José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
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¡Felices fiestas!
12 abril, 2019
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
Out of dust, out of empty space,
from the bedroom to the marketplace:
you be bold bold, but not too bold, and frame it all in gold.
Your credibility is broken in two,
but we’ll press what is left into new.
Owen Pallett.
El 7 de junio de 2018, el comisario de arte y curador –además de filósofo– Paul B. Preciado declaraba en una entrevista para betevé, canal televisivo barcelonés, que el Museo Louvre constituye un paradigma político, producto de los procesos sociales iniciados por la Revolución Francesa, y cuya importancia reside en que se volvió una institución que forma parte de la calle y del público que la transita. Aquí, las palabras exactas de Preciado: “Me interesa cómo la Revolución Francesa no solamente se trata de derrocar a la monarquía, sino que también se trata de hacer que los espacios que eran únicamente de producción de placer visual, de producción de saber y de conocimiento para el monarca o para las clases aristocráticas, de repente, después de la Revolución Francesa, el Louvre se vuelve el primer museo republicano. Es decir, se deja entrar a la ciudad, se deja entrar al pueblo –entre comillas– y por tanto, a la calle, dentro de ese espacio que era uno donde solamente se construía el gusto y el placer visual de una élite”.
En 2019, para celebrar el aniversario por los treinta años de la Pirámide del Museo Louvre, proyectada en 1989 por el arquitecto I.M. Pei, la empresa de alojamientos temporales AirBnb ofrece pasar una noche bajo la Pirámide y gozar de un recorrido privado que, a decir de un reporte publicado por El Universal el pasado 5 de abril, “incluirá una cena, estilo pop-up inspirada en la Venus de Milo, un aperitivo al pie de la mítica Mona Lisa y concluirá con un concierto acústico en una de las salas de Napoleón III.”
Es interesante que un negocio dedicado al alojamiento temporal convierta a un museo canónico en una tienda de campaña para ricos. Si bien podríamos temer todavía más por este capitalismo tardío que precariza hasta los monumentos —porque al museo se va a tener experiencias estéticas y no se debe usar como un hotel que, aunque lujoso, es de ocasión—, me parece más productivo preguntarnos por qué siempre esperamos que el museo, como sitio físico y como sitio imaginario-simbólico, mantenga una moral intachable. Probablemente desde las exposiciones universales, los aparatos expositivos diseñados por la cultura occidental han tenido una relación más bien cercana con el espectáculo. Exhibir novedades tecnológicas o lo último de la vanguardia artística, tuvo repercusiones que se encuentran más en el registro de las controversias que en los de un discurso —académico, curatorial, consensado— que medie la recepción de un probable público.
Cuando la calle entra al museo no necesariamente es para sublimar sus salas, también ahí se producen chismes, juicios sin fundamento, maniobras museográficas que son tan fotogénicas que por eso mismo ponen en duda la supuesta misión del museo como purificador de la vista y de los afectos. El arte contemporáneo es uno de los ejemplos que pueden ilustrar mejor esta condición del espectáculo, comenzando en que hasta esa misma categoría causa resquemores entre quienes piensan que el museo tendría que seguir siendo esa entidad monolítica que continúe repitiendo lo que es el arte y lo que no. La retrospectiva de Marina Abramovic en el MoMA; el ciclo de conciertos “Suena Guernica” organizados por Radio 3 y RTVE.es en donde participó la cantante Rosalía para celebrar las ocho décadas de la célebre pintura de Picasso; la muestra Arqueología: Biología en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo y Beyonce y Jay Z filmando en las salas del Louvre son el inicio de un largo etcétera que nos indica que la supuesta credibilidad del museo está siendo más bien defendida por nosotros que por los museos mismos.
La estrategia de Louvre ahora es replicada en el Museo Tamayo de la Ciudad de México, a raíz de su exposición Sunday del artista Carsten Höller. La oferta es la misma: puedes activar una pieza —unas camas que se mueven por algoritmos— y te ofrecen como cena una tabla de quesos ligeros, además de poderte duchar en el Hotel Habita una vez que tu “participación” termina. Dos museos ahora son tiendas de campaña, pero casi todos los demás son monumentos al colonialismo, oportunistas que buscan la primera plana, lugares donde la gente nada más va a “sacarse la selfie” así como productores de muestras que “no me dicen nada, no comunican nada”. Pareciera que el museo es más bien una arquitectura incómoda —y ya precaria antes de que AirBnb propusiera que se puede habitar fuera de los horarios de visita; tantas mutaciones sólo pueden encontrarse en un monstruo—, un punto de encuentro que genera divisiones y un monumento que sin embargo queremos impoluto. Tal vez, entonces, tendríamos que entender al museo a partir de sus contradicciones, de esa volatilidad que se mueve entre la suciedad del mercado y los esfuerzos cada vez mayores por seguir permitiendo que la calle entre al museo.
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