La intervención interpreta el antiguo convento del siglo XVI donde se inserta como un contexto continuamente alterado a lo largo de los siglos, un espacio cambiante producto de las transformaciones sucedidas en el tiempo que lo han ido marcando con diversas huellas y cicatrices.
Más allá del interés historiográfico, toda esta sucesión de alteraciones sugiere una metamorfosis continua que trasciende estilos y diluye certezas patrimoniales, el acercamiento al edificio surge entonces de la búsqueda de una materialidad más cruda y veraz que sospechamos que, como en el pentimento, está oculta por los revestimientos de la antigua escuela universitaria que fue hasta finales del siglo XX.
Así, en un entorno tan alterado y ante la extrema limitación presupuestaria, la acción de desvelar activa el proyecto convirtiendo la destrucción en algo tan natural como la propia construcción, acaso como nos sugirió la conversación fortuita mantenida con El Tono, artista urbano que en aquellas primeras semanas de trabajo rasgaba los revestimientos existentes descubriendo tras ellos un edificio oculto y latente.
Tras desenmascarar suelos, paredes y techos, los arquitectos ejecutaron un jambeado (no logro entender lo que es eso) para los huecos de paso desdibujados por el tiempo y una nueva carpintería en el claustro que recupera su relación transparente con el patio como el deambulatorio que fue.
Queda así una intervención áspera que no pretende ser conclusiva y que ofrece, como si de un relato inacabado se tratase, un momento intermedio que debió suceder a partir del cual todas las opciones son de nuevo posibles, un espacio en puntos suspensivos a la espera de que cada exposición artística venga a completarlo.