Espacios para la vida: Entre Alchichica y Litibú
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¡Felices fiestas!
16 junio, 2021
por Jose Maria Wilford Nava Townsend
Mientras surca el cielo, el color amarillo de la cola resalta contra el resto del plumaje, que combina cafés y negros. Su vuelo es rápido, como el de otras aves medianas; un par de aleteos combinando con segundos donde el planear pareciera un ejercicio de tensión plástica, más que una forma de transportarse en el espacio.
La especie habita a lo largo de prácticamente toda la costa del golfo, y buena parte del caribe. Yo la descubrí gracias a la primera visita que hice con Raúl de Villafranca y Lalo Beristain a Filobobos. A partir de ahí, cada vez que regreso a las regiones veracruzanas cercanas a la costa, uno de mis principales ejercicios de contemplación visual es encontrarla, ya sea en individual o en grupo.
El encuentro no deja de tener un fuerte contenido de la deformación profesional que, como arquitecto, me lleva a analizar todas las formas de construir un hábitat, además de la inherente fascinación personal sobre todos los seres vivos que componen la naturaleza de nuestro planeta, fascinación inyectada consciente e inconscientemente por mis padres durante mi infancia.
¿Cuál es entonces, se preguntarán ya los amables lectores de esta sección, el objeto específico que focaliza la atención arquitectónica en una especie de aves? Bueno, la respuesta es más que obvia: su nido.
Todos los nidos tienen cualidades peculiares, pero este en particular llega a materializar una capacidad de síntesis entre forma, función y estructuración, digna de ser estudiada. Y, sin embargo, el ejercicio no queda ahí, pues el objeto habitable “nido”, puede ser un evento individual y aislado en un solo árbol, o convertirse en un ejercicio de habitación colectiva en otro, eso depende de la escala de la estructura arbórea donde se construya.
El sujeto habitable, pues en un universo des antropocéntrico nada es objetivo, todos los elementos son sujetos esenciales del sistema, es un tejido alargado que se sujeta a la rama del árbol, y se va abombando hacia la base formando una bolsa con una sola oquedad hacia el centro de ésta, por donde se accede al interior. La urdimbre textil, realizada con hierba seca perfectamente seleccionada por las Oropéndolas, se tensa en la medida en que el peso de los habitantes (adultos, huevos, crías) va incrementando, de tal forma que se vuelve más resistente cuando está ocupado, que cuando no lo está. Por supuesto, tiene sus límites.
En los eventos analizados en la última visita, que incluyen una bella Pochota bicentenaria donde se da toda una ciudad colgante a partir de estas habitaciones, y un Jiote (Bursera Simaruba) de dimensiones medianas para un árbol, donde una familia decidió tener un entorno más privado, llama la atención el cómo en ambos casos se evade la sección norte del ramaje. Los nidos tienden a ubicarse haca el sur oriente, sur y sur poniente. Sin ser una regla contundente, el hecho de que los meteoros que más pueden afectar la estabilidad y permanencia de la construcción sean los popularmente llamados “Norte” —tormentas cuyos vientos intensos y fríos provenientes de dicha orientación, impactan la región en determinada época del año— nos da ya una idea de que hay algo más en la forma en que construye y distribuye sus habitaciones esta especie, que la pura necesidad inmediata.
Desde una perspectiva antropocentrista, racionalista, y por lo tanto denigratoria de cualquier otro tipo de conocimiento que no se derive de esta muy puntual perspectiva (incluyendo claro está, el conocimiento generado dentro de nuestra misma especie, de otros sistemas culturales no considerados “racionales” por este fragmento ideológico) diríamos que es un tema de instinto, no de inteligencia y mucho menos, de sabiduría. Pero en los últimos tiempos, viendo cómo toda nuestra ciencia racionalista y el conocimiento derivado de ella, nos acerca veloz e inexorablemente al cisma bioclimático del planeta, he de tomar pese a las críticas que esto conlleve, justamente una visión contraria.
Así pues, la sabiduría de esta especie de aves no sólo es capaz de producir un espacio habitable que ondula pendularmente durante el arrullo de la brisa, con alta capacidad de transmisión de cargas a tensión. Además, es capaz de ubicarla en la orientación más protegida con respecto a los vientos tormentosos que puedan amenazar la construcción, de generar a través de un solo elemento integral estructura, fachada, sistema de ventilación, cobijo térmico y sensación de resguardo. Súmele el que dicho elemento es biodegradable, y que sus habitantes, sin el lastre que implica el apego a las cosas, son capaces de sustituirle cuando ha terminado su vida útil.
Nuestra especie ha sido capaz de generar estructuras similares a lo largo de su historia, con el mismo sentido integral y la misma capacidad de desapego, entendiendo los procesos de cambio como parte del universo en permanente transformación. Pero cuando al igual que en un ecosistema, en la generación de conocimiento se condena la diversidad y se apuesta por visiones únicas, la viabilidad del proceso cultural que así actúa tiende a entrar en una crisis cuyo peligro de mantenerse, es llegar a la extinción. Habrá que aprender a aprender nuevamente.
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