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¡Felices fiestas!
7 diciembre, 2023
por Liana Vázquez
A Simón le duele su país. En el 2017 fue apresado y torturado por decir lo que pensaba o por simplemente pensar, que no es lo mismo, pero es igual. Simón está ahora en Miami, y cada día al despertarse en una casa que no es suya ve los grandes edificios y el mar, a donde escapa siempre que puede en un botecito de remos, y bajo el sol inclemente, él es otra vez él. Lleva el nombre de un patriota de su país. Otro Simón que también soñaba con la libertad.
Simón es el protagonista de la película homónima dirigida por Diego Vicentini (Caracas, 1994), que cuenta fragmentos de la historia de un joven dirigente estudiantil, que abandona Venezuela y pide asilo en los Estados Unidos. Yo fui a verla a una sala pequeña de un cine en la Ciudad de México y para el final de la cinta, casi todos los presentes sollozaban en silencio, como si compartieran un dolor, el de la raíz común arrancada de cuajo. Y es que Simón es una película triste que habla del abandono y de la culpa y de la angustia al sentir que das la espalda a tus ideales. Y habla del perdón, devenido única manera de conseguir un poco de paz para seguir a pesar de todo. Pero también es más que eso. Simón te zarandea, te saca de la zona de confort. Coloca en tu imaginario, con una claridad apoteósica, sentires propios que quizás intentabas olvidar o ideas de las que no eras consciente por ser ajenas. Porque si ser migrante es vivir fragmentado y tener la dolorosísima conciencia del ya no pertenecer; el hecho en sí de que el lugar donde está tu raíz te sea tácitamente prohibido, convierte la experiencia de la migración en una manera de vivir agridulce y muchas veces angustiante. Pero a Simón nadie le va a quitar Venezuela, porque su país es parte esencial de sí mismo. Él, podría asegurarlo, va a encontrar la manera de permanecer.
Alexander Apóstol es también venezolano (Barquisimeto, 1969) y ahora mismo una muestra de su autoría, Postura y geometría en la era de la autocracia tropical, puede visitarse en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC). Apóstol ha vivido fuera de Venezuela por más de 20 años y aunque su exilio fue diferente que el de Simón, él también ha encontrado en su hacer una forma de permanencia. Estudió en la Universidad Central de Venezuela entre los años 1986 y 1990 y, como muchos de sus contemporáneos, se involucró con el pensamiento crítico y estético de la época. Su creación visual se ha enfocado desde entonces en la construcción del género y la identidad así como la incidencia del entramado social y político en ambas. En su producción artística, crítica y cuestionadora, ha entretejido la fotografía, la pintura, la instalación, con la identidad, la arquitectura, el cine y la modernidad.
Lo que nunca sospechó Apóstol, fue que todas esas ideas innovadoras, defendidas con fervor en los años universitarios y posteriores, esa búsqueda de lo Moderno como concepto, la juventud como acontecimiento y las pasiones y descubrimientos sexuales, ese elemento visceral que estructuraba su obra, serían aplastados por el desencanto social provocado por un sistema inútil que llevaría de manera inevitable a su país a una crisis económica y política que orillaría a su generación y las siguientes a abandonar la tierra que los había visto ser. Ya para el 2001 su obra era demasiado incómoda y cuestionadora para que las políticas culturales recién instauradas permitieran que se mostrara en espacios estatales. Así, su producción fue censurada y sólo pudo mostrarse en espacios alternativos en territorio venezolano, mientras Apóstol abandonaba su país para continuar creando desde otras geografías.
La obra de Apóstol sigue de cerca a Venezuela porque cuestiona de manera constante lo que hubiera sido. Cuestiona la memoria nostálgica de quien ve sus piezas y las comprende desde su propia existencia. Hay un dilema entre lo que creímos ser y lo que somos, dice uno de los textos que acompaña la muestra. Y hay un dilema entre lo que realmente somos y lo que quieren que seamos, pensaba yo, mientras recorría las salas del MUAC. Y es aquí donde está, a mi parecer, la ideología del artista. En el cuestionamiento a la identidad venezolana, que es también, sin afán de generalizar, latinoamericana. En “Partidos políticos desaparecidos” (2018-2023) de manera sutil, Apóstol regresa a ese cuestionamiento de lo que pudo ser y no fue y de lo que hemos llegado a ser para salvarnos. La pieza es un mural de grandes dimensiones (16 m × 3 m) conformado a partir de la deconstrucción de los colores que conforman los emblemas de diversos partidos políticos venezolanos ya desparecidos. Valiéndose del constructivismo venezolano, el artista superpone los colores identitarios de cada partido, sin mencionarlos ni usar siglas que permitan identificarlos, para hablar de la evidente homogeneidad que se esconde tras la aparente pluralidad democrática de un régimen totalitario. Pero, donde se evidencia con mayor claridad el estudio casi antropológico que ha hecho el artista de su país, es en la instalación que cierra la muestra “Régimen: Dramatis Personae” (2018). Son 50 retratos en blanco y negro, colocados sobre paredes rojas, no me parece casual la selección de este color, que representan los arquetipos de la ‘nueva sociedad venezolana’, la que existe desde 1999. Pero en esta representación, no están solamente los estereotipos ‘revolucionarios’, sino que también se encuentran los estereotipos ‘contrarrevolucionarios’, evidenciando que al final hay mucho de unos en otros porque podrían ser en definitiva construcciones cargadas de matices. Así junto a El miliciano apoyado está La madre del hijo muerto y junto a La reina de belleza que no conoce otra historia está El refugiado que suda fronteras. Y junto a La prepago, está El opositor preso, como Simón, y La negra que ha sido marginada y que vio esperanzas. Esta instalación muestra que por mucho que los arquetipos sociales cambien según la naturaleza del sistema, hay un punto en que convergen y necesariamente conviven porque todos forman parte del constructo social de un país. Y este no puede estructurarse en función de una única y estricta manera de pensar. No podemos ser lo que no somos aunque nos quieran obligar, desde la ideología y la violencia, a serlo.
Me gusta imaginarme a Simón regresando a su país sin miedo. O de pie frente a las fotografías de Alexander Apóstol reconociéndose en alguna de esas miradas tristes. O quizás compartiendo ambos unos tragos de ron en algún bar en Venezuela donde suene Danny Ocean. Lo sé imposible, pero mientras tanto, que se acompañen en mi imaginario que algún día podría llegar a ser.
*Simón puede verse en Cinemex Reforma Casa de Arte; y Postura y geometría en la era de la autocracia tropical de Alexander Apóstol puede visitarse en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC).
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