José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
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6 abril, 2018
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
El teórico marxista Marshall Berman, en su libro clásico Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, define a la ciudad como un territorio que catalizó las experimentaciones formales del arte moderno. Berman elabora su comentario sosteniéndose en el poeta Charles Baudelaire, aunque su crítica se extiende a las estéticas producidas durante la primera mitad del siglo XX. “El hombre de la calle moderna lanzado a la vorágine”, nos dice Berman, “es abandonado a sus propios recursos —a menudo a unos recursos que nunca supo que tenía— y obligado a multiplicarlos desesperadamente para sobrevivir. Para cruzar el caos en movimiento debe ajustarse y adaptarse a sus movimientos, debe aprender no sólo a ir al mismo paso, sino ir al menos un paso por delante”. Más adelante, prosigue: “Baudelaire muestra cómo la vida urbana moderna impone estos movimientos a todos; pero muestra también cómo al hacerlo impone, paradójicamente, nuevas formas de libertad. Un hombre que sabe cómo moverse en, alrededor y a través del tráfico puede ir a cualquier parte, por cualquiera de los infinitos corredores urbanos por donde el mismo tráfico puede circular libremente”. Vorágine, movimiento, infinidad y libertad son algunas de las coordenadas que Berman propone para establecer un nexo entre el paisaje urbano y el estilo no sólo de Baudelaire, sino del modernismo. Partiendo de las mismas premisas, Berman abunda también en el cubismo y en las novelas corales de Fiodor Dostoievzki. Si bien el autor no desarrolla las consecuencias de las ciudades actuales en la práctica artística, una de las perspectivas de Todo lo sólido se desvanece en el aire aporta a la comprensión de la modernidad como un proceso que no ha finalizado y que, más bien, ha producido nuevos excesos.
Si bien, este no es el momento para siquiera esbozar la temporalidad de lo moderno, es posible, como Berman propuso, identificar sus efectos en algunas obras artísticas posteriores a las guerras mundiales, escogidas aquí de manera un tanto aleatoria. El único criterio para las piezas citadas es el de poner entre paréntesis el marco conceptual de Berman. Ante el dinamismo, la claustrofobia, la paranoia y la aparente invisibilidad de otros signos urbanos y arquitectónicos, como los relojes checadores, las redes de líneas telefónicas y los superhéroes. Se podría iniciar con El arcoíris de la gravedad de Thomas Pynchon, una novela que, en 1973, interpretó el suceso de la Segunda Guerra Mundial como una corrosión mental. En líneas generales, el texto habla sobre la existencia de los cohetes V2, armamento que explota antes de poder escucharse. Es decir, su tránsito por el cielo no marca un sonido, por lo que los asediados, situados en Londres, no tienen la oportunidad de conseguir refugio previamente al estallido. En un primer momento, Pynchon describe una ciudad en continua destrucción que, en lugar de desaparecer, produce cada vez más ruinas: el movimiento urbano queda suspendido y lo único que permanece es el estatismo de los edificios desalojados o destruidos. El estado anímico y mental de sus habitantes, en consecuencia, es cada vez más frágil, en particular el del personaje principal, Tyrone Slothrop, quien descubre que los sitios donde han caído V2 son los mismos en los que él ha tenido encuentros sexuales. La líbido de Slothrop se transforma en temor a incrementar el derrumbe de Londres.
Después del cohete, podemos trasladarnos al avión y revisar “O Superman”, canción emblemática de Laurie Anderson que fue publicada en 1981, la cual, enmarca otro paisaje urbano. Antes del desarrollo de algunas ideas respecto a esta pieza, no se puede dejar de mencionar la imagen de Superman, la figura de DC Cómics, sobrevolando Metrópolis, la ciudad ficticia a la que salva repetidamente de la catástrofe. Anderson inicia con un diálogo telefónico en el que, entre las interferencias de varias voces que intentan establecer su comunicación, se enuncia un mensaje ominoso: “Tú no me conoces, pero yo sí te conozco, y tengo un mensaje para ti: se aproximan los aviones, y será mejor que estés listo [Well, you don’t know me. But i know you . And i’ve got a message to give to you. Here come the planes. So you better get ready]”. “El Hombre de Acero” no sobrevolará la ciudad, serán los armamentos aéreos. Al contrario de lo que sucede en El arcoíris de la gravedad, en el que una explosión de pronto merma la ciudad, el tránsito de los aviones es una expectativa permanente en la narración de Laurie Anderson: el ciudadano que espera el ataque. Pensemos en los programas televisivos que están dedicados a los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001: las imágenes de los impactos de los aviones en las torres gemelas o de las nubes de escombros que ensuciaron Manhattan están acompañadas de grabaciones telefónicas de personas que describen a sus seres queridos el horror que experimentan. El derrumbe de los edificios provocó un caos telecomunicativo. Las resonancias de “O Superman”, exactamente 20 años más tarde, adquirieron una vigencia más bien triste cuando Anderson ejecutó la pieza en Nueva York una semana después de los atentados.
Partiendo de los posibles significantes de la tecnología, conviene volver a Berman, quien señala que la ciudad moderna fue también el principal estandarte del progreso decimonónico y de su retórica. El alumbrado eléctrico, los tranvías y las novedades mercantiles que expusieron las tiendas departamentales, entre las que aparecieron los primeros intentos de electrodomésticos, fueron algunos de los objetos que hicieron evidente el progreso efectivo en las ciudades. Años más tarde, en pleno siglo XXI, la tecnología continua operando como un marcador que diferencia ya no sólo las regiones de un país, sino las mismas naciones: aquellas que cuentan con acceso a una computadora, por ejemplo, son definidas como más pobres y menos educadas frente a las que sí tienen. Conviene repetir, junto a Slavoj Žižek, la lección del ciberpunk: la precariedad laboral y corporal puede convivir perfectamente con los aparatos más avanzados. Recordemos Ciudad Chiba, la región ficcional de Neuromante, novela de William Gibson editada en 1984. En el territorio que propone Gibson, la tecnología es el producto de la economía informal. La venta de discos duros, refacciones y programas es tan dominante que deja de operar como un mero ambulantaje y comienza a ser el paisaje de Ciudad Chiba. A un lado de este mercado aparecen traficantes que ofrecen cirugías correctivas en las que se utilizan teclados o videocámaras. Gibson también establece un nexo entre la ciudad y los cuerpos que la habitan. En un urbanismo de chatarra transitan humanos también ensamblados, y esta asimilación orgánica de la tecnología tiene que ver con el sistema económico dominante. Los jefes de Herny Dorsett Case, personaje principal de Neuromante, tras descubrirlo en un fraude financiero, inyectan en su espina dorsal una micotoxina. El despido es un castigo corporal. Case tiene que buscar en el mercado negro una reparación, ya que un hospital normativo se negaría a ejecutar su curación: ese daño es un mandato de los que fueran sus empleadores, y como tal, la reparación equivaldría a violar las políticas de la empresa que contrató a Case. La misma ansiedad laboral puede observarse en la canción “Dreams of leaving” de la banda The Human League. “Alguien detuvo el reloj cuando debimos haber comenzado antes. Si no llegamos a la junta de la mañana nuestras vidas estarán en peligro [Someone stopped the clock when we should have started early. If we miss the morning meeting our lives will be in danger]” son los versos iniciales. Lo que pareciera una exageración satírica es más bien un marco de acción totalmente verosímil: el trabajo de oficina como una distopía. “Dreams of leaving” describe una persecución sucedida en el perímetro de un edificio, marcada por ejecuciones por impuntualidad y la competencia feral entre los trabajadores. “Creí que viniendo aquí las cosas serían mejores. La circunstancias han cambiado pero aún estoy resentido. Alguien quiere quitarme mi trabajo, es alguien en este edificio. Alguien está esparciendo rumores y no creo poder quedarme aquí [I felt i had to come here, i thought things would be better. The situation’s changer but i’m still resented. Someone wants my job, it is someone in this building. Someone’s spreading rumors and i don’t feel i can stay here]”. La promesa postindustrial para los profesionistas, en los registros de The Human League, se traduce a la fragilidad angustiante de un puesto laboral y a la violencia que implica ponerse un traje e ingresar a las oficinas.
Los nuevos excesos de la modernidad son los del capitalismo y han tenido sus consecuencias no sólo en el arte inscrito en las legitimaciones de los museos y de la crítica sino también en las producciones pertenecientes a la cultura de masas. Señalo, de nuevo, que no es posible desarrollar totalmente los efectos de la “modernidad tardía”, pero es cierto que, en la práctica artística que se encuentra inmersa en sus dinámicas, se imagina una ciudad cuya infinitud puede quedar reducida a los suelos de un edificio, una ciudad que no permite el movimiento libre de sus peatones y que los inmoviliza a través de la ansiedad económica y social.
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