La casona y la semilla
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¡Felices fiestas!
12 octubre, 2020
por Alfonso Fierro
En mi familia se contaba una historia bastante típica de la clase media del medio siglo. En algún punto de su vida, ya casado y con hijos, mi bisabuelo se fue un tiempo a Acapulco para emprender algún tipo de negocio por allá. Estaba por inaugurarse la carretera con la capital y las oportunidades parecían alentadoras. Aclimatado al puerto, el señor no tardó mucho en hacerse de una segunda familia, una playera casa chica con una mujer y un hijo. Mi bisabuela se enteró en algún punto, pero, al igual que muchas otras mujeres de la época, tenía poco espacio para maniobrar. Toleraba la existencia de la casa chica siempre y cuando no interfiriera con la grande, siempre que no se aceptara su existencia en público, que no se le deshonrara frente a otras familias de supuestas buenas costumbres. Se contaba que la segunda mujer y su hijo presenciaron el funeral de mi bisabuelo desde una esquina al otro lado de la calle. Todos sabían quiénes eran, pero todos se hacían los que no.
La última vez que fui a Guadalajara decidí marcar en el mapa las distintas casas que Barragán construyó en su ciudad natal. Casi todas son tempranas en su obra, de los años treinta, sus gestos coloniales y moriscos todavía un tanto burdos, aunque interesantes. Algunas casas se han recuperado y se han vuelto museos o centros culturales, como es el caso de la casa Clavijero, mantenida en buenas condiciones por el ITESO. Otras han seguido una trayectoria muy distinta. Leí en un artículo de Juan Palomar que había una casa de Barragán en las calles de Paz y Colonias. Al igual que la Clavijero, decía Palomar, esta casa también la construyó en su momento para Efraín González Luna, pero ahora era un hotel de precios módicos. Una mañana logré escaparme de las obligaciones que me tenían en Guadalajara y fui en busca de las casas de Barragán, incluyendo el Petit Hotel María José, que según Palomar estaba en pésimas condiciones.
El Petit Hotel participa del estilo colonial californiano que estaba en boga para las clases medias y acomodadas de los treinta: techos de teja, arcos, patio. En su estado original, hace mucho olvidado, seguramente había mosaico en baños y cocina. Las paredes exteriores del hotel eran blancas en el fondo, pero estaban tapizadas de letreros pintados que patrocinaban el lugar y sus amenidades: letreros de “El Fondue Gourmet” (su restaurante) o del teléfono para hacer reservaciones e incluso del precio de la noche, además de la palabra Hotel pintada innumerables veces, como si con un solo aviso no bastara para entender. Lo que en algún tiempo fue la cochera era ahora una bodega en la que se apilaban tambos vacíos de plástico y otra chatarra. Entré a la recepción a preguntar los precios para echarle un ojo por dentro. Una señora que lavaba un piso de terrazo amarillento me respondió que estaban llenos. Detrás del umbral alcanzaba a verse un pequeño patio alrededor del cual giraban los espacios de la casa, ahora subdivididos en habitaciones.
Palomar estaba muy enojado con la existencia del Petit Hotel María José. Se quejaba de su estado, de que se hubieran hecho modificaciones al antojo, de la fealdad de los letreros y, en términos más generales, del descuido tapatío por su patrimonio arquitectónico. El argumento se entiende. Y sin embargo, mientras daba la vuelta por el hotel, me pareció que había algo fascinante en el que una casa de Barragán fuera ahora un hotel de paso. Buena parte de la obra de Barragán se compone de residencias para las clases medias y altas, casas para “gente bien”. Hay poca obra pública de Barragán, por eso incluso hoy no es tan fácil acceder a su obra (o a su archivo, pero no nos vayamos por ahí). Más allá de espacios abiertos al público como la Clavijero, para ver la obra de Barragán hay que conocer a alguien o, en el mejor de los casos, gestionar una cita vía la Fundación y pagar.
Pero la privacidad es además un rasgo arquitectónico muy importante en Barragán, sobre todo en el Barragán más conocido, ese que hemos canonizado como la gran síntesis de lo nacional y lo moderno. La inaccesibilidad de su obra es más que una casualidad. A decir verdad, sobre la noción de privacidad se sostiene toda una teoría conservadora del habitar que pasa por el aislamiento de la calle y del espacio público, que prefiere el resguardo, el silencio y la contemplación. Para el Barragán maduro, la fachada es un verdadero muro de contención, un aislante de la calle. Los espacios se distribuyen en torno a patios y jardínes interiores, envueltos sobre sí. Hay un esfuerzo para que la calle no penetre en el hogar, ni en lo visual ni en lo sonoro, para que no contamine la vida privada. Como si sólo en medio de ese aislamiento pudiera cultivarse el respeto a la tradición, a ese mundo nostálgico de caballos y haciendas. O el silencio contemplativo y penitente. O el “buen gusto” hacendado, ya una vez depurado por la modernidad. Todos esos patios, fuentes y jardines secretos que aparecen en su obras, recovecos privados dentro de la privacidad, evocan un mundo moral donde ciertos actos nunca pueden salir a la luz.
El Petit Hotel María José, en cambio, con sus letreros de “Fondue Gourmet” y su piso amarillento, parece una carcajada en la cara de esta arquitectura de las buenas costumbres. Un hotel de paso abierto a la calle, reservable, modificado conforme a la necesidad, un espacio al que la gente no va precisamente a meditar en silencio penitente. En fin, un espacio que sin duda no es la casa grande, pero que por lo mismo carece de pretensiones o hipocresías. Quizá por eso hay quien considera al Petit Hotel María José como una verdadera afrenta al propio Barragán, una auténtica deshonra, como si el hijo bastardo del señor se atreviera a pisar sin ninguna vergüenza el funeral de su padre.
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