¿De quién es el aire?
Al edificio que hasta hace unos años ocupaba el predio ubicado en Avenida Juárez 92 se le conocía como el [...]
2 marzo, 2016
por Ernesto Betancourt
Al miedo a las alturas se le conoce como acrofobia. No hace falta demasiado conocimiento para saber que el término proviene del griego y nos sirve para recordar al más famoso conjunto edificado de la antigüedad: la Acrópolis. Su reconstrucción en Atenas en el siglo V a.C. le dio un renovado impulso al mundo helénico tras derrotar a los persas y sigue iluminando desde las alturas nuestra conciencia: “el Partenón no fue tan solo un templo dedicado a una diosa; no fue tampoco únicamente el decantado sublime de todas las indagaciones técnicas y estéticas hechas con anterioridad en Jonia y en la Magna Grecia; ni fue tan solo la evidencia innegable de que el hombre había conseguido conquistar una buena parcela del terreno divino de la geometría. Fue esto y mucho más; y fue, conscientemente, un rotundo monumento a la ciudad y a la democracia.” (1)
El impulso de vivir en las alturas es muy, muy antiguo. Quizás desde que el Homo Sapiens se volvió Homo Erectus, para continuar su historia erguido y utilizar mejor el sentido de la vista, surgió un deseo de elevación. Los hombres desde entonces subieron a las colinas, erigieron menhires, construyeron catedrales, lanzaron altos cohetes al espacio y desde hace poco más de 100 años construyen edificios arriba de los cien metros —hasta el mayor registro hoy para un rascacielos: los ocho-cientos metros de la torre Burj Khalifa de Dubai.
En la rebautizada Ciudad de México, no solo vivimos en una cima a 2200 metros sobre el mar, sino que los mexicas —que cada 52 años se reinventaban como nosotros ahora cada seis— se encargaban en cada ciclo de engrandecer y crecer en altura el más claro símbolo de su poder: el doble templo de Huitzilopotchli-Tlaloc, llegando en su última etapa a rebasar los 45 metros. Hoy equivaldría aproxi-madamente a un edificio de unos 12 pisos —más alto que cualquier edificio dentro de la traza antigua, exceptuando las torres de la Catedral y la Torre Latinoamericana.
México no conoció las acrobacias góticas de Europa, sin embargo, a pesar de las limitaciones del suelo del altiplano, el ímpetu español logró audacias por arriba de la cota 50 de la Catedral o las torres de San Hipólito o la Profesa: muy bajas si las comparamos con las agujas góticas, pero cuya prominencia marcaba en el paisaje de la ciudad colonial puntos de referencia y de culto. México independiente fue parco en crecimiento vertical, en gran medida porque la economía de guerra que predominó durante casi setenta años no era la más propicia para ir hacia arriba. Si omitimos el monumento a la Independencia o el inacabado Palacio Legislativo, no hay mucho que buscar en las alturas. Sólo el “imperius interruptus” de Maximiliano, aspiró a las alturas en la modesta cumbre de Chapultepec, construyendo un sencillo alcazar.
Tras la Revolución, en cuanto el país tomo nuevo rumbo y la economía lo permitió —hacia la tercera década del siglo XX—, se comenzó a construir en altura. No mucho, pero en la ciudad se hizo común el uso del concreto y se imitaron las imágenes de Hugh Ferriss sobre el paisaje imaginario de NY. Ortiz Monasterio levantó dos ejemplos en ese modo retranqueado que imponía la norma en Manhattan y que en San Juan de Letrán resultaba novedoso y futurista: el edificio de La Nacional y la Mariscala, demolido para dejar una caries sin tapar en pleno centro de la ciudad. La construcción de oficinas en altura se generalizó, aunque desgraciadamente no para la vivienda, culminando dos décadas después con una plástica distinta en los muros cortina de la venerable Torre Latinoamericana de Augusto Alvarez, que no obstante la tierra fangosa de su suelo, conservó por mucho tiempo el honroso titulo del edificio más alto de México y de Latinoamérica y que ha resistido mucho mejor los sismos que muchas construcciones de menor altura.
Con las crisis económicas de los setenta vino el “agachadismo,” como llamó Ríus a su tragicómica historieta que pintaba el mosaico de corrupción, atraso y abuso en el que se vivía. Devaluaciones y la crisis de los bancos pegaron fuerte en la industria de la construcción. Por un breve lapso de tiempo la gran escala se mudó primero a la avenida de los Insurgentes, prima lejana de Reforma, y después a Santa Fe. Escuetas y aisladas torres surgieron principalmente hacia el poniente del valle. Una precoz Torre Mayor se posó en los ochenta a la entrada del Bosque de Chapultepec, en un dialogo tú a tú con el Castillo de los Habsburgo. La Torre Mayor anunciaba a comienzos de los ochenta, el retorno de los rascacielos a la calle mejor imaginada del país: el Paseo de la Reforma, el primer y el único gran bulevar moderno que a casi 170 años de trazado, muestra hoy su mayor esplendor. Reforma es quizás la única calle realizada no como complemento de una urbanización fraccionadora o de lotificaciónes habitacionales, sino como un gran bulevar que podría conectar el desarrollo y generar valor primero y plusvalía después. No en vano adoptó el nombre de la primera gran iniciativa del capitalismo moderno del país: las Leyes de Reforma. A diferencia de las grandes intervenciones haussmanianas que se insertaron dentro de la ciudad antigua, el Paseo se abría hacia afuera de la ciudad congestionada y enclaustrada en el pasado colonial: una columna de aire fresco que ahora recibe huéspedes acordes con su escala: la recién inaugurada Torre BBVA, la Torre Reforma, 222 o Mapfre, por mencionar los más conocidos. El perfil de la ciudad hoy es otro, la ciudad de México renace con un nuevo “skyline”, que apunta hacia arriba. Llas ciudades adoptan sus perfiles como su imagen más representativa y como se lee en la cita de Olalla, sus construcciones pueden llegar a convertirse en la personalidad e identidad de la ciudad.
¿En que momento buena parte de la sociedad mexicana se enfermó de acrofobia? ¿Porqué un nutrido grupo de opinólogos y ciudadanos vociferan contra las torres que hoy comienzan a redefinir el perfil de la ciudad? Grupos heterogéneos y muchas veces contrapuestos: pobres y ricos, especialistas y legos, de izquierdas y derechas, no quieren torres, no quieren que nadie los vea de arriba para abajo. Su discurso se opone a todo aquello por arriba de los 3 o 4 niveles. ¿Por qué? Porque suponen que el caos en el que asumen vivir tiene un responsable y se llama construcción, edificios, altura, “high density.” Un discurso maniqueo, vago y desarticulado. Si tuviéramos que buscar un denominador común, ese discurso se decantaría más o menos en contra de los intereses privados, la “gentrificación,” la corrupción gubernamental, el tráfico, la escasez de agua y hasta el “hundimiento” de la ciudad.
¿Y es eso cierto? ¿La construcción de estructuras de muchos niveles genera, en automático, tráfico, expulsión o falta de agua?, Puede ser, pero no hay ninguna relación causal implícita entre todos esos fenómenos múltiples que se producen por diferentes causas y motivos. Podría argumentarse en cambio que la alta densidad crea economías de escala, un aprovechamiento más racional de las redes de infraestructura, una menor agresión al territorio y por añadidura muchos son muy bellos, que no es poca cosa. Sin duda las ciudades más eficientes resultan ser preferentemente más altas y para muchos, más bellas —no imagino a Woody Allen en Aguas Calientes o en Rock Springs, Wyoming. Hay que decir en descargo de los acrofóbicos —y quizás eso explique la historia clínica de la patología— que el reciente boom inmobiliario de rascacielos en la Ciudad de México, no ha ido acompañado de una mejora en la calidad de vida de los residentes aledaños, ni se ha acompañado de una oferta plural de vivienda vertical. Las calles están en estado deplorable, el transporte público y privado desfallece, los políticos se financian sin escrúpulos del desarrollo y la infraestructura está fracturada y obsoleta. La percepción generalizada es que los grandes edificios son un negocio —no muy diáfano— para unos pocos, muy pocos, mientras la mayoría permanece empobrecida o abrumada por el tráfico, la corrupción y la obsolescencia. Y todo eso es cierto, no hay forma de negarlo, pero como en todas las patologías estas no se curan matando al enfermo. Da la impresión de que se quiere tirar el agua sucia con todo y niño. Cada vez se escuchan con más frecuencia insensateces como la “moratoria urbana” y los proyectos de planes o programas parciales acusan un mayor segregacionismo y racismo incontenido. Nadie parece estar dispuesto a cambiar los muchos o pocos privilegios adquiridos durante la historia de la perversidad urbana, por una forma más civilizada de ocupación territorial.
El bienestar requiere recursos, financiamiento y en el recién creado estado 32, este no puede venir de la renta petrolera, del turismo o de los migrantes. La ciudad puede y debe crear más riqueza con sus propios recursos: el desarrollo inmobiliario y los servicios. Lo que hay que discutir es cómo repartir y redistribuir esa riqueza, no cómo impedirla u obstaculizarla. Cómo construir mejor y en el centro, cómo reinvertir en transporte, infraestructura, parques y escuelas con los recursos generados por las plusvalías del desarrollo. Pero para poder recuperarlas se requiere primero generarlas: repartir presupone que hay algo que repartir. De otro modo estaremos permanentemente administrando la pobreza: cero entre cero, siempre da cero.
La ciudad ya no crece, pero si debe reacomodarse hacia arriba, no a los lados como ha sucedido en el pasado. Necesitamos generar riqueza y necesitamos ocupar y aprovechar el territorio de manera más racional. Es claro que con 4 niveles, usos unifamiliares exclusivamente, y un cajón de estacionamiento por cada 25 metros cuadrados de espacio nunca se va a lograr. Necesitamos reorganizar nuestra vida horizontal y necesitamos participar de la bonanza edificadora.
El futuro está en las alturas.
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