Los dibujos de Paul Rudolph
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28 febrero, 2011
por Miquel Adrià | Twitter: miqadria | Instagram: miqadria
Glenn Murcutt dio su última conferencia. El premio Pritzker australiano cerró el congreso de arquitectura organizado por la Universidad Marista de Mérida, con una reflexión sobre su propio trabajo, mostrando sus referencias –desde el paisaje australiano hasta la forma de una hoja- para cerrar con una mirada panorámica sobre sus obras. En este segundo congreso anual también participaron el tejano Carlos Jiménez y el yucateco Augusto Quijano.
Murcutt, en su despedida de los escenarios, hizo una apología de las cosas bien hechas, del trabajo artesanal, de la filosofía naturalista de Thoreau y del dibujo a mano. Para él, dibujar es muy importante, es dejar que la mano se exprese y que de ella emerja la forma del trazo. Dibujando se piensa. Las computadoras -sentenció finalmente- ayudan a hacer arquitectura idiota.
Este gurú de la arquitectura sustentable que se precia de trabajar solo, no hacer más de un proyecto a la vez y habitar semanas enteras con sus futuros clientes (y pacientes) para conocerlos a fondo, defendió una arquitectura responsable y no impositiva. Una arquitectura que considere todo: luz, topografía, agua, peso, natural, responsable, estructura, espacio, cultura, contexto, tecnología, ya que –afirma-, “seguimos transformando en exceso la materia, consumimos demasiada energía y despilfarramos los recursos del planeta.”
Murcutt reivindicó el término ‘funcionalismo ecológico’ acuñado por su colega finlandés Juanni Pallasmaa, en lugar de redundar en la sustentabilidad, ya vacía de contenido. Para él la arquitectura debe entenderse más como un proceso que como un producto, más como un artefacto que asume el lugar, la cultura, la ecología y la tecnología, desde la responsabilidad y el compromiso. “No debe importar estar a la moda como ser honesto”, decretó ante la concurrida audiencia de estudiantes.
Ya fuera del escenario recordó su encuentro con Barragán. Lo conoció en 1973, cuando el premio Pritzker mexicano tenía 62 años y Murcutt era un joven arquitecto. Su trabajo integro, moderno pero bañado de una sutil capa de pasado –dijo- le dio energía y confianza en sus primeros pasos profesionales. Generoso con el tiempo y los jóvenes inquietos, Barragán le platicó de música, religión y arquitectura. También le ayudó a asumir la ansiedad necesaria que conlleva cada proyecto ya que, como le confesó Barragán, siempre se ponía nervioso ante un proyecto nuevo. Años después lo volvió a visitar pero Barragán ya prácticamente estaba retirado. Se limitaba a rechazar proyectos, con gran contrariedad –según recuerda- de su socio Raúl Ferrera.
Estos días Murcutt buscó entre las monumentales ruinas mayas una nueva lectura Avatarquitectónica más moral que estética, para exhortar el trabajo bien hecho como resistencia ante la aceleración global.
Avatar de la arquitectura
El dibujo muestra como funciona cada aspecto del edificio.
Citas a Thoreau. Nostalgia.
Tienes que empezar como te gustaría terminar (le decía su padre).
Tratar de hacer bien las cosas.
Barragán, según recuerda, era muy formal, de derechas, defensor de Franco en España, por ejemplo. Fue muy amable.
“Después de hablar una hora, con un amigo que traducía ya que Barragán no hablaba inglés, fue a cancelar dos compromisos que tenía y me obsequió su tiempo. Toda la tarde estuvimos platicando de música, de religión, de política, de arquitectura. Después pasé más de dos horas deambulando por las calles reflexionando sobre todo lo que me había dicho. Muy generoso con su tiempo y con los jóvenes. Fui muy privilegiado de conocerlo y me dio mucha confianza. Lo volví a visitar muchos años después. Le pedí que me mostrara los proyectos que estaba haciendo y me confesó que hacía muy poca cosa. Que permanentemente decía no, no y no a posible encargos. Por ello, su socio Ferrara estaba muy molesto y la relación entre ambos era muy tensa”.
Barragán le contó que siempre se ponía nervioso ante un proyecto nuevo. Cierto grado de ansiedad es fundamental para proyectar.
“También conocí a Francisco Gilardi, quien sólo acudía a ver a Barragán cuando Ferrara no estaba, para quien era un buen hombre pero tremendamente estúpido y que no entendía el sentido más profundo de la obra de Barragán. Quizá, añade Murcutt, no deba extrañar que pocos años después de la muerte de Barragán, su último socio se quitara la vida”.
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