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Columnas

¿Para qué sirve nuestro trabajo?

¿Para qué sirve nuestro trabajo?

1 julio, 2016
por Paco Pérez Valencia

No hay un solo día que no me lo cuestione.

Siento el vértigo de vivir. El placer de soñar. Siento que cada día es algo único que deseo hacerlo mío. Por eso no quiero dejar desprender mi tiempo, mi bien, como si no me importara. Todo debe servir a una causa, la de vivir, no hay más, pero la de vivir con alma, con hambre de locura, con pasión, con todo lo que muchos consideran increíble.

Yo elegí este modo de ganarme la vida. No puedo más que agradecer a la Buena Estrella que me haya permitido descubrir mundo, escuchar a venerables personas por las que justificaría cada segundo, cada sacrificio; he podido disfrutar con las obras más valiosas de mi galaxia, haciéndolas mías por un instante, poseyéndolas. Todo lo hice mío.

He llegado a emocionarme con el modo con el que cambian las mareas, a atender la memoria de la tierra, a agradecer el tiempo vivido junto a todas las personas que amé. He sido contador de historias, creador de planetas inalcanzables, explorador de océanos profundos, poeta de silencios. También he aborrecido respirar el mismo aire que los canallas, aunque siempre terminaba por agradecer la vida, pese a todo su dolor.

Los mejores momentos los pasé en soledad, en la inmensidad de mi pequeño estudio, también en las tripas de los museos para los que pude trabajar, escuchando sus ruidos, sus ecos moribundos en la noche; las palabras agradecidas de mis alumnos y sus éxitos me ayudaron a vivir, a seguir viviendo, a seguir anhelando una semana más antes de abandonarme a mi cueva, a la negra noche. En la escuela, en la universidad, los más jóvenes me ayudaron a crecer, a buscar, a pedir ayuda, a creer de nuevo. Nunca sentí la derrota, aunque fracasé muchas veces. Simplemente, no quise parar, porque siempre me esperaba un desafío y eso era fascinante para alguien como yo, con pánico a morir, no a la muerte, sino a no vivir.

Los refugiados, la educación, la voluntad humana y la búsqueda del sentido de la vida iluminaron mis deseos por abrir nuevos campos de visión. Me formé para ser artista, para pintar y dibujar como si nada más importase para un niño que se hacía mayor sin dejar de adorar su interior. La pintura me hizo llegar a Giacometti, Rothko, después a Camus, a Pasolini, también a Ford, a las lejanas voces de los pistoleros del oeste americano, a las sirenas de Debussy. El dibujo me salvó la vida. En medio de la caída, del descenso al vacío, encontré ese placer de los solemnes nadadores, de esos que no huyen y se dejan vencer. Mi trabajo me llevó al trabajo de otros, para escucharlos, para hacer posible la realidad de exponerlos, de ofrecerlos a todos, de contarlos de nuevo. Aprendí a escuchar, a entablar debates, a mirar con vehemencia deseando encontrar más, encontrar la secreta belleza de todas las cosas.

Ante la muerte, la desidia de los gobiernos, de todos nosotros, para frenar la barbarie, el dolor ajeno, la verdadera derrota del alma, confié en mi trabajo para lograr lo que nadie podría: volver a confiar en la vida, mostrar a todos el poder de la emoción, motivar a los más jóvenes recordándoles los súper-poderes que ostentan pero que no lo saben; regresar a la fuente de la misma educación, para quienes más lo necesitan, para disfrutar creciendo por dentro, escuchando al mundo, entendiéndolo, adorándolo. Algunos de los mejores arquitectos confiaron en mí para reconstruir el mundo. Me escucharon, aprendí de ellos, aprendimos juntos. Así pude alcanzar los ecos cromáticos más sutiles en algunos de los espacios más ingrávidos de mi ciudad o de cualquier otra, pude brindar mi mirada, a escala humana, sintiendo la transformación de los lugares, como si fuéramos dioses de la tierra.

Puede que soñar el mundo signifique muy poco para algunos, pero mi empeño me hace llegar al final del día con la inmensidad de mi parte, apreciando la fuerza de mi cuerpo, con todas sus heridas, pero mías, deseando regresar al inicio del alba, para retomar el poder, para vivir. ¡Para vivir! ¿No lo entiendes?

Cuando parece que me han abandonado, cuando no puedo salir del papel blanco, como la prisión más dura de mi existencia, cuando ya no sé qué hacer, me recuerdo que el mundo está pálido sin mí. Que todavía puede nacer un nuevo lugar, un espacio feliz, que ayude a agradecer la vida. Por eso, desde hace un tiempo, solo trabajo para jóvenes que devolverán al mundo su riqueza, todo cuanto han aprendido, en sus respectivos países, en sus lejanas ciudades. Trabajo para aquellos que creen en el alma de la vida, en eso que llamamos amor, arte, pasión, cultura, educación. Creo en los mayores, en todos aquellos que dieron lo mejor de sí a la vida y ahora ya no importan a nadie. No hago más que seguir siendo el mismo enamorado, poco juicioso, estúpido vividor. Convido, convido todo el tiempo, no regalo nada, sino que brindo todo cuanto soy y cuanto deseo ser, para seguir así. Ese es mi rumbo, sin metas.

Si al final de todo, tanto esfuerzo sirvió de poco, si nada de lo que me ayudó a mí servirá más que para aliviar un instante a otro, sin conocerme éste, sin que sepa jamás de mí, en el fondo de la galaxia a donde van todos los que parten sabré agradecer la luz de la estrella más fugaz que exista.

¿Para qué sirve mi trabajo? Para contarte hoy que ni un museo, ni la obra de arte más bella, ni la respuesta profesional más coherente, ni la más placentera recompensa, merecen la pena si un solo hombre, si una sola mujer, añora la muerte por nuestra desidia, por nuestra comodidad. Mi trabajo es ese que aprendí de los que de verdad amaron la vida y sirve para no morir, no morir sin más.

Paco Pérez Valencia | Museógrafo, Creador de La Universidad Emocional y Codirector del Posgrado ESPACIO EFÍMERO. Arquine – UPC. México.

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