Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
9 marzo, 2016
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
En el Tratado de nomadología, parte de Mil mesetas, Deleuze y Guattari explican la arquitectura gótica a partir de “una voluntad de construir iglesias más grandes y más altas que las románicas. Siempre más lejos, siempre más alto.” Pero aclaran que esa diferencia no era meramente cuantitativa —cuestión de medidas— sino sobre todo cualitativa: “la relación estática forma-materia desaparece en beneficio de una relación dinámica material-fuerzas.” La materia se pensaba como algo inerte, siempre materia bruta a la que la forma se le impone desde afuera y desde arriba. El material, en cambio, ya tiene forma: es mármol o es granito, es bronce o es oro, cada uno tiene sus propias cualidades, su propia organización, su propia lógica que ejerce fuerzas específicas: el esfuerzo que resiste, el esfuerzo que exige para ser modelado. “Es la talla de la piedra, dicen, la que la convierte en un material capaz de tomar y componer las fuerzas de empuje y de construir bóvedas cada vez más altas y más grandes.” La definición que dan Deleuze y Guattari de lo que es un bóveda gótica debería ser una de las primeras lecciones que aprendiera cualquier estudiante de arquitectura: “no es una forma sino la línea de variación continua de las piedras.” La piedra, que no es mera materia sino un material que resiste ciertas fuerzas y se somete a otras, recibe una forma específica en relación a la posición que ocupa y al esfuerzo que realiza en la bóveda: “la talla de piedras resulta inseparable, de una parte, de un plano de proyección en el suelo” —la planta, no como dibujo que prefigura una forma impuesta sobre la materia sino como huella (los griegos llamaban a la planta icnografía: de ichnos, que quiere decir trazo, huella, pista, marca, y grafo, que es escribir, describir) y desplante que organiza, literalmente, un sistema de fuerzas y materiales—, “que funciona como límite plano y, de otra, de una serie de aproximaciones sucesivas (escuadrar) o de someter a variaciones las piedras voluminosas.” Deleuze y Guattari explican que ese trazo se controla mediante una geometría operatoria, a la que califican como ciencia menor, en la que “el trazo saca la cifra” y en la que “no se representa: se engendra y se recorre.” Seiscientos años después de que las catedrales góticas se construyeran de esa manera, Gaudí utilizará modelos a escala que no hay que entender como representaciones sino como experimentos y diagramas del comportamiento de fuerzas y, unas décadas después, Frei Otto —que recibió el premio Pritzker 2015 póstumamente: murió el 9 de marzo del mismo año— hará el mismo tipo de ejercicios en los que, en sus modelos, el trazo empuja la cifra. Jesse Reiser y Nanako Umemoto, siguiendo a Deleuze y Guattari, llaman a ese método computación material: “dentro de esa manera de pensar, dicen, el experimento físico se ve como el único medio para resolver situaciones en las que las variables son tan numerosas que no se pueden definir con avance.” Algo que podría decirse de cualquier modelo que, citando de nuevo a Deleuze y Guattari, no representa sino que engendra. En su libro, Architectural Model as a Machine, Albert Smith dice que los modelos arquitectónicos son “mecanismos para pensar utilizados para hacer visible lo invisible.” Incluso así, en un modelo a escala, la forma no es algo que se sobrepone a una materia sino que se compone con las fuerzas y los materiales que lo conforman.
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