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Paris, 1960

Paris, 1960

8 febrero, 2016
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

El 13 de agosto de 1960, una parte de la población parisiense se encaminó a las numerosas estaciones del tren metropolitano y se dirigieron mediante todos sus ramales hacia el antiguo emplazamiento del Campo de Marte.

Así comenzó Julio Verne su novela París en el siglo XX, escrita alrededor de 1860. Verne nació el 8 de febrero de 1828 en Nantes y en 1847 su padre lo envió a París a estudiar leyes. En París, Verne empezó a escribir piezas para teatro y luego algunos relatos históricos. Su primera novela se publicó en 1863. Su editor rechazó el manuscrito de París en el siglo XX, que se creyó perdido por más de un siglo hasta que se publicó en 1994.

En 1960, según Verne, se habían multiplicado las universidades, los colegios y las escuelas. Todo mundo sabía leer y escribir, aunque nadie leía. Y todos buscaban un puesto en la administración: “el funcionarismo se desarrollaba bajo todas las formas posibles.” En 1960 se enseñaba ciencias de manera mecánica y las artes y las humanidades ya no se juzgaban necesarias —el latín y el griego no sólo eran lenguas muertas sino enterradas. De la ciudad, Verne escribió que en 1960 a París la rodeaban cuatro anillos concéntricos de la red de tren metropolitano, ligadas entre sí por varios ramales, haciendo posible ir de un extremo a otro de la ciudad a gran velocidad. Los trenes corrían en vías separadas de ida y vuelta, elevadas sobre la calle y soportadas por columnas de bronce, creando bajo ellas galerías en las que los transeúntes encuentran abrigo de la lluvia o del sol. Las calles del París de 1960 estaban iluminadas por lámparas de mercurio conectadas mediante cables subterráneos. Por las calles circulaban innumerables vehículos movidos por una fuerza invisible producida por un motor de aire dilatado por la combustión de gas. Una ley impedía a cualquier camión o carreta circular después de las diez de la mañana fuera de ciertas vías reservadas.

En París en 1960 no se podía encontrar en ninguna librería obras de Victor Hugo o Balzac, ni de Musset o Lamartine. Había, eso sí, miles de ejemplares de la Compilación de problemas eléctricos o dela Monografía del nuevo cáncer cerebral. En cuanto a la música, en 1960 se había logrado tocar juntas notas que en otros tiempos se juzgaban disonantes. Había máquinas para calcular, grandes como pianos y con teclas que permitían hacer cuentas. Y máquinas para copiar y otras para enviar cartas por telegrafía fotográfica permitiendo que los negocios más importantes se hicieran a distancia.

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En París en 1960 era difícil encontrar alojamiento: la capital era demasiado pequeña para sus cinco millones de habitantes y “a fuerza de agrandar las plazas, abrir avenidas y multiplicar los bulevares, la escasez de terrenos amenazaba a las viviendas particulares. Se decía que en París ya no había casas, sólo calles.” Había zonas de la ciudad donde no había viviendas y, por lo mismo, donde había las rentas eran muy caras. “Quienes no querían alejarse del centro de negocios, debían habitar en lo alto: lo que ganaban en proximidad lo perdían en elevación, cuestión de fatiga y no de tiempo.”

Ese futuro que Verne imaginó para París —y el mundo— en 1960 era, sin duda, en parte una exageración del París que él vivió en 1860: la ciudad destruida y reconstruida por Haussmann, la ciudad moderna de lo eterno combinado con lo efímero, según Baudelaire, la ciudad que fue la capital del siglo XIX, según Benjamin, pues como muchos otros profetas y futurólogos, Verne sabía que cada ciudad y cada sociedad son el germen de lo mejor y lo peor por venir.

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