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22 abril, 2024
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

El domingo 14 de octubre de 1973, el New York Times publicó una nota cuyo título podría traducirse así: “Compradores de ‘rebanadas’ gozan de un día de campo en la venta de terrenos de la ciudad”. Firmado por Dan Carlinsky, el texto inicia con esta declaración: “estando los precios en bienes raíces como están, es sorprendente que uno pueda adueñarse de un pequeño jardín por un módico pago”. El artículo relata las subastas que el gobierno de la ciudad de Nueva York organizaba cada mes en el Hotel Roosevelt para ofrecer terrenos que tenía de sobra y en propiedad. Entre estos lotes, algunos eran rebanadas sobrantes en el reparto de una manzana en propiedad privada:

Con dimensiones de un pie de ancho por cien de largo [continúa Carlinksy] la mayoría de estas rebanadas parecen no servir para otra cosa que tender ropa en línea recta o almacenar espaguetis, pero a veces hay gente que tiene buenas razones para querer una parcela en particular y hacen que los precios de la subasta lleguen a los cientos de dólares, con la esperanza de revender el terreno a algún vecino y obtener una ganancia. El precio base, sin embargo, es de 25 dólares.

Más adelante, Carlinsky nombra a uno de los compradores, quien asistió a la subasta del 5 de octubre y planeaba volver a la del martes 16:

Gordon Matta-Clark, un artista de 28 años del SoHo, salió con cinco pedazos de Nueva York —cuatro en Queens y uno en Staten Island—, todos por menos de 100 dólares. “Obtuve más de lo que esperaba y por eso estoy muy contento”, dijo el señor Matta-Clark, quien pretende usar las propiedades en obras de arte que creará en los próximos meses. Las obras tendrán tres partes: un documento escrito sobre el pedazo de terreno, incluidas las dimensiones exactas y su localización, y quizá una lista de las plantas que crecen en el sitio; una fotografía a escala real del lugar; y el sitio mismo. Las dos primeras partes se expondrán en una galería, y los coleccionistas podrán comprarlas. “Tuve que comprar lotes pequeños porque son manejables: puedo colgar fotografías de ellos en la galería”, explicó el artista. “Tengo una pieza que mide 1 pie por 95 pies de largo. La fotografía medirá lo mismo. Estará colgada en una pared larga.”

Por lo que cuenta Carlinsky, Matta-Clark tenía muy claro lo que iba a hacer con sus propiedades desde el momento mismo en que se convirtió en terrateniente de la ciudad de Nueva York. Poco después, en una entrevista con Liza Bear, publicada en diciembre de 1974, Matta-Clark dijo que su mayor interés al comprar los lotes fue que estaban clasificados como “inaccesibles”, y agregó: “Comprarlos fue mi propia toma de posición sobre la extrañeza que representan las líneas de demarcación de las propiedades ya existentes. La propiedad es tan omnipresente que la noción que cada quien tiene de ella está determinada por el factor de uso.” [1] La obra resultante tuvo numerosos nombres, todos a partir de juegos de palabras con el concepto de real estate: Fake Estates, Reality Positions, Reality Properties.

En su ensayo “L’invention partagée”, la filósofa Sylviane Agacinski revisa la idea de “casa” tal y como la planteó el también filósofo Emmanuel Lévinas. “La existencia humana es impensable”, escribe Agacinski, “antes de cualquier posibilidad de retiro a un espacio separado”. Para Lévinas la casa es eso que abre —y cierra, al mismo tiempo— esa posibilidad de retiro. “El trazo de límites o fronteras”, sigue Agacinski, “permite la distinción entre el adentro y el afuera, el interior y el exterior, y condiciona la posibilidad, para la existencia, de separarse, de retirarse o, como diría Lévinas, recogerse, designando así la instauración de una relación de intimidad consigo mismo”. [2] En otro texto, reunido con ensayos de distintos autores que reflexionan sobre las relaciones entre la arquitectura y la deconstrucción, y relacionando en particular la -tectura y la escritura, Agacinski escribe que hay que pensarlas a ambas como una separación, una brecha: “El reparto”, Agacinski usa la palabra francesa partition, que también significa partitura, sucede “primero en varios sentidos, ya que el campo en el que aparece la arquitectura no es una página en blanco ni un fondo prearquitectónico: ya es arquitectura ahí mismo, tejido ya tramado, texto ya escrito en el cual el constructor, cual intérprete de un concierto, no incluye jamás otra cosa que cadencias.” [3]

En 1873, Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc, arquitecto y padre de la restauración moderna —aunque ningún restaurador de hoy se tomaría las libertades interpretativas que aquel se dio a sí mismo—, publicó el libro Histoire d’une maison. [4] La historia empieza con una idea que tiene M. Paul, de 16 años: construir una casa de campo para su hermana. En el segundo capítulo, un primo le ayuda a Paul a “traducir sobre el papel el resultado de nuestras meditaciones”, por lo que, al final de dicho capítulo, veremos los planos de la casa. Más adelante, esos planos sufrirán algunas modificaciones y Paul tomará un curso práctico de construcción. Llegamos entonces al capítulo VII: “Implantación de la casa y operaciones sobre el terreno”. El primo le explica a Paul cómo, una vez desarrollada y definida su idea en unos planos sobre papel, estos se acotan con el fin de trazar sus ejes sobre el terreno y dar inicio a la construcción de la casa. El capítulo viene acompañado de un dibujo en el que, como si viera desde la perspectiva de un dron imaginario, Viollet-le-Duc muestra a un grupo de trabajadores que dispone una retícula ortogonal de hilos que reparten virtualmente el espacio como anticipación de los muros que vendrán. Colocados casi de la misma manera en que lo hacían, se ha dicho, los agrimensores egipcios cinco mil años antes de nuestra era, y como se sigue haciendo actualmente —150 años después del dibujo—, esos hilos no sólo son parte de la historia de una casa, ya sea la que nos cuenta Viollet-le-Duc o la de la casa en general, como idea y modelo que reparte la extensión entre lo próximo y lo distante, lo íntimo y lo ajeno. Esos hilos también son parte de una historia de ciudades y procesos coloniales, de repartos y apropiaciones en los que algunos se fueron quedando con todo y muchos otros se quedaron fuera, en todos los sentidos.

En su ensayo “Apropiación, subdivisión, abstracción: una historia política de la retícula urbana”, del que publicamos una versión resumida en el número 107 de Arquine, [5] Pier Vittorio Aureli traza la historia de la retícula urbana desde sus orígenes neolíticos, no en las ciudades, sino en la organización de los campos de los primeras poblaciones sedentarias, y en la transformación del desplante circular al rectangular de sus construcciones, hasta el entramado contemporáneo, que va más allá de la traza de las ciudades y se extiende por territorios, continentes y, en última instancia, el planeta entero, cuadriculándolo con calles y avenidas, pero también con meridianos e infraestructuras, entre otros sistemas. Y, sobre todo, con líneas que —dibujadas en mapas o descritas en documentos legales— acotan la superficie terrestre, y muchas veces también el mundo subterráneo y el aire por encima, determinando derechos de uso y propiedad sin que quienes ahí habitan o habitaron por generaciones tengan mucho que decir al respecto. Para Aureli, “los tan debatidos muros fronterizos, que pretenden impedir que la gente se mueva a través de naciones o territorios, son sólo una de las consecuencias del sistema entero de subdivisión que organiza nuestro mundo urbano y […] se basa en el régimen de propiedad.” Aureli concluye afirmando que entender y reimaginar el potencial de la retícula —traza y articulación de ciudades y Estados enteros— abre la posibilidad de intentar otras formas de relacionarnos con la tierra (y con la Tierra) más allá de “la lógica excluyente de la propiedad privada” que, a pesar de la tendencia de algunos a pensarla como condición eterna de la humanidad, tiene una historia moderna de apenas 5 siglos —los del colonialismo— o, si se quiere extender hasta el Neolítico, de 10 mil años, dejándonos una herencia de al menos 190 mil años de otras formas humanas posibles para estar en el mundo y habitarlo. [6]

P.S.
En el número 107 de la revista Arquine presentamos, además varios edificios de reciente construcción en la Ciudad de México, París y Los Ángeles. Estas dos últimas ciudades comparten con la primera, en distinto grado y de diversa manera, ciertos trazos. Son, pues, proyectos que responden a lo mismo que la gran mayoría de los edificios construidos en entornos urbanos: un sitio definido con precisión por una traza urbana —o el choque de varias—, además de otras condicionantes como normas, reglamentos y contrato; desde municipales hasta de seguridad, pasando por consultores y certificaciones. En el espacio así dibujado, de arriba a abajo, como en aquellos famosos dibujos de Hugh Ferris para Nueva York, parece que sólo queda —como apuntó Agacinski— entender que el diseño arquitectónico no es otra cosa que cadencias, como el paso para atrás de Mies van der Rohe en el Seagram, que inventó una plaza al mismo tiempo que logró salvar al prisma abstracto de la amenaza babilónica.

 

Notas:

1. Las citas provienen de Stephen Walker, “Gordon Matta-Clark: Drawing on Architecture”, en Grey Room, núm. 18, 2004, 108–131.

2. Sylviane Agacinski, Volume. Philosophies et politiques de l’architecture, Éditions Galilée, París, 1992.

3. Sylviane Agacinski, “Tecture, écriture”, en Mesure pour Mesure. Architecture et Philosophie, Cahiers du CCI, Editions du Centre Pompidou/CCI, París, 1987.

4. Viollet-le-Duc, Histoire d’une maison, Bibliothèque d’éducation et de récreation, J. Hetzel et Cie., París, 1873.

5. Próximamente lo publicaremos en editorial Arquine como parte de un libro.

6. Esa es la hipótesis central del libro de David Graeber y David Wengrow, The Dawn of Everything. A New History of Humanity, Farrar, Straus and Giroux, Nueva York, 2021.

 

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