Gobierno situado: habitar
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2 julio, 2014
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
En el libro Los Angeles, The Architecture of Four Ecologies, el crítico e historiador inglés Reyner Banham intenta un análisis de la ciudad californiana más allá de nombres de estilos y arquitectos, sino a partir de la compleja relación de la arquitectura y el urbanismo con una geografía. Entre los arquitectos que si menciona Banham, en el capítulo sobre los pioneros exóticos, está Irving Gill. Nacido en el estado de Nueva York en 1870, era hijo de un carpintero y no estudió arquitectura, pero entró a trabajar primero con Ellis Hall y luego, tras mudarse a Chicago, en el despacho de Adler y Sullivan, donde también era aprendiz otro joven: Frank Lloyd Wright. En 1893 Gill se muda a California donde poco a poco va ganando prestigio. Según Banham, su arquitectura, como toda la de los pioneros exóticos, le debe mucho al estilo colonial español —o, para nosotros, californiano— que, según el mismo Banham, más que un estilo puede entenderse como “algo que siempre está presente y puede darse por hecho, como el clima.”
Banham explica cómo la arquitectura de Gill se ha comparado persistentemente con la del arquitecto austriaco Adolf Loos —contemporáneo exacto de Gill: nacen el mismo año y Loos muere tres antes que aquél, en 1933. Pero —añade Banham— “mientras las superficies blancas y desnudas de Loos son comúnmente protestas negativas muestra de revuelta y disgusto, las de Gill son serenamente afirmativas; su moral es propositiva, no sustractiva.” Recordemos que Loos entendía su labor como de depuración y limpieza, el ornamento era un delito que había que proscribir, un suplemento inútil que ya nada agregaba a los objetos o la arquitectura. Si uno ve algunas obras de Gill, como la casa Dodge, en Kings Road, terminada en 1916 y ya demolida, o el conjunto de Horatio West Court, de 1919, la comparación rápida con Loos parece evidente: volúmenes simples, casi cúbicos, donde todo rastro de ornato ha desaparecido, aplanados y pintados de blanco. Pero si ponemos un poco más de atención encontraremos las diferencias que apuntara Banham. En la arquitectura de Gill no hay nada del puritanismo mitad ético y mitad estético de Loos. Ahí hay, en cada uno de esos dos proyectos mencionados, un arco que es más que un guiño a ese estilo colonial californiano que menciona Banham. Es, como también apuntó éste, una manifestación de una lógica constructiva y arquitectónica tan presente como, digamos, el clima.
Gill me hace pensar en Barragán. A éste también se le ha comparado con Loos. Con menos frecuencia probablemente que a Gill aunque me parece que con el efecto contrario. Las primeras obras de Barragán en Guadalajara, tras recibirse en la Escuela Libre de Ingenieros en 1924, son cercanas a ese estilo colonial que describe Banham para Los Ángeles a finales del siglo XIX y principios del XX. La casa González Luna, de 1929, en Guadalajara, es un buen ejemplo de esa arquitectura, compartida por algunos de sus contemporáneos y amigos de la misma generación, como Ignacio Díaz Morales o Rafael Urzúa. De éste último, la casa Martín y la casa Preciado, de 1929 la primera y del 32 la segunda, ambas en Guadalajara, tienen aún una fuerte reminiscencia colonial: los muros masivos aplanados en blanco, la teja, los arcos. La casa Aguilar de Urzúa, también en Guadalajara, de 1933, es ya distinta: conserva la teja, los muros blancos y los arcos, pero su volumen se acerca al de un cubo, cada vez más abstracto.
Algo similar pasa con Barragán. Si la ya comentada casa González Luna, del 29, o la Cristo y la Franco, del mismo año, también en la ciudad de Guadalajara, tienen las mismas características de aquellas de Urzúa, la casa que a partir de una ya existente proyecta para su familia en Chapala, en 1932, tiene características distintas. Los materiales son los mismos pero el volumen se simplifica: tres elementos, el central de menor altura que los laterales. Las ventanas son rectangulares a excepción de un arco en la planta alta del cuerpo central. Aunque en general la casa es un volumen simétrico las ventanas y la puerta de acceso no están dispuestas de ese modo: no responden a un sistema de composición regulado a priori sino resultado de la interacción entre el interior y el exterior. Hay ahí un elemento que puede vincular a Barragán tanto con Loos como con Gill y, al mismo tiempo, con cierta tradición vernácula.
Dos viajes a Nueva York, Europa y al norte de África pondrán a Barragán en contacto con la arquitectura de Marruecos, con los jardines y los libros de Ferdinand Bac pero también con las vanguardias europeas de entre guerras, con Le Corbusier, claro, pero también con Kiesler, a quien conoce en Nueva York. Se establece en la ciudad de México e inicia su segunda etapa, mucho más racionalista y que algunos juzgan menos importante que la anterior, en Guadalajara, o que la que seguirá tras su reinvención a finales de los años 40. Es un error. En ese periodo Barragán no sólo diseña y proyecta una serie de buenos ejemplos de arquitectura funcional como el par de casas en avenida México, en la colonia Hipódromo Condesa, de 1936, un edificio de departamentos y un par de casas en la calle de Sullivan, del 39, los edificios de departamentos en la colonia Cuauhtémoc, en Río Misssissipi y Río Elba, del 40, o el de la plaza Melchor Ocampo, del 41, sino que al mismo tiempo empieza la construcción del arquitecto como personaje. Aunque algunas de sus casas de Guadalajara ya se habían publicado en varias revistas, incluyendo la Architectural Record en 1931, es ya con estas casas que Barragán inicia una construcción consciente de su propia imagen y la de su arquitectura, como ha mostrado Keith L. Eggener. Cuando en 1937 se publican también en la Architectural Record fotografías del par de casas del Parque México, Barragán se las encarga a Lola Álvarez Bravo. El encuadre no sólo es cuidado sino sofisticado. Ese interés en la representación fotográfica de su propia arquitectura continuará después, en su tercera etapa, con la colaboración constante con Armando Salas Portugal.
También es en ese periodo cuando Barragán construye la otra mitad de su personaje arquitecto: el desarrollador inmobiliario. De esos pequeños edificios de departamentos se deriva en parte el Barragán que decide invertir y desarrollar, por ejemplo, el Pedregal de San Angel. Su éxito como desarrollador también le abrirá la posibilidad de dedicarse sólo a la arquitectura que le interesaba. Para inicios de los años 40 Barragán empieza a trabajar en Tacubaya, en la calle General Ramírez, en arreglar una casa y, sobre todo, los jardines que la rodeaban. Unos años después construirá en los terrenos de al lado su famosa casa de grandes muros prácticamente ciegos hacia el exterior y con el enorme ventanal partido por una cancelería en cruz hacia el jardín.
En esa casa es donde, probablemente, podamos ver con mayor claridad la relación que va, a saltos, de la arquitectura Colonial Española en California y su reinterpretación por Irving Gill, a la relación formal que algunos establecían entre éste y el vienés Adolf Loos –y que Reyner Banham criticara. De las variaciones sofisticadas que simplificaban la arquitectura vernácula colonial, tanto en Gill como en Barragán, a una manera de entender tanto el espacio como la relación entre el interior y el exterior, en Loos y en Barragán.
La afirmación muchas veces citada de Adolf Loos, que la arquitectura sólo era arte al tratarse de la tumba o del monumento, se complementa con su idea de que la casa no puede ser una obra de arte, pues si éste es el terreno de la invención, aquella lo es de la costumbre y del hábito. Para Loos la casa es fundamentalmente un interior, un espacio privado. Por eso sus casas son a veces volúmenes compactos, austeros al exterior pero de una complejidad espacial sorprendente. Loos decía que su arquitectura no podía dibujarse en planta: perdía sentido. Para Loos había que pensar en un plano o secuencia de espacios –el raumplan. “En los interiores de Loos –escribe Beatriz Colomina– nuestro cuerpo debe girar continuamente para encarar el espacio que acabamos de dejar más que el que sigue o el exterior.” Colomina también explica que para Loos “una casa es un escenario para el teatro familiar, un lugar donde la gente nace, vive y muere. Mientras una obra de arte, una pintura, se presenta a un espectador separado en tanto objeto, la casa es recibida como un ambiente, como un escenario, en el que el espectador está involucrado.”
La casa de Barragán en General Ramírez es, en muchos aspectos, Loosiana. El exterior que se cierra y poco expresa de lo que sucede al interior y las ventanas que perforan las fachadas sin algún trazo regulado por éstas sino respondiendo a la pura lógica del espacio vivido; la serie de espacios que van conectándose, cambiando de altura, comprimiéndose y expandiéndose y que difícilmente traducen esa riqueza en una planta arquitectónica – ya Juan Acha escribía, en 1980, que en la arquitectura de Barragán, “gracias a una singular estructura parietal, cada uno de los espacios habitables comienza a girar en torno a sí mismo.” La arquitectura de Barragán es tan teatral como la de Loos –incluso si su casa no es el escenario de la vida familiar sino el cuidadoso montaje para una máquina soltera: él mismo. Cada espacio esconde y al mismo tiempo anuncia al que le sigue, a veces reflejados en espejos esféricos que los condensan en un solo punto.
Relacionar a Barragán con Gill y con Loos, más allá de un poco probable conocimiento del primero por parte del arquitecto mexicano, o con Loos, de quien es mucho más imaginable que haya tenido noticias, no implica, por supuesto, restarle importancia. Al contrario. Hay que pensar que junto al Barragán silencioso y autóctono que consagró el Pritzker y cuyo mito él mismo se empeñó en construir cuidadosamente, hay otro, cosmopolita e informado, capaz de construir con el viejo muro de la hacienda el espacio fluido de la modernidad.
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