José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
La Ciudad de México, entendiéndola como una extensión territorial que abarca tanto al centro como la periferia, fue dura, sinónimo [...]
19 junio, 2023
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
Pensar en las puertas de la ciudad es casi un sinónimo de imaginarse un monumento. El umbral que anuncia que ya te encuentras en la capital de un país tendría que lucir como un arco hecho de mármol. O bien, podría tratarse de una plaza: por ejemplo, al Zócalo llegan todas las protestas, desde el movimiento de la Revolución mexicana hasta los padres de los 43 desaparecidos en Ayotzinapa, porque es en la ciudad y en su plaza principal donde la historia del país tiene sus momentos definitivos. Pero considero que las puertas de la ciudad se encuentran mucho más alejadas de aquella planicie política. Si elaboramos una búsqueda en Google con las palabras “Metro Pantitlán”, la sección de imágenes del buscador arrojan el caos puro: un hacinamiento que desborda el espacio del andén y se apropia de las escaleras, de la estación, de la ciudad. Para el imaginario de las zonas centrales de la capital de México, Pantitlán es una zona de guerra, un colapso perpetuo: una serie de noticias que confirman lo que las periferias viven no por fallas infraestructurales, sino por el simple hecho de no encontrarse en el centro. Bien se podría jugar con la idea sobre lo civilizado y lo salvaje del Colonialismo, a la cual hasta podría delatar la simple ubicación del Metro Pantitlán: así como una buena parte del mundo fue un Oriente que fue representado en las cartografías como un sitio de criaturas mitológicas, el Oriente inasible y exótico de la ciudad es esa estación del metro, ahí donde el mármol y el nacionalismo se diluyen en una multitud que simplemente busca llegar desesperadamente a un destino; donde la ciudad no es una postal turística.
Sin embargo, el caos existente de Pantitlán y de todas las líneas que convergen en ese punto neurálgico del Sistema de Transporte Colectivo, podría tener otra lectura. Si el Metro Pantitlán es uno de los nodos más convulsos del transporte público es porque se trata de una frontera que delimita al oriente no sólo con una zona central de la ciudad, sino con toda la ciudad. El Metro Pantitlán es un umbral entre aquella casa en la que sólo se pernocta y el espacio de trabajo en el que se llevan a cabo algunas funciones fundamentales de la vida, como comer y relacionarse con los otros. Lo que puede servir para plantear una duda: ¿dónde se encuentra realmente la ciudad? En toda la ciudad hay edificios de oficinas y de vivienda, pero, en un lado de la frontera, se encuentra un importante índice de la fuerza laboral. Tal vez, la distinción entre centro y periferia quede completamente inhabilitada por ese hecho. Acá están los monumentos, allá la otra mitad de la ciudad. Y pareciera que en esos transbordos entre Pantitlán y el norte, poniente y sur de la ciudad, se está entregando un pasaporte que nos lleva sólo a poder tener un trabajo que únicamente dará a cambio los recursos para sostener una vida que implica enfrentarse, diariamente, al exceso de una infraestructura fallida.
En la década de los 90, el antropólogo Marc Augé propuso la descripción de los “no-lugares”, espacios cuya naturaleza transitoria no podía activar significantes históricos o que pudieran tener el peso simbólico para la vida colectiva. Los aeropuertos y las autopistas ejemplifican la propuesta. Pero Augé suma a estos espacios al metro. Para el autor, las posibilidades de que un sitio como el metro signifique algo es porque los usuarios colocan sus propias historias en los andenes, vagones y transbordos. En el caso de Pantitlán, resulta un mero afrancesamiento (una afectación estilística, vaya) hablar de los “no-lugares”. Sería más preciso seguir utilizando la figura de las puertas de la ciudad cuya condición fronteriza trae consigo historias subjetivas , sí, pero que están estructuradas por el desgaste. Como dice Victor Burguin, la ciudad es una promesa que, como tosas las promesas, no siempre se cumplen. Todos los que atraviesan esa frontera tienen como único propósito llegar puntuales a sus destinos, pero son tantos que se vuelve imposible tan siquiera una mera cortesía como la puntualidad. Asimismo, factores ineludibles como las lluvias temporales de la capital mexicana resquebrajan toda posibilidad de que un transporte funcione como tal. Por eso mismo, quienes atraviesan esas puertas se vuelven habilidosos para ingresar a la ciudad. He visto a personas completamente confundidas por los códigos de color que orientan a los usuarios que transbordan ahí para dirigirlos a la línea del metro que necesiten utilizar. Y sé de quienes no sabrían qué hacer si los desalojan de los andenes para iniciar por cuenta propia el camino a casa.
Pero ninguno de estos ciudadanos que debe encontrarse a las puertas de la ciudad, incluso antes de que amanezca, es un aventurero que conoce los caminos secretos de los mapas de las tierras perdidas. Aquí es donde las metáforas son, más bien, un eufemismo minúsculo. La distinción entre centro y periferia sigue funcionando porque se ha reforzado que deben existir esas diferencias. Las puertas de la ciudad no son un hito triunfal, ni ese sitio liminal que incluso es un “no-sitio”. Se tratan de un nodo con ramificaciones cada vez más agrietadas o inutilizadas. Y mientras los responsables se presentan para el cargo de la presidencia ya de todo un país, aquellos ciudadanos son expulsados de un servicio público para encontrar sus propios caminos.
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