver este entuerto en el que la serpiente se muerde la cola? ¿Que mande quien pague?
En la actualidad, así parece funcionar la ciudad, aunque muchas veces quienes mandan no pagan proporcionalmente y otros pagan mediante mecanismos no regulados. Y muchos más pagan de manera difícil de cuantificar. Quien invierte tres o cuatro horas de su día para trabajar cobrando poco y sin prestaciones en un taller o en la casa de alguien más, ¿cómo cuenta lo que pone de su parte para que la ciudad funcione? Hoy la ciudad se administra de manera velada como un negocio donde quien más tiene más puede —más dinero o más influencias; más poder, pues. Se nos advierten riesgos por venir —sequías e inundaciones y temblores, pero también gobiernos demagógicos o de tinte autoritario— pero, a veces, no vemos el gran peligro ya presente: en esta ciudad —como en el país, como en el mundo, dirán— la política cede al mercado y el político se debe más al empresario que a los ciudadanos, a quienes ven sólo como consumidores. Lo público se privatiza o se entiende nada más como opción para quien no tiene otra oportunidad. Y unos piensan que ni modo: para cambiar y mejorar algunos se quedarán afuera y que ese es el precio por mantener la producción y la ciudad al mismo tiempo —aunque de la ciudad ahora sólo quede la apariencia y además sea falso que todos hayan ganado según lo que pagaron: unos ya lo perdieron todo y otros, los que explotan la ciudad y que, hay que decirlo, no pagaron lo suficiente, ganan siempre más que el resto.
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
Paulo Tavares sostiene que debemos cuestionar radicalmente una de las presuposiciones que sostienen a la arquitectura moderna: que toda arquitectura [...]