Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
29 julio, 2024
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
París se llenó de imágenes sofisticadas y provocadoras, que algunos no dudarían en calificar como surrealistas y que maravillaron a muchos, sin dejar de sorprender e incluso molestar a otros, por la diversidad y pluralidad que no sólo afirmaba sino llevaba a sus consecuencias lógicas e inevitables los ideales de libertad, igualdad y fraternidad que la cultura francesa impulsó como universales. No hablo de la ceremonia de inauguración de los Juegos de la XXXIII Olimpiada en París, sino del desfile que conmemoró el bicentenario de la Revolución Francesa, el 14 de julio de 1989.
Eran los años Mitterrand. La izquierda había llegado al poder en Francia mientras Reino Unido era liderado por la dama de hierro, Margaret Thatcher, y Estados Unidos tenía el presidente que el Imperio hollywoodense requería: un actor, Ronald Reagan. Ambos, Thatcher y Reagan, eran los campeones en la imposición, por las buenas y por las malas, del neoliberalismo; y Mitterrand, desde la gauche caviar, era el supuesto contrapeso en el concierto de las naciones civilizadas. Pero así como en el pasado de Mitterrand convivían su participación en la resistencia y su cercanía con el régimen colaboracionista de Vichy durante la Segunda Guerra, su coqueteo con Thatcher —“tiene la boca de Marilyn Monroe, pero la mirada de Calígula”, dijo— y las políticas neoliberales lo colocan en una posición al menos ambigua. En Francia, Mitterrand apostó en lo económico por nacionalizaciones, aumento de salarios y proteccionismo. Y monumentos. A Mitterrand lo recordamos en las páginas de la historia reciente de la arquitectura por la Biblioteca Nacional, el Parque de la Villette, la Ópera de la Bastilla o, el más notable, la Pirámide del Louvre.
La inauguración en 1989 de algunos de estos monumentos, para conmemorar el Bicentenario de la Revolución Francesa, eran el pretexto perfecto para, al inicio de su segundo mandato, tomar posición desde “la izquierda” y ante la Glásnost y la Perestroika en curso, por parte de Gorbachov, como una tercera vía de cara al there is no alternative de Margaret Thatcher. Y el discurso cosmopolita de los valores universales de la Revolución Francesa —libertad, igualdad, fraternidad— parecía perfecto para distanciarse, tanto de los “horrores” del comunismo, como de la frialdad despiadada del capitalismo salvaje neoliberal. El espectáculo podía empezar.
El encargado de concebir el desfile del 14 de julio de 1989 fue Jean Paul Goude, famoso fotógrafo, ilustrador y publicista francés. Goude había sido director artístico de la revista Esquire, en Nueva York, por diez años y el creador de campañas publicitarias para muchas marcas internacionales, como Kodak o Perrier. A mediados de los años 70, cuando estaba en Nueva York, Goude conoció a Grace Jones y de ahí surgió una relación y una historia de importantes colaboraciones. Hay quienes dicen que Goude construyó al personaje de Grace Jones, lo que no es sino repetir clichés machistas y coloniales —¡como si esa mujer no se hubiera construido a sí misma!—. Pero es cierto que el encuentro produjo imágenes memorables, algunas de las cuales tendrían gran peso en la concepción del desfile del bicentenario de la Revolución Francesa.
En su texto “Le défilé Goude du bicentenaire. Commémorer la Revolution française… ou s’en débarrasser?“, Érik Neveu explica cómo en 1989 el bicentenario implica la revisión y reinterpretación de lo que implicó la Revolución Francesa ante el nuevo juego de fuerzas políticas y económicas que el empuje neoliberal y la esperada caída del bloque soviético implicaban. Eso se tradujo en la concepción misma del desfile conmemorativo. Escribe Neveu:
En cuanto al contenido programático de este evento, es vago. Se puede colocar en tres puntos. El primero está implícito, pero no es necesariamente el menos claro: un conjunto de componentes excesivamente “jacobinos” de la herencia revolucionaria y, en primer lugar, aquellos que se refieren a la violencia (guillotina, terror, guerra de Vendée) o a un despliegue radical de ideología (culto al ser supremo), no pueden ser objeto de celebración. Más explícitamente, en el espectáculo aparecerían tres elementos: “La Marsellesa”, una evocación de las provincias de Francia y de la dimensión global de la Revolución. Si la preocupación explícita por promover la dimensión internacional de 1789 marca una elección en verdad voluntarista, se basa, como sugería el equilibrio simbólico de poder, en el espíritu de la época y en el componente consensual de la Revolución: los derechos humanos, el sufragio (masculino) universal, y el estado de derecho.
Sobre las ideas de Goude para el desfile, Neveu escribe, citando entrevistas del mismo Goude:
Un tema, un hilo conductor, un registro simbólico aparecen entonces como elementos estructurantes reivindicados para el desfile. El tema es el de la igualdad entre todos los hombres: “Tengo un lado un poco boy scout, teñido con un poco de activismo elemental, lo admito. Todas las personas son iguales, a pesar de las diferencias étnicas y culturales, y deben poder llevarse bien. Era la filosofía de Baden Powell” —fundador de los Boy Scouts que hoy, por su admiración por Hitler y su participación en la guerra de los Boer y su homosexualidad reprimida, es un personaje al menos problemático—, “creo firmemente en ella y eso es lo que quería transmitir”. En otro lugar detalla sus recuerdos escolares de la Revolución: “Para mí son, ante todo, los derechos humanos, el resto es sólo un recuerdo”.
El desfile ideado por Goude fue, sin duda, extraordinario. Tambores chinos y músicos de todas las provincias francesas; bailarinas africanas, con el torso desnudo, música de El lago de los cisnes; más tambores africanos; camiones de bomberos ingleses; bandas musicales del ejército soviético y de preparatorias estadounidenses. Y, para culminar, Jessye Norman, la soprano nacida en Augusta (Georgia), alta de diez metros y envuelta en la bandera francesa cantando “La Marsellesa” en la Plaza de la Concordia. Los valores universales de la Revolución Francesa, los derechos humanos abrazados por toda la civilización occidental: libertad, fraternidad, igualdad, en una fiesta de cantos y tambores enlazando a las tribus planetarias —el leitmotiv del desfile.
Pero los desfiles, por más vanguardistas y propositivos, por más incluyentes y diversos que sean, si no logran mantener su espíritu más que las fiestas del carnaval o la protesta callejera, no cambian mucho, ni son —mucho menos— signo del estado general de una sociedad, una cultura o un Estado. En 1988, el Frente Nacional, partido fascista encabezado entonces por Jean-Marie Le Pen, había conseguido 9.7% de los votos en las elecciones legislativas y 14.4% en las presidenciales. En las recientes elecciones legislativas, hace unas semanas, el Nuevo Frente Popular, heredero del Frente Nacional y encabezado por la hija de Le Pen, obtuvo poco más de 25% de los votos. Eso es 2.6 veces el porcentaje que obtuvo en 1988.
Hace unos días la ceremonia de inauguración de los Juegos de la XXXIII Olimpiada, también en París, fue celebrada por su creatividad y también su arrojo, y por volver a combinar lo más profundo de la tradición cultural francesa con los valores, tan franceses como universales, de la libertad, la equidad y la igualdad, no sólo esenciales sino fundamentales en esta época en el que la extrema derecha seduce multitudes y el fascismo más descarado se ovaciona de pie en la nación que se presume ejemplo y guía de toda democracia. La inauguración, bajo la dirección de Thomas Jolly. y que tuvo como escenario el Sena y sus dos riberas, desplegó escenas que alcanzaron momentos sublimes, sin duda, aunque a mi juicio, quizá por nostalgia, ninguno a la altura de la Ópera Goude. Hubo también momentos polémicos, como el tableau vivant que parece haberse referido a La cena de los dioses, cuadro pintado por Jan van Bijlert en 1635, y que miles de cristianos, tan confundidos como ofendidos, pensaron que era La última cena de Leonardo da Vinci, acusando de “mal gusto”, de blasfemo y hasta de satánico al espectáculo. Sin duda, por la manera de extenderse a lo largo de la ciudad —de nuevo, como el desfile ideado por Goude— y por la producción de imágenes memorables —acaso más en la estética del meme que en la hoy “anticuada” de la imagen publicitaria de Goude—, una ceremonia notable. Pero la diversidad cacareada se contradice al minuto siguiente, para sólo citar un caso, con la prohibición del uso de la abaya para las atletas musulmanas francesas. Candil de desfile, oscuridad de políticas reales.
Hasta ahí: sólo un desfile. No caigamos en el juego con tanta facilidad. Quizá haya diferencias con el desfile que cada noche recorre la main street de Disneylandia o que cada año celebra el Thanksgiving —mayor sofisticación, más capas de lectura, mejor gusto—, pero en el fondo son casi lo mismo: eslóganes a paso redoblado. Como el carnaval, estos desfiles tienen un alcance limitado: la subversión está acotada a la perfección. Y ya sabemos —como vimos varias veces en meses pasados en nuestras ciudades—: un desfile no es lo mismo que una marcha, ni una marcha lo mismo que una protesta, ni una protesta necesariamente una revuelta y, por supuesto, una revuelta no garantiza la revolución. Y, sobre todo, recordando lo que cantó el poeta Gill Scott Herron: así como la revolución no será televisada —aunque quizá atisbemos señales en Tiktok—, tampoco los derechos universales de todas, todos y todes serán cumplidos y respetados a punta de desfiles y ceremonias de inauguración.
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