Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
6 agosto, 2022
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Carlos Verdaguer: Imagino que es usted consciente de que seguir defendiendo la participación es ir contracorriente.
Lucien Kroll: Sí, es cierto. Sin embargo, yo no voy a contracorriente más que de los arquitectos, son ellos quienes van a contracorriente de todo el mundo. Y no son más que un escaso millón en todo el planeta. ¿Qué importancia tienen más allá de la corporativa?
Entrevista realizada el 4 de julio de 1998.
“El arquitecto belga Lucien Kroll murió en Bruselas el 2 de agosto, Tenía 95 años.” Así inicia el texto publicado el 4 de agosto pasado por el periódico Le Monde con el título “La muerte de Lucien Kroll, arquitecto ecologista y libertario”, firmado por Isabelle Regnier. Y sigue:
0“Murió caminando, nos dice su amigo, el arquitecto francés Thierry Derousseau. Un bello fin para un hombre que, entre otras cosas, fue un gran caminante. Francotirador incansable, de alma anarquista, ecologista desde un inicio, Lucien Kroll era objeto, en estos últimos tiempos, de un regreso a la gracia.”
Lucien Kroll nació en Bruselas, Bélgica, el 13 de marzo de 1927. Estudió arquitectura en la Escuela nacional superior de Arquitectura de La Cambre, donde fue compañero de Charles Vandenhove. Tras graduarse en 1951, Kroll y Vandenhove viajaron juntos y visitan a Auguste Perret, entonces de 77 años, a Le Corbusier y a Gio Ponti, antes de establecer una oficina juntos. En 1956, Kroll conoció a Simone Pelosse en Lyon, Francia. Pelosse, quien había tenido por maestros a Gaston Bachelard y André Leroi-Gourhan, era ceramista, activista de la conservación de su barrio y parte de la vida intelectual de Lyon en aquellos años, se convirtió en compañera y pieza clave en el desarrollo del trabajo que desarrollarían en conjunto.
En la introducción al libro Lucien Kroll. Buildings and Projects (Rizzoli, 1988), bajo el maravilloso título Return of the Sioux, el historiador de la arquitectura Wolfgang Pehnt escribio que Kroll era un aliado de los personajes que Viollet-le-Duc calificó como soñadores: “aquellos qeu no enseñan a las aves qué tipo de nido construir, sino que más bien les ayudan a construirlos según su propia naturaleza.” Pero también explica que Kroll, de familia de ingenieros, era “cuidadoso de no descartar la tecnología. Sin embargo, se permite cuestionar las intenciones y los medios. Su acercamiento a la tecnología —sigue Pehnt— recuerda al del conde Kropotkin, quien considera la tecnología ligera y avanzada como el remedio para todo. Para Kropotkin, en el cambio entre el siglo XIX y el XX, era la producción industrial, electrificada y a pequeña escala, la que permitiría un desarrollo comunitario descentralizado y recíproco.”
En el prólogo que Peter Blundell Jones escribió a su traducción al libro de Kroll Composants —fauti-il industrialiser l’architecture? —publicado en 1983 en francés y en 1986 en inglés como The architecture of complexity—, plantea que durante medio siglo se había “mantenido el mito de que el Movimiento Moderno en arquitectura era una consecuencia inevitable del progreso tecnológico: historiadores y críticos han escrito de la “estética de la máquina”, de formas funcionales, de la mecanización que toma el mando. Sin embargo, una mirada atenta a muchas obras de la década de 1920 hace que esa imagen se rompa en pedazos: generalmente los argumentos funcionales eran ingenuos, las formas eran creadas con dificultad mediante técnicas tradicionales. Además, los edificios modelo que se han hecho familiares gracias a nuestros libros de historia eran raras excepciones en un mundo dominado aún por la tradición.” Jones agregaba:
La total oposición entre la visión del arquitecto y los medios con los que la gente expresa la realidad de su habitación, reflejan una lucha por el poder político subyacente y cuestionan el derecho del arquitecto a imponer una imagen exclusiva, especialmente en los programas domésticos. Pocos arquitectos están preparados honestamente para enfrentar este problema. Lucien Kroll es uno de ellos.
En relación a la tecnología, el propio Kroll escribió: “Como la tecnología no es la solución sino la culpable, debemos pedirle a la gente que deje de creer en ella y, por el contrario, favorezca la tecnología simple (low-technology) sobre la alta tecnología que destruyó el planeta principalmente durante los ‘treinta años gloriosos’ que fueron de hecho los peores años de la humanidad: inventamos todos los mejores medios para destruir el planeta y los adoptamos todos sin dudarlo.” Esa actitud crítica pero que no niega el potencial de ciertas formas de entender y usar la tecnología, queda más claro aún en la presentación del programa de computación Landscape, diseñado por su oficina:
Después de algunos años de experiencia, decidimos desarrollar un software para arquitectos. Llamamos al sistema Landscape, porque debe construir un paisaje, no demoler, como hacen los racionalistas. Este software tiene varios objetivos.Para empezar debería, como otros programas, proporcionar las cifras en x, y y z de una manera totalmente tradicional, para aquellos arquitectos que, virtuosamente, practican la representación en dimensión 2.5. Queríamos producir una representación sintética, con colores y texto. Para poder diseñar un paisaje, el sistema procesador debe, en principio, hacer un inventario: líneas, árboles, campos, el cielo, los edificios, lo peatones; y entonces, con los mismos medios, debe insertar el proyecto con todas sus variantes.
El título original del libro de Kroll traducido por Jones, componentes, tiene más sentidos que complejidad, pues entre los componentes de la arquitectura kroll considera evidentemente a los habitantes —que no meros usuarios u ocupantes. Más que complejidad —que sí es, definitivamente, uno de los resultados de los procesos participativos como los entendió Kroll—, lo sustancial es la complicidad entre quien la hace de arquitecto y quienes hacen la arquitectura, sea dibujándola, construyéndola o habitándola. Sin esa complejidad, la idea de lo que la arquitectura es cambia radicalmente y adquiere un sentido de planeación, para Kroll, militar y colonial:
Cuando lo planificadores dividieron la infinita diversidad de las actividades humanas, asignándoles una serie de zonas precisamente definidas y reduciéndolas a tipos clasificables, esto no era nada menos que colonialismo.
Más adelante, en el mismo libro, Kroll subraya la importancia que, para el entorno construido, tiene la manera como se conciben a sí mismos quienes se presentan como los mejor capacitados si no es que los únicos capaces de construir los lugares y diseñar las edificaciones en que habitamos:
¿Cómo nos vemos los arquitectos a nosotros mismos? No se trata de una cuestión de identidad corporativa, sino más bien de evaluar la arquitectura producida: ¿el juego de quién jugamos? ¿Nuestro propio juego? ¿O es el juego de los poderes capitalistas, de la caridad o del poder corporativo? ¿Somos servidores de curas y arzobispos, nos inclinamos ante el poder político o administrativo, o volteamos a ver a los comités locales, a los habitantes individuales y a sus relaciones? Esta es una cuestión que influye mucho más en la forma de lo construido y habitado que los esfuerzos de los propios arquitectos.
“El lenguaje usado por los arquitectos tiene dos objetivos obvios: hablar con precisión sobre lo construido y excluir a los foráneos a la disciplina de la conversación,” escribió Jeremy Till en su ensayo The Use of Architects. Ahí mismo, Till explicó cómo en el diseño del edificio de la Facultad de Medicina de la Universidad de Lovaina en Woluwé-Saint Lambert, Kroll —cuyos métodos de trabajo varían con cada proyecto— llegó incluso a exigir la participación y el involucramiento de los habitantes en la misma construcción y transformación de sus viviendas, y a desestimar a quienes no lo hacían.
Si Louis Kahn distinguía la arquitectura de la mera construcción utilitaria refiriéndose a las bananas —“need is just so many bananas”—, pero atendía al deseo de un ladrillo en vez de al de los habitantes, Kroll pensaba la arquitectura que se presume racional comparándola con perfectos tomates cultivados en un invernadero:
La arquitectura fabricada como producto racional es una “arquitectura fuera del suelo”, como los tomates que crecen en los Países Bajos en invernaderos iluminados de día y de noche y que son perfectos: la forma redonda, el color rojo preciso, el sabor idéntico (aunque ya no tengan ninguno), rebotan cuando caen, cuestan poco y duran demasiado. (De l’architecture action comme processus vivant, 2011)
En un ensayo titulado Arquitectura y burocracia, en el que inicia afirmando que “la arquitectura está hecha para el hombre, no hace falta repetirlo, aunque algunos tipos de arquitectura siguen ese precepto más cerca que otros,” para luego criticar, de nuevo, aquella arquitectura autoritaria que busca imponer no sólo una visión personal —la de un arquitecto— sino un sistema económico y político del que aquella visión depende y deriva, Kroll ilustra su planteamiento con un dibujo tomado de Asterix, “¡He decidido forzarlos a aceptar esta civilización! El bosque será destruido para dejar lugar a un parque natural.”
En su ensayo Todo es paisaje (1998), Kroll afirmó que “cualquier paisaje es un hecho de la civilización, una mezcla de lo natural y lo cultural, a la vez voluntario y espontáneo, ordenado y caótico, caliente y frío, erudito y banal. Como todas nuestras acciones: las más controladas esconden un lado oscuro, las más inconscientes, una parte de racionalidad y eficiencia. El equilibrio es la civilización: entre salvajismo y militarismo y un poco de ambos.” Y a renglón seguido agregó:
Nunca hablo de arquitectura per se (sería tarea de un médico o de un contador…), ni de urbanismo (sería la de un industrial, un genio militar o un agrimensor catastral…). Todas estas profesiones son honorables pero no muy “holísticas”: el paisajismo es holístico y cuando la arquitectura se fusiona con él, se convierte inmediatamente en una herramienta de civilización.
En el 2001, en una versión ampliada y publicada como libro del mismo texto, Kroll añadía:
Personalmente he decidido no sentir más emoción frente a cualquier arquitectura, objeto o paisaje que no provenga de la ecología, la etología, la etnología, la comunidad, la complejidad popular, la autoorganización de los grupos o que no tenga relación con las convicciones desordenadas y unánimes de personas independientes. A pesar de cierta complacencia inconfesable ante cualquier “cosa bien hecha.”
También he decidido no creer una palabra de los discursos de los funcionarios cuando proponen rehabilitar barrios o construir nuevos sin el mínimo de acción participativa de los habitantes. O incluso sin una cálida complicidad, incluso discreta y desordenada, de habitantes reales, de legos. Es decir, sin su complejidad, sin su evolución, sin relación con su cultura, su red social, sus aspiraciones personales, etc. O al menos, diseñarlo todo en su nombre, a su manera.
Junto con otros des sus contemporáneos, como Yona Friedman (1923–2019) o Christopher Alexander (1936–2022), Kroll —y Simone Pelosse— son parte de una generación que cuestionó el modelo del arquitecto autor y, evidentemente, autoritario, que impone una imagen de lo que la arquitectura es o puede ser, tan exclusiva como excluyente, y que es solidario —consciente o inconscientemente— con sistemas políticos y económicos que Kroll calificó como coloniales y de los que también señaló su complicidad con quienes han provocado la gravísima crisis ecológica que hoy enfrentamos.
Como señaló Isabelle Regnier en Le Monde, ha resurgido cierto interés en las ideas y el trabajo de Kroll —de nuevo, al igual que en algunos de sus coetáneos. Por razones obvias. Mientras los premios y las portadas de los medios reconocen prácticas valiosas como las de Francis Kéré o Lacaton y Vassal —por mencionar los más recientes merecedores del Pritzker—, quizá más por ponerse al día que por haber cambiado en algo sus maneras de concebir qué es la arquitectura y quiénes la hacen, se vuelve fundamental estudiar a quienes por varias décadas señalaron con rigor y precisión la manera como cierta visión del arquitecto moderno había transformado la arquitectura en un espectáculo o en un instrumento de control y exclusión al servicio del poder, cuando no ambas cosas al mismo tiempo.
La arquitectura no es un “espectáculo” sino uno de los componentes de nuestro mundo, como lo son los fenómenos naturales.
La arquitectura no es una mercancía ni un narcisismo personal o colectivo. Es un vínculo empático entre los humanos. Entre todo y nada, todo está entrelazado: es complejidad. Esta actitud que combina estrechamente la ciencia y el humanismo.
La “participación” no es un modo de vender o una simple cortesía hacia los habitantes. Es considerarlos como elementos esenciales para lograr esta complejidad. A las tres cualidades descritas por Vitruvio en su De architectura: firmitas, utilitas y venustas, hay que añadir humanitas.Lucien Kroll
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