Alberto Kalach: Panorama. Maquetas para un archipiélago
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23 noviembre, 2018
por Miquel Adrià | Twitter: miqadria | Instagram: miqadria
La obra intimista y doméstica de Barragán, que adquirió fama y reconocimiento internacional en los últimos años de su vida, se debe complementar con los jardines, los parques, los desarrollos residenciales que llevó a cabo como promotor y los proyectos urbanos y abstractos que se quedaron en el camino. Cabe mencionar, además, que Barragán decidió autoexcluirse y nunca realizó una obra pública, salvo su participación paisajística en el Campus de Ciudad Universitaria.
Entre 1945 y 1950, Barragán construyó el Parque Residencial Jardines del Pedregal de San Ángel, convirtiendo el inhóspito paisaje volcánico en una urbanización singular. Asociado con Luís y José Alberto Bustamante, adquirió a bajo precio seis millones de metros cuadrados de piedra volcánica al sur de la ciudad de México, “con la intención de construir una elegante zona residencial, que conjugara la exigencia de la modernidad con la expresión de una fuerte identidad nacional.” Barragán se enfrentó a un salto de escala, donde tuvo que lidiar entre el espacio público de la calle y el espacio íntimo de la casa y el jardín.
En los años cincuenta, desarrolló otros asentamientos residenciales al norte de la ciudad. En las Arboledas, llevó a cabo dos de sus obras más interesantes y conocidas: la Fuente del Bebedero y el paseo de los Gigantes. Las Torres de Satélite, que marcan la entrada a Ciudad Satélite, proyectada por Mario Pani, se convirtió en el gran paradigma de la escultura pública. Realizadas en colaboración con Mathías Goeritz, las torres son cinco monolitos de hormigón, emplazados en medio de una autopista, cuya percepción varia en función del desplazamiento del observador en movimiento, “interpretando la mutación de la vida urbana y de sus símbolos.” Las distintas propuestas para las Torres de Ciudad Satélite, que proyectaron Goeritz y Barragán, definieron un modo de conciliar monumentalidad y libertad compositiva, abriendo un nuevo campo donde la escultura y el espacio urbano encuentran un territorio fértil para pautar la ciudad. Pocos años después Goeritz, con la Ruta de la Amistad, tejió de esculturas las arterias de la metrópolis olímpica.
En las propuestas de Barragán, sin embargo, no se trataba tanto de monumentalizar la ciudad, sino que se buscaba recrear y actuar en la naturaleza, en su estado puro, pero al mismo tiempo dotarla de la humanidad suficiente para poder disfrutar de ella. Las plazas y arboledas de Barragán responden a una doble necesidad: son lugares de encuentro y son sitios de apartamiento. Son jardines cerrados, son arquitecturas sin techos. “En los jardines —decía Barragán— he querido crear espacios de pasión. Todas mis locuras, las que no me atrevo a hacer en vigilia, las hago en mis jardines.” Y toda esta pasión se recrea en silencio, detrás de los muros, que aislan de la hostilidad de la calle.
En 1964 Louis Kahn lo invita a colaborar en el proyecto del Salk Institute en La Jolla, California. Ahí, su propuesta consiste en enmarcar el horizonte del Océano, desde la radicalidad y abstracción de una placa horizontal sin vegetación alguna, entre los edificios de Kahn.
Entre los proyectos que no se llegaron a realizar, cabe destacar su propuesta para el Zócalo, abstracta y chiriquiana; o el fracasado proyecto de Lomas Verdes, que el maestro ilustró con perspectivas, croquis de intensos colores con acueductos interrumpidos, cascadas y abrevaderos, que ayudan a imaginar el paisaje barraganiano a gran escala. Algunos de estos ensayos sirvieron para desarrollar monumentos modernos en los corazones de las ciudades mexicanas: el proyecto del “Palomar” para Guadalajara (no realizado) y los contundentes muros rojos que conforman el Faro del Comercio y que dan proporción a la macroplaza del recuperado centro de Monterrey.
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