9 febrero, 2014
por Arquine
Qué fácil es olvidar. Quizá por eso necesitamos monumentos: para recordar. A veces para celebrar y otras para mantener viva la memória. Si del arte se espera que llegue la emoción, la sorpresa, el arrebato y hasta la indignación, del arte público quiza quepa esperar algo menos y mucho más. Menos, en tanto que la relación íntima entre arte y espectador no necesariariamente aplique a todos por igual, y más, en la medida que tiene que ser el resultado de un consenso, de una manifestación ciudadana.
Si el arte público se deja en manos de los procesos burocráticos de nuestras administraciones no debería sorprendernos que acabaran concursándose las ofertas de tres “monumentohacedores”, entre calificados escultores, acreditados artistas y arquitectos colegiados, privilegiando la más barata o la “regalada”. Pero ¿se puede invadir el espacio público con artefactos (con valor artístico agregado, o no) por el solo hecho de ser un obsequio?
Hay buenos ejemplos, y la tradición mexicana de ornamentar y monumentalizar la ciudad con arte público es notoria. Cabe recordar las Torres de Satélite de Luís Barragán, la Espiga de Tamayo y otras tantas esculturas -de Calder a Subirachs– a lo largo del periférico olímpico en la ciudad de México, para poner el listón bien alto. Pero también son nuestros los sebastianes sembrados por toda la República, el controvertido arco del bicentenario convertido en estela de luz, los ángeles caídos sobre el camellón de Reforma y el monumento a un dictador remoto en el Bosque de Chapultepec.
No hay razón para ornamentar la ciudad. Su belleza debe emerger de la razón, de la buena factura de sus elementos y del consenso ciudadano. En este sentido -parafraseando a Adolf Loos- el ornamento sí es delito, si procede de la arbitrariedad.
Osvaldo Sánchez apunta que el arte público por tradición es también eso: objetos estéticos insertos en el marco experiencial de lo público. Y discutir sobre arte público hoy no es, en esencia, una discusión de orden estético.
“En la contemporaneidad -añade-, el arte público es una práctica transdisciplinaria, de condición temporal, capaz de instigar intercambios creativos y redes empáticas de restauración social y política, no regulados desde la ideología. Y es ahí, en tanto dispositivo de dominio público, que ciertas prácticas artísticas cobran una mayor relevancia en un entorno de participación social directa, en la creación de situaciones o de experiencias —no sólo estéticas— en el espacio urbano. El arte público ha ido aprendiendo a compensar la tradición de la escultura monumental en el paisaje citadino y cada vez más ha empezado a enfocarse en la producción de un arte situacional, de procesos relacionales y de prácticas culturales contaminantes”.
La escultura pública reducida a totems ornamentales, sin conexión con el lugar, sin diálogo con su contexto urbano e histórico o sin involucrar a los valores y anhelos de la comunidad, no tiene sentido. El monumento es memoria y emite en baja frecuencia: como el Espacio escultórico en C.U., o aquel memorial al holocausto, escondido detrás de Nôtre Dame en la popa de la Cité parisina desde donde se puede ver correr el agua del Sena, o el monumento al poeta Salvador Espriu que inauguró recientemente Frederic Amat en Barcelona. El arte público, cargado de significado, debería pasar inadvertido al transeunte fugaz, siendo remanso para la meditación y el recuerdo para el ciudadano atento. No debería competir con la publicidad ni con la señalética. Debe apelar al silencio más que redundar en el ruido.
Quizá Amat llegó a pensar que el mejor homenaje escultórico a la poesia pasaría por plantar un árbol como metáfora viva, pero ahí estaba el obelisco, en el cruce de Paseo de Gracia y la Diagonal, los ejes vertebradores del ensanche barcelonés. Un obelisco, popularmente conocido como “el lapiz” es un ícono cargado de memória (homenaje a Francesc Pi i Margall, uno de los proceres de la Primera República Española e inaugurado por Lluís Companys, presidente de Cataluña en 1936 al inicio de la Guerra Civil, convertido actualmente en la insignia de la plaza Juan Carlos I). Ahí se inscribe el homenaje al poeta catalán que coexistió con los avatares históricos del obelisco. La propuesta de Frederic Amat, responde al contexto y a la historia con una pisada, con una vaina que es el molde horizontal del obelisco, como la sombra de un ciprés o un cadafalco, conmemora a quien hizo de la muerte centro de su laberinto literario, una herida en la tierra, un surco que procura el diálogo con la columna parada y su historia. Quizá pase desapercibido, quizá emocione a unos y sorprenda a otros. Evoca sin competir con el ruido urbano y la urgencia.
¿Deberíamos en México recordar a Carlos Monsivais y a José Emilio Pacheco o calmar nuestro horror vacui con totems ornamentales a capricho de iniciativas privadas?
Las políticas de lo público deben ser públicas y transparentes. Deben responder a la necesidad de recordar y reconocer. Deben regirse por ciertas reglas, enfocadas a construir un mundo mejor. No es un tema urgente aunque si es delicado y ante la duda -en tanto que prescindible- mejor la abstención. Las autoridades que reciban totems ornamentales deberían recordar que el espacio público es de todos y ellos sólo son los administradores. Ante la disyuntiva de darles lugar deberían apelar al “preferiría no hacerlo” de Batherby.