Los dibujos de Paul Rudolph
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27 noviembre, 2017
por Miquel Adrià | Twitter: miqadria | Instagram: miqadria
López Baz y Calleja tiene, como la santísima trinidad, algo que reta la coherencia numérica. También como los tres mosqueteros Arthos, Portos y Aramis, se les suma d´Artagnan. Este cuarteto se parece más al duo conformado por Poncho López Baz y Javier Calleja, ya que a lo largo de su carrera han sumado buenos D’Artangnanes que aportaron sabia nueva a su buen tronco.
Poncho y Javier estudiaron en la UNAM, sí. Y en algún momento mostraron sus filias tanto hacía Pancho Artigas como a Luís Barragán, sutilmente, desapasionadamente. Los arroparon pero no los marcaron.
Su trayectoria está a caballo de la profesión y del oficio del arquitecto.
Rafael Moneo en Una reflexión teórica desde la profesión decía que la profesión es profesar, es como una manifestación de fe, ejercida no a ratos, sino permanentemente. Convertirse en arquitecto es un peregrinar vital. Llegar a ser arquitecto: eso es profesión.
Otra cosa es el oficio. La capacidad, aprendida paso a paso, prueba y error, enfrentándose a un material, a la madera, al concreto, al granito, o a la organización de actividades en el espacio, qué es aquello en que consiste la arquitectura, el dar lugar. El oficio –decía Pep Quetglas– conoce el pasado, la profesión lee historia. No hay teoría, ni sistema, ni principios de la arquitectura. Hay, por contra, un modo de mirar y contar el edificio.
LBC aúnan profesión y oficio, proyectando con trazos como caricias. Lejos del manifiesto buscan la seducción con el paseo arquitectónico, con el roce suave de los materiales. Los mejores. No hay obviedad y tampoco hay misterio. Hay seducción. Erótica de la materia.
LBC construyen con filias, nunca con fobias, construyen con cariño. Sus colaboraciones se dan por el gusto de dar, de recibir, de festejar o de enriquecer. Se alimentan de aportaciones ajeras que compensan generosamente con amistad. No son loosianos, ni les interesan los manifiestos excluyentes. Ni son wrightianos, ni iconoclasta, ni incomprendidos. Les interesa la casa como objeto precioso, mesurado, perfecto. Pertenecen con orgullo al mundo que las habita y las saben disfrutar. Podrían ser Josef Olbrich proyectando el Palacio Stoclet donde los cubiertos, los cuadros y hasta las zapatillas quedaban bajo el control del arquitecto, o Josef Hoffmann, en pleno Secession vienés, que llegaba a diseñar las lámparas, las mesas y las sillas, en un proyecto siempre integral donde nada quedaba al azar.
Materiales nobles y colores terciarios, sutiles. “Gos com fuig” diría mi abuela. La exquisitez y la elegancia de sus construcciones son como ellos. O ellos como ellas. Decía Alberto Kalach qué dejaron pronto el árido camino de la especulación teórica, para pasar mediante un aparente pragmatismo a premisas importantes para una arquitectura más sensorial”.
Escribí La casa de los sueños en 2003 donde decía: “En sus casas, López Baz y Calleja crean atmósferas perfectas donde el espectador se transforma en reflejo qué tiende a desvanecerse. Su silencio expresivo y sus materiales imperecederos convierten al vacío en ausencia y a la riqueza en concentración”. Ahí, el habitante se convierte en reflejo fugaz sobre los vidrios, los aceros y los mármoles, para disfrutar, sin alterar, los muebles de diseño y las obras de arte. El confort, la generosidad del espacio, el orden, la perfección en los detalles conforman sus materias primas. Bienestar y gozo. Ambientes serenos y equilibrados entre sólido y ligero, interior y exterior.
“Una arquitectura tranquila, qué no se vea” reivindicaban hace años Alfonso López Baz y Javier Calleja. Una arquitectura tranquila –añado- qué no se vea, pero que si se siente. Felicidades Poncho y Javier por este reconocimiento.
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