José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
La Ciudad de México, entendiéndola como una extensión territorial que abarca tanto al centro como la periferia, fue dura, sinónimo [...]
🎄📚Las compras realizadas a partir del 19 de diciembre serán enviadas a despues de la segunda semana de enero de 2025. 🎅📖
¡Felices fiestas!
31 marzo, 2023
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
Existe un consumo actual de la nueva máquina, un placer que podemos calificar de auto-erótico
Gilles Deleuze y Félix Guattari
En su libro Buckminster Fuller Inc. Architecture in the Age of Radio, Mark Wigley propone que los cuerpos de quienes habitan la arquitectura conviven no sólo con la tridimensionalidad de un edificio, sino también con los dispositivos tecnológicos que permiten no tanto el funcionamiento del diseño sino que los cuerpos puedan asimilarse a sus entornos construidos. “Pareciera que todos los objetos, incluidos a nosotros mismos, tienen un radio incluido. Nuestro ambiente se ocupa en captar señales y en transmitirlas”. Más adelante, el autor plantea que esta cualidad de la arquitectura ha modificado cómo, físicamente, nos relacionamos con los muros, paredes, suelos y mobiliario: con las formas tangibles que median nuestros movimientos. Por ejemplo, tocar las superficies de los teléfonos es, también, manipular una señal invisible que tiene efectos muy palpables sobre el entorno y sobre los cuerpos. “Después de todo, la arquitectura nunca ha sido una mera forma de habilidad en separar lo visible de lo invisible”. Las ideas de Wigley giran en torno a un arquitecto que entendió a la tecnología como una forma de utopía. Como lo menciona el propio Wigley, Buckminster Fuller declaró, de manera celebratoria, “ningún edificio permanecería situado o estático con la ‘integración radiofónica que circunda el mundo y elimina las fronteras nacionales”. La globalidad de Fuller es optimista. Además, la tecnología modificaría de manera definitiva nuestra percepción sobre los objetos tridimensionales que utilizamos o que nos albergan. La dicotomía entre lo visible y lo invisible se funde, al grado de que ambos polos se vuelven causales. Según pensaba Fuller, los efectos de los medios de comunicación sobre la labor del proyectista implicaban que las ciudades se reorganizaran para tejer una red global de domesticidades y espacios públicos. Esta idea contemplaba también al cuerpo. Apunta Wigley que, para Fuller, “el atractivo de la radio era inseparable del sentido de las limitaciones físicas. El encuentro inicial con la radio es el encuentro con un nuevo cuerpo e, incluso, con un nuevo cerebro”.
“¡Muerte a Videodrome! ¡Larga vida a la Nueva Carne!” es una de las consignas políticas que se pronuncian en Videodrome, película de 1983 que, 40 años después de su estreno, podría leerse como una reflexión sobre las aspiraciones de la arquitectura y el diseño por hacer de su consistencia algo más invisible y preciso que, incluso, tenga el potencial de influir en la mentalidad de sus ocupantes. Como director, Cronenberg añade al género del horror corporal una noción de dispositivo que opera no tanto como un invasor exógeno, sino como una prótesis que los cuerpos aceptan de manera consensuada. Ya sea la consola de videojuegos de eXistenZ (1999) o los avances ginecológicos que se proponen en Dead Ringers (1988), para Cronenberg, la máquina no es una metáfora que produce deseos (casi siempre sexuales), sino que es un “gran dispositivo alucinógeno” que, a la manera de las representaciones arquitectónicas, genera realidades espaciales y corporales. Max Renn, un productor de televisión dueño de un canal independiente, transmite solamente imágenes de violencia y pornografía por responder a una demanda de sus espectadores, asumiendo que existe una separación asimétrica entre quien mira y la imagen que observa. La televisión no es más que un aparato que transmite fantasías que se satisfacen en cuanto el sistema es apagado, como si el espectador tuviera todavía una especie de agencia. Renn capta una señal pirata de imágenes todavía más crudas que las que él transmite con ayuda de un satélite pirata, sin saber que quien está detrás de esos videos no es una secta snuff (quienes filman crímenes reales) sino “una filosofía” que busca modificar, de manera directa, las estimulaciones neuronales de los espectadores. En realidad, Videodrome es el nombre de las señales que se esparcen en las interferencias de la televisión, la interfase que modifica la percepción de la realidad. En el momento en el que Max Renn se enfrenta a las imágenes, las alucinaciones ingresan al plano de lo tangible: las televisiones empiezan a respirar y a palpitar, las armas se transforman en epidermis y los estómagos en receptores de videocasetes. Las tecnologías no sólo son las fuentes de placer, sino que reorganizan la anatomía misma.
Sin embargo, al igual que pasa con todas las compañías (o con quien puede quedarse a cargo de las técnicas de representación), Videodrome busca controlar a sus usuarios: las transmisiones son una forma de dominación. Pero existen los disidentes. Aquí es donde Cronenberg desarrolla su idea sobre la “filosofía” de Videodrome y de los medios de comunicación, aunque desde una posición conflictiva. Quienes se oponen a ser dominados por las transmisiones buscan romper la unilateralidad entre la tecnología y el cuerpo, también sostenida y defendida por la organización. Las televisiones son bioorganismos en los que un ser humano puede diluirse; de ahí que se pide la muerte a Videodrome para abrir paso a la nueva carne. La visión de Cronenberg siempre ha sido incómoda porque esta decisión de insertarse en la máquina se encuentra estilizada: pareciera que la trama de ésta y otras producciones de Cronenberg son una apología al cuerpo que se suma a la biología de las máquinas, de ahí la incomodidad de Videodrome. Con frecuencia, la ciencia ficción tiene una función moralizante que nos debe mostrar el futuro pesimista que se avecina, pero la crítica de Cronenberg reside en adoptar la voz del tecnócrata que alaba la belleza del tecnocuerpo, así como su disposición a ejercer violencia. Las máquinas de Videodrome no liberan: son meras extensiones abyectas del cuerpo, una nueva cosmética y una nueva sexualidad. En resumen, una posibilidad para el consumo y la sofisticación constructiva. ¿Por qué, entonces, las ideas de Buckminster Fuller y de otros defensores de la tecnología más contemporáneos, como los arquitectos del multiverso, operan bajo una idea de optimismo que pretende liberar las estructuras del diseño y de los cuerpos?
La Ciudad de México, entendiéndola como una extensión territorial que abarca tanto al centro como la periferia, fue dura, sinónimo [...]
Como parte del contenido del número 105 de la revista Arquine, con el tema Mediaciones, conversamos con los fundadores de [...]