La casona y la semilla
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11 agosto, 2022
por Alfonso Fierro
Este texto es el inicio de una serie que se publicará en los próximos meses
Las Veraneras
La casa estaba en una solitaria urbanización a las afueras de Leticia llamada Las Veraneras. El condominio vacacional que el nombre evocaba se traducía en un puñado de casas a lo largo de una calle de piedra y lodo. La mayoría lucían desiertas y, fuera de un viejo que picaba piedra a media calle, esa tarde que llegamos no se veía rastro de vida. La nuestra tenía dos pisos, un techo de lámina en dos aguas y un balcón de madera. Cuando abrimos la puerta, un tufo cálido de humedad nos recibió como un eructo. Por adentro, el lugar estaba en buenas condiciones, sobre todo considerando que no estaríamos ahí más de un mes. Aun así, se notaba que la casa llevaba tiempo desocupada porque una capa de polvo tapizaba todo el segundo piso y el óxido ya se estaba devorando la puerta del refrigerador y la estufa. Afuera, el piso del patio estaba cubierto de insectos muertos y caimos podridos que habían rodado del árbol de la esquina.
En realidad, la indiferencia con la que nos recibió Las Veraneras aquella tarde nunca cambió. Muy de vez en cuando pasaba por ahí una moto (el medio de transporte principal de Leticia). Un par de días se asomó alguien a vender fruta. A veces, cuando salía al porche a tomar café, me encontraba al mismo viejo del primer día. Seguía picando piedra, que luego montaba en su carretilla y transportaba a algún lugar que nunca vi.
Por las noches, en cambio, Las Veraneras despertaba al ritmo de una que otra fiesta de reguetón que se oía por ahí. Se levantaban también por estas horas los otros habitantes del condominio. En cuanto refrescaba un poco con el atardecer, arriba del baño del segundo piso empezaba un diálogo agudo entre unos murciélagos conocidos como chimbilás. Por esa misma hora salían de cacería los moscos y un poco más tarde las ranas, que croaban desde las jardineras. A lo largo de la noche se oía a los chimbilás ir y volver de la casa. En ocasiones se oían también pasos firmes en el tejado de lámina. Temprano en la mañana, cuando todavía estaban despiertos los pájaros, era cuando más actividad humana se percibía. Pero ya cerca del mediodía, con el calor en ciernes, todo sin importar, la especie dormía en Las Veraneras.
Leticia
Dos kilómetros más allá, pasando las pistas del aeropuerto que alguna vez fueron las canchas Villareal según Pelacho, está la ciudad de Leticia propiamente. Su centro de gravedad, su razón de ser, es una pequeña entrada del río Amazonas. El puerto es, por ende, un eje sobre el que se organiza buena parte de la actividad urbana. Alrededor del muelle principal se concentran el mercado de frutas y pescados, casas de cambio, puestos turísticos y almacenes donde uno encuentra cualquier cosa de primera necesidad, de utensilios de cocina a botas de hule; de electrodomésticos a machetes y útiles escolares (en la Distribuidora Marelva, por ejemplo, yo compré en esos primeros días una bomba para destapar el escusado y una cafetera de estufa).
Un par de calles más arriba, a salvo del agua, empieza el centro de Leticia, lleno de restaurantes, panaderías, tiendas de ropa (la playera de Selección Colombia en cada aparador), supermercados, peluquerías, helados, farmacias y lugares de tradición como un billar donde los viejos de Leticia se reúnen por la tarde a tomar una pola o un tinto y escuchar “Lágrimas negras” y otros boleros. Las motos circulan sin cesar por estas calles. En esta zona está también la plaza principal, conocida popularmente como el “parque de los loros” ya que todas las tardes, con el anochecer, llegan gritando cientos de pájaros, que rodean los árboles del parque en lo que parece una coreografía ensayada hasta que, una media hora después, cada quien se acomoda en su rama a dormir. Alrededor de la plaza están el cuartel de la marina, el Banco Nacional, el Museo Etnográfico, un bar y una iglesia que no tiene ni la relevancia ni la ostentación de las iglesias coloniales del interior. De hecho, la mayor parte de la gente se congrega en la esquina opuesta, frente al banco, ya que ese es el único punto de la ciudad donde uno puede acceder al wi-fi público. Muchas veces tuve que ir a esa esquina a mandar un correo o revisar mis mensajes, y siempre había otros fieles consultando el celular ahí.
Más adentro de la ciudad, lejos del río, las calles se vuelven residenciales. Abundan casitas de un piso pintadas de colores vivos, con un porche techado entre el patio o cochera y el interior. Una barda chaparra con algún tipo de enrejado barroco separa el patio de la calle. El porche, en específico, es un elemento importante en la dinámica leticiana. Durante el día, la gente monta ahí sus pequeños emprendimientos. En los porches se venden calabresas y pollo asado a la parrilla, se consigue un tinto o se improvisa una tiendita con productos básicos. Por las noches, tras desmontar el negocio, esos mismos porches se vuelven espacios en donde tomar el fresco o reunir a las amistades a beber hasta bien entrada la noche.
Los kilómetros
Entre el cuartel y el aeropuerto, al fondo de la ciudad, inicia una carretera que avanza hacia dentro de la selva hasta detenerse en el kilómetro 22, donde se desmiembra en un par de trochas abiertas por las comunidades de la zona. Las Veraneras está en el kilómetro 2 de esa carretera, todavía en la periferia de Leticia. Por ahí del kilómetro 4, la urbanización se vuelve más esporádica. De pronto aparece un hotel o un balneario, se cruza por un asentamiento indígena o se pasa junto a un rancho. Las reservas ecológicas a donde queríamos ir a investigar están ahí también, de ahí que la ubicación de Las Veraneras fuera idónea. En general esa era la zona por la que teníamos que caminar en las mañanas y en las noches. Y es que allá en “los kilómetros”, tal como es conocida esa carretera, las fronteras entre la selva y la ciudad son bastante más difusas que en Leticia (donde ya de por sí lo son), y todo el tiempo se están renegociando. Los kilómetros están llenos de huecos talados y parches que la selva está volviendo a reclamar. Una vez, caminando por ahí con Pelacho, nos detuvimos frente a una quebrada a esperar a que se hiciera de noche antes de adentrarnos al bosque por una trocha angosta que se abría paso en medio de las plantas que nos rodeaban. Pelacho dijo que estábamos parados sobre la antigua ladrillera. Se notaba que el bosque era joven, por los platanares y otros árboles bajos, pero de la construcción no había rastro alguno y parecía que la ladrillera no sobrevivía más que en la memoria de Pelacho. Lo cual nos interesaba porque ese bosque así, en esas condiciones –joven, perturbado, habitado todavía por los fantasmas de otros sueños, amenazado por la cercanía latente de “los kilómetros”– atraía a ciertos habitantes, incluyendo a la Sandra que habíamos ido a buscar.
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