Carme Pinós. Escenarios para la vida
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13 mayo, 2014
por Pedro Hernández Martínez | Twitter: laperiferia | Instagram: laperiferia
[Un mapa] es como una palabra hablada, captada de forma ambigua en cualquiera de sus actualizaciones, transformada constantemente en función de las múltiples costumbres que la rodean, situada como un acto del presente (o de “un” tiempo), y modificada por las transformaciones causadas por sucesivas contextualizaciones”
Michel de Certeau
Quizás hablar de mapas sea un elemento recurrente para mí, pero, desde la literatura de Borges a los análisis y desarrollos de nuevas formas de cartografía a través de nuevos sistemas como satélites o drones, los programas open source o aquellos que despliegan datos en tiempo real, los mapas y las cartografías parecen estar constantemente en evolución. Una evolución que se manifiesta en un doble sentido: en la aparición de las nuevas técnicas de representación y en la naturaleza misma del mapa pues, como apuntan M. Dodge y R. Kitchin en Rethinking maps. Progress in Human Geography “los mapas nunca están completamente formados y acabados. Es más, son transitorios, efímeros. Son contingentes, relacionales y contexto-dependientes. Los mapas están siempre en un continuo estado de mapeo”. Unas palabras que traen a la memoria aquellas nociones Deleuze y Guattari en Rizoma: “El mapa es abierto, conectable en todas sus dimensiones, desmontable, alterable, susceptible de recibir constantemente modificaciones. Puede ser roto, alterado, adaptarse a distintos montajes, iniciado por un individuo, un grupo, una formación social. Puede dibujarse en una pared, concebirse como una obra de arte, construirse como una acción política o como una meditación”. El mapa no sería una simple representación de lo real sino más bien un medio de acción, un herramienta táctica para pensar nuestra relación con el medio.
Si bien hay quien podrá decir que los arquitectos hacemos planos y no mapas, sería igualmente correcto admitir que, más allá de la arquitectura, usamos y realizamos mapas –cartografías– de forma constante: cuando viajamos por algún lugar en el que no sabemos desplazarnos y recurrimos al mapa de la oficina de turismo o el programa de Google Maps de nuestro celular. Hoy nos movemos desplazándonos y cambiando constantemente de una visión aérea –dominadora del territorio– a la experiencia a nivel de calle, reescribiendo constantemente la relación entre nosotros, el espacio y el mapa. El entorno que nos rodea es entonces aprendido y desaprendido a cada paso, creando un contexto que es siempre variable, abierto y mutable. Muchos han sabido ver la oportunidad de los mapas para crear nuestro propio imaginario y cada vez es más común usar las aplicaciones de geolocalización en nuestros teléfonos celulares –a sabiendas que en realidad estamos constantemente expuestos a vigilancia– desde las que enviar un tweet, subir una foto a Instagram o marcar nuestros puntos favoritos de la ciudad de forma que nos pasamos el día construyendo y reconstruyendo cartografías, recomponiendo sus datos con cada paso, aunque no nos demos cuenta.
Tal vez, como apuntaba Ernesto Betancourt en este mismo blog, “el cartógrafo recuerda” y su visión –manifestada en los mapas– queda orientada hacia el pasado, registrando cosas que ya se han visto –anotándolas en un espacio de la memoria para que puedan ser usadas en el futuro. Pero con todo un mapa ofrece la oportunidad también de anotar fallas, aciertos desde las que operar y encontrar soluciones. Un mapa nos permite hacer visible lo que nos gusta y nos disgusta, lo que ocurre pero no nos damos cuenta, hacer visibles acontecimientos olvidados o cuales son las formas del uso cotidiano de la ciudad. Un mapa revela relaciones que no son visibles a priori. Hacer el mapa es un ejercicio constante de mirar y remirar críticamente el entorno donde nos movemos a fin de establecer formas de acción posibles. Actuando quizás entonces como arquitectos.
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