8 enero, 2019
por Fernando Morales
Son muy conocidas las estampas en las que los protagonistas de la literatura recorren la Ciudad de México a caballo o en coche. El primero de estos magníficos animales entró en la ciudad de Tenochtitlan el 8 de noviembre de 1519, según cuenta Bernal Díaz del Castillo en su Verdadera historia de la conquista de la Nueva España. Desde Iztapalapa el general iba montado en un brioso corcel junto con otros tres jinetes que conformaron la vanguardia: “Íbamos por nuestra calzada adelante, la cual es ancha de 8 pasos, y va tan derecha a la Ciudad de México, que me parece que no se torcía ni poco ni mucho, y como es bien ancha, toda iba llena de aquellas gentes que no cabían, unos que entraban en México y otros que salían, y los indios nos venían a ver, que no nos podíamos rodear de tantos como vinieron, porque estaban llenas todas las torres y cúes y en las canoas y de todas partes de la laguna, y no era cosa de maravillar, porque jamás habían visto caballos ni hombres como nosotros” (Díaz del Castillo: 41). Es muy probable que el nivel de admiración de ambos bandos haya tenido la misma magnitud, pues mientras se dice que los indígenas creían que caballo y jinete eran un mismo ser, los españoles se maravillaban de la gran ciudad de níveo color levantada sobre el lago de Texcoco.
Algunos años más tarde, ya establecida la capital del virreinato, Francisco Cervantes de Salazar escribe uno de los más hermosos documentos para el conocimiento de esta capital novohispana. México en 1554 es un diálogo entre tres personajes, Zuazo, Zamora y Alfaro; este último, forastero, a quien los otros dos vecinos de la ciudad desean mostrar tal prodigio construido en tan pocos años. Una vez recibido Alfaro, los dos habitantes de la ciudad deciden llevarlo a paseo por las calles de México; nuevamente, el medio de transporte es a lomos de corcel:
Zuazo: Ya que así lo prefieres, y pues vendrás cansado de camino, monta en la mula, que te llevará a paso suave y sin maltratarte. Nosotros iremos a caballo: Zamora con las piernas dobladas, y yo extendidas, porque así lo exigen las sillas.
Alfaro: ¿por qué no son iguales las sillas, frenos, bridas y pretales?
Zuazo: Porque así como no todo conviene a todos los hombres, así tampoco son propios para todos los caballos los mismos jaeces: de unos necesitan los grandes y briosos, de otros los pequeños y de paso llano.
Zamora: En fin, salgamos, que de eso hablaremos otra vez. Vaya en medio, Alfaro, con eso gozamos igualmente ambos de su conversación (Cervantes: 22).
Efectivamente, son pocos los caballos, como el Rocinante del Quijote o el Babieca del Cid, los que adquieren “personalidad,” por así decirlo. El caballo es el medio de transporte de los estamentos acaudalados de ambos lados del Océano. Las casas novohispanas del siglo XVI y XVII se organizaron en función de patios; uno central, alrededor del cual se desarrollaba la vida cotidiana de las familias pudientes, y un patio trasero, rodeado éste por las letrinas, las habitaciones de la servidumbre (siempre dividida en dos pisos, la planta baja para los hombres y el piso superior para las mujeres), un espacio destinado a los oficios (generalmente herrerías) y una caballeriza. La creciente población de la ciudad obligó a dividir estas grandes casas y a formular contratos de arrendamiento, mediante los cuales los pequeños artesanos rentaban algunos cuartos de los patios interiores para su habitación. Así, los grandes solares que antiguamente conformaron las viviendas de los conquistadores y las familias de abolengo fueron fraccionándose, lo cual produjo, entre otras consecuencias, la pérdida de las caballerizas.
Los carruajes tirados por mulas eran símbolo del poder adquisitivo y el abolengo de dichas familias. Aun cuando los carruajes fueron prohibidos por cédula real en 1567, pues el rey Felipe II determinó que los caballos eran necesarios para la defensa contra las sublevaciones de los pueblos indígenas, para 1600 su hijo, Felipe III dispuso otorgar licencias para coches y carruajes de dos y cuatro caballos, con la condición de que no fueran adornados con seda, oro y plata y que solamente fueran los caballeros quienes tuvieran acceso a dicho medio de transporte. Las damas, como suele suceder, sólo tuvieron acceso a los carruajes hasta 1611, a condición de que fueran ocultas. Por supuesto, las “tuzonas”, es decir, las prostitutas, tenían prohibido utilizar los carruajes. ¿Quién fuera a imaginar que los carruajes serían, para el siglo XIX, el espacio en el que se desarrollarían los amores furtivos y la prostitución dentro de los límites de la ciudad de México? Ya desde los años cuarenta del siglo antepasado Guillermo Prieto nos habla de este fenómeno a través de una jocosa crónica entre las que pueblan su Museo Mexicano. En ella, el cochero, como personaje principal de dicha crónica, lleva a la pareja de amantes ocultos hasta los límites de la ciudad capital para que disfruten el paseo:
Tal es el asombroso carácter de este faetón del siglo XIX, pero en nada resplandece esta perspicacia como en el amor; él acecha la pareja furtiva y le proporciona asilo; después, no con rodado paso sino con el intercandente de bautismo, pasea a los amigos clandestinos ya ante el cuadro sombrío de la Alameda, ya en la desierta calzada de Bucareli, ya por la sombría arboleda de la Viga, o por la arquería de la Verónica; el cochero va silbando con filosofía y su alma grande perdida en profundos cálculos sobre el cobro, no interrumpe indiscreta por ningún signo los misterios de su condescendiente carruaje.
En otro tiempo, cuando Dios quería, los guardas del sitio que tenían dos caballos de dotación rondaban e interrumpían estos paseos semicampestres; hoy la despreocupación y las luces cunden, y los caballos y la vigilancia menguan a proporción.
El cochero es el nato patrono de las hijas de la alegría, el asilo de pecadores de la moderna sociedad y el corredor del placer por naturaleza (Prieto, 1844, 374).
Costumbre esta última que todavía está presente para finales del siglo XIX. José Tomás de Cuéllar nos narra un episodio protagonizado por un provinciano de nombre Gumesindo, el cual se encuentra con una de “esas señoras” en Los fuereños:
-Mira aquel carrito, Paco; se conoce que acaba de llegar.
-Se conoce que es un fuereño rico.
-Y ha de venir como toro de once.
-Deja que empiecen a pasar esas señoras y verás cómo se alborotan.
-¡Vaya! –dijo otro. Si Concha y Luisa, que acaban de pasar, sacaban medio cuerpo por a portezuela para verlo.
-Mira, mira, ahí vuelven,
-Él también ya picó; míralo, ya conoce el coche.
-Y Luisa viene guapa.
-Ya va a pasar, ponle cuidado.
El coche pasó cerca de Gumesindo y Luisa, efectivamente, que esa una joven vestida de raso azul claro, sacó la cabeza por la portezuela y saludó a Gumesindo con la mano. Gumesindo extendió todo el brazo para alcanzar la altísima copa de su sombrero canelo y lo levantó sonriendo para contestar el saludo, mientras se levantaba en los aires el eco de una carcajada coral salida de la costra de reptiles del lado opuesto de la calle (Cuéllar: 23).
Como podemos apreciar el coche, y los caballos que lo jalaban, se mantuvo como medio de transporte hasta bien entrado el siglo XIX; pero las cocheras y caballerizas de las casas fueron perdiéndose en la modernización de la ciudad y de todas formas era necesario mantener carruajes y equinos en algún espacio dentro de la misma. Carros y caballos continuaron siendo marca de abolengo y buena fortuna, como bien lo demuestran las estampas de los cronistas decimonónicos. Una de las costumbres de elegancia en la Ciudad de México consistió en recorrer los espacios que limitaban la ciudad postcolonial: al poniente el paseo de Bucareli (costumbre que ya era bien vista desde los últimos años de la colonia, excepto en las noches, durante las cuales se desarrollaban episodios como el mencionado por Prieto en una crónica previamente mencionada), y al este el recorrido junto al Canal de la Viga, escenario de encuentro tanto para la alta sociedad, como un solaz esparcimiento para la familia media mexicana; de apreciación estética para el pintor y el escritor costumbrista, tal como se aprecia en otra crónica de Guillermo Prieto:
Mil veces embebido en la contemplación de este vistoso panorama he exclamado con Jacobo Ortiz: ¡Ah, si yo fuera pintor!, si yo fuera pintor. […] Ni más ni menos pintara el paseo de la Viga, dejándome de latitudes y longitudes, porque, lo digo como mi corazón lo siente, cuando tengo a ciertos grados de calor las mientes, olvido hasta cuál es mi mano derecha.
El anuncio de que voy a la Viga produce en mí siempre una sensación nueva, que rebosa vida y juventud, osadía y movimiento; y ni la floja llanta del simón que me conduce, ni la polvareda de la plazuela de San Pablo, ni el mustio empaque con que escucha las misiones la desierta plaza de toros, nada es capaz de volverme de mi arrobamiento y de mi éxtasis de felicidad. […]
En el medio de la espaciosa calle de árboles, regada más de lo suficiente, se extiende el terreno por donde transitan los caballos y los carruajes: dos inmensas hileras de coches caminan en orden, a los lados en unos semicírculos naturales hacen alto algunos coches presentando a sus dueños aquella linterna mágica. […]
Imposible parece describir tal variedad de objetos, aquella concurrencia tan animada, aquella multitud de carruajes y de soberbios caballos, aquel esplendor, aquel aspecto de elegancia; la alta sociedad y la ínfima plebe, el refinamiento del lujo, su exterioridad engañosa y la alegría franca y desordenada del populacho.
Rancheros que arremeten sus caballos, mozuelos decentes que ostentan sus adelantos de equitación sofrenando sus corceles, derribando puestos de fruta, y siendo amenaza de los transeúntes a pie, la algazara de perros y muchachos que se entregan con frenesí a su libertad […] Y mientras los carruajes no cesan, hay corridas de caballos en la calzada de la Candelaria, donde los ligereros hacen alarde de su destreza en despabilar bolsas, como en ser jinetes de los mejores (Prieto: 3).
Cuando en 1805 apareció el servicio de diligencias, resultó necesario dedicar espacios para el cuidado y la guarda de estos animales. Así nacieron las casas de diligencia: espacios en los que cocheros, pasajeros y caballos podían pasar la noche antes de continuar su recorrido hacia otras ciudades. Estos espacios se anuncian en los periódicos, en la sección de avisos, como lo hace el establecimiento de Mariana Cuervo de Durán, mujer que había administrado las diligencias en la ciudad de Toluca y que, tras haberse separado de dicho cargo, fundó en la casa número 15 de la calle del Portal su propia casa de diligencia para “asistir con prontitud, comodidad y economía […] los pasajeros que se sirvan ocurrir a su casa” (El Universal: 20 de julio de 1852, 4). Asimismo, en el transcurso del siglo decimonónico aparecen en la ciudad de México otro tipo de establecimientos, primero como carrocerías y después como pensiones para caballos.
La ciudad siempre ha tenido problemas para el estacionamiento en el primer cuadro, máxime con la aparición de vecindades en lugar de las casonas novohispanas. La incipiente industrialización de México trajo como consecuencia la creación de espacios en los cuales pudieran vivir múltiples familias; es así como a partir del siglo XIX comenzamos a ver aparecer lugares para el resguardo de carros y caballos. Así como el establecimiento del que hablábamos en los párrafos anteriores, comenzaron a pulular por la ciudad carrocerías en las que se comercia con dichos animales; es el caso de ésta, la cual se anuncia en El Universal en el año de 1850:
Interesante
En la carrocería que está en la calle de San Felipe de Jesús[1], se venden siete mulas prietas de muy buen tamaño, nuevas y cómodas en su precio. También se venden troncos[2] y mulas sueltas de otros colores, a precios sumamente equitativos.
También se reciben en comisión coches, caballos a pensión y mulas, por los que sólo pagarán su manutención (El Universal, 26 de diciembre de 1850, 4).
Resulta esclarecedor para la historia de la vida cotidiana observar cómo comienzan a proliferar estos “estacionamientos” a lo largo de la ciudad. Incluso, resulta revelador ver cómo en principio se anuncian como espacios para guardar coches, y luego adquiere importancia otro tipo de servicios. Es importante ver, en la publicidad incipiente de los periódicos decimonónicos, que comienzan a anunciarse los precios de dicha pensión; en la calle de Tiburcio número 7[3], se recibe a los caballos de acuerdo con dos categorías y precios diferentes: los del país se hospedarán por 10 pesos, mientras que por lo frisones se pagará 13 pesos mensuales (El Universal, 19 de julio de 1854, p.4). Precio que todavía se mantiene vigente para el año de 1858, en la pensión de la calle de San Agustín[4], donde además existe un “local destinado exclusivamente para enfermería, muy ventilado y a propósito para el objeto como ninguno en México. El que suscribe, albéitar recibido y con su diploma correspondiente, propone curar toda clase de animales domésticos a precios equitativos y convencionales […] Pedro Labat (La Sociedad, 12 de mayo de 1858, p. 4).
Las pensiones se profesionalizan en formas diferentes, como en el caso de la pensión de la calle de Victoria[5] número 14 en donde: “Eugenio Bergeyre, médico veterinario de la Facultad de Medicina veterinaria de Tolosa (Francia), miembro de la Sociedad de Agricultura de la Carenta, tiene el honor de anunciar a las personas que gusten de otorgarle su confianza, que acaba de abrir un establecimiento en donde se dedicará al tratamiento y curación de todas las enfermedades que adolecen los animales domésticos, como son las razas caballar, canina y lobina. En el mismo establecimiento se encuentra un banco de herrar y se reciben caballos a pensión (El Universal, 14 de agosto de 1853, 4). Este mismo establecimiento se convertirá más adelante en una academia de equitación, conducida por Mateo Jiménez “discípulo de los señores Paul Franconi y François Avrillon, primer picador de la real maestranza de Granada” el cual ofrecerá clases para hombres y mujeres por la módica cantidad de diez pesos mensuales, además de “lecciones sueltas de una hora, cobrando solamente cuatro reales. Se encarga también de dar cátedras en los colegios. Ofrece también al público domar y educar a toda clase de potros cerreros, así como quitar los resabios a caballos, todo por un precio convencional” (La Sociedad, 14 de enero de 1860, p. 4). Es así como vemos que tanto las herrerías como las caballerizas que antiguamente ocupaban parte del patio interior en los solares novohispanos se convierten en establecimientos independientes, administrados por profesionales en el ramo.
Así estos establecimientos se mantuvieron vivos hasta ya entrado el siglo XX. En 1903 llegaron los primeros automóviles, 136 para ser exactos, número que creció durante los siguientes años. La aparición del auto desplazó a cocheros, carruajes y caballos hacia fuera de la ciudad, con lo que comenzaron a desaparecer las pensiones. Solamente sobrevivió el tranvía de mulitas, cuya última línea recorría la calle República de Guatemala, a espaldas de la Catedral más como un mero recuerdo del siglo XIX que como un medio de transporte. Así desaparecieron de la ciudad de México el ruido de las ruedas de hierro fundido, el sonar de los cascos y, por supuesto, las pensiones equinas.
[1] Actualmente la calle de Regina, en el tramo que va desde 5 de febrero al poniente, hasta 20 de noviembre al este. Actualmente, esta calle está poblada por bares y restaurantes.
[2] Se le llama troncos al par de mulas o caballos de semejante proporción que están acostumbrados a jalar los carruajes por medio de una vara central, la cual se acordona en el bocado o freno.
[3] Actualmente República de Uruguay, en el tramo que va entre Bolívar e Isabel la Católica
[4] También es en la actualidad parte de la calle República de Uruguay, en el tramo de Isabel la Católica a 5 de febrero.
[5] Dicha calle aún conserva su nombre, aunque a mediados del siglo XIX solamente se le llamaba así al espacio recorrido entre la calle de San Juan de Letrán (hoy Eje Central Lázaro Cárdenas) y la Calle de Dolores (en donde se encuentra el barrio chino).
Bibliografía:
Ayala Alonso, Enrique. “Habitar la casa barroca. Una experiencia en la ciudad de México”. Edición en línea, disponible en: https://www.upo.es/depa/webdhuma/areas/arte/3cb/documentos/054f.pdf (Consulta: 13-12-18).
Cervantes de Salazar, Francisco. México en 1554. Tres diálogos latinos. México: UNAM, 2001. Edición en línea, disponible en: http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/mexico1554/383_04_03_mexico_1554.pdf (Consulta: 12-12-18).
Cuéllar, José Tomás de, Los fuereños, ed. Verónica Hernández Landa y Fernando Morales Orozco. México: UNAM, 2010, Edición en línea, disponible en: http://www.lanovelacorta.com/1872-1922/pdf/losfuerenos.pdf (Consulta: 13-12-18).
Díaz del Castillo, Bernal, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Madrid: Biblioteca Saavedra Fajardo, 2 tomos. Edición en línea, disponible en: http://www.saavedrafajardo.org/Archivos/diazhistoria2.pdf (Consulta: 12-12-18).
Prieto, Guillermo. “Paseo de la Viga”, en El Siglo XIX, 6 de marzo de 1842, p. 3.
—. “Cocheros”, en El Museo Mexicano, t. III, México, 1844, pp. 373-377.
Ribera Carbó, Eulalia. “Casas habitación y espacio urbano en México. De la Colonia al liberalismo decimonónico”, en Scripta nova. Revista electrónica de geografía y ciencias sociales, Barcelona: Universidad de Barcelona, Vol. VII, núm. 146(015), 1 de agosto de 2003. Edición en línea, disponible en: http://www.ub.edu/geocrit/sn/sn-146(015).htm (Consulta: 13-12-18).
Rosa y Bourret, Plano general de la ciudad de México, París: Jaquet, 1858. Edición en línea, disponible en: https://www.raremaps.com/gallery/detail/50779/plano-general-de-la-ciudad-de-mexico-ano-de-1858-rosa-y-bourret (Consulta: 15-12-18).
La Sociedad, Sección de avisos, 12 de mayo de 1858 y 14 de enero de 1860.
El Universal: periódico independiente, Sección de avisos de diferentes números, correspondientes al 26 de diciembre de 1850, 20 de julio de 1852, 14 de agosto de 1853 y 19 de julio de 1854.