Gobierno situado: habitar
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12 noviembre, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Se ha dicho que la ciudad es como un libro y lo mismo se ha dicho de la naturaleza, del mundo y de la vida toda. La metáfora del libro supone que todo con lo que nos encontramos tiene un significado que, además, probablemente haya sido puesto ahí por algo y más: por alguien y que debe ser interpretado por alguien más. Ahora bien: no todo se lee de la misma manera. El significado que pueden tener las marcas en el tronco de un árbol es diferente para el botánico que para el carpintero. Los signos que se entretejen en la ciudad son distintos para el taxista y para el turista, para el arquitecto o para el historiador. En una conferencia dictada en el Instituto de Historia y de Arquitectura de la Universidad de Nápoles en 1967, Roland Barthes dijo que “quien quisiera esbozar una semiótica de la ciudad tendría que ser a la vez un semiólogo, un geógrafo, un historiador, un urbanista, un arquitecto y probablemente un psicoanalista.”
En su análisis de la ciudad, Barthes parte de algo que asegura es conocido de todos: el espacio humano y no sólo el espacio urbano siempre ha sido significante. Podríamos definir al lugar —en referencia a lo dicho por el etnógrafo Marc Augé— es un espacio que significa algo o, dándole la vuelta —y ahora en referencia al filósofo Martin Heidegger— podríamos afirmar que el espacio es algo que se ha abstraído —sacado, pues— de nuestra experiencia de los lugares, que siempre es significativa. Para Barthes, “uno de los autores que mejor ha expresado la índole esencialmente significante del espacio humano es Victor Hugo,” en el capítulo Esto matará aquello, de Nuestra Señora de París. Esto: el libro, como un medio de comunicación rápido, flexible, portátil pero al mismo tiempo resistente, acabaría con aquello: la arquitectura, un medio de comunicación lento, rígido y fijo, pero a mismo tiempo menos resistente ante los embates del tiempo o de sus enemigos que el libro, especialmente el impreso. Barthes afirma que las ideas de Victor Hugo se actualizaban en las ideas de Derrida, quien consideraba a la escritura como anterior al habla y la definía, de manera básica, como la instauración perdurable de un signo. La piedra, que marca el borde de una propiedad o la tumba de su dueño, es un signo porque se ha instalado e instaurado: se ha fijado en el espacio y ha establecido el significado de ese lugar. Barthes también dice que, entre urbanistas y arquitectos modernos, esa idea del espacio urbano significativo fue prácticamente abandonada en privilegio de la idea de un espacio meramente utilitario y funcional: la señal de tránsito sirve sólo para controlar los flujos de automóviles y no es un hito como el menhir o la estela. Pensando en hitos, Barthes también dice que entre los urbanistas, que no hablan casi de significación, emerge el nombre de Kevin Lynch, que en La imagen de la ciudad, publicado en 1960, analizó la posibilidad de leer la ciudad a partir de sendas, bordes, barrios, nodos e hitos. Sin embargo, agrega Barthes que
desde el punto de vista semántico, las investigaciones de Lynch siguen siendo bastante ambiguas; por una parte, hay en su obra todo un vocabulario de la significación (por ejemplo, otorga un gran lugar a la legibilidad de la ciudad) y, como buen semántico, tiene el sentido de las unidades discretas: intentó encontrar en el espacio urbano las unidades discontinuas que, guardadas todas las proporciones, se asemejarían algo a los fonemas: los caminos, los bordes, los barrios, los nudos o los hitos, que fácilmente podrían convertirse en categorías semánticas. Pero, por otra parte, a pesar de ese vocabulario, Lynch tiene de la ciudad una concepción más guestaltista que estructural.
Para Barthes “la ciudad es un discurso y este discurso es verdaderamente un lenguaje: la ciudad habla a sus habitantes.” Pero advierte que hay que dar el salto de la interpretación metafórica que se pueda dar al decir el lenguaje de la ciudad, para intentar comprender qué características comparte con un lenguaje: signos, significantes, estructura, etc. Con todo, aunque se deba ir más allá de la metáfora para hablar del lenguaje de la ciudad, Barthes no supone que eso implique un léxico en el que las correspondencias entre significado y significante quedan fijas para siempre. Al contrario: la ciudad es una serie de lecturas superpuestas y “tenemos que ser muchos los que intentemos descifrar la ciudad en la cual nos encontramos,” del habitante que nunca ha dejado su barrio al forastero que va de paso. Es gracias a esa multiplicación de lecturas que se podrían investigar las partes y la sintaxis del lenguaje de la ciudad, “pero recordando siempre que nunca hay que tratar de fijar y paralizar los significados de las unidades descubiertas, porque históricamente esos significados son extremadamente imprecisos, recusables e indomables.” El lenguaje de la ciudad, termina Barthes, es como el de un poema: siempre sujeto a múltiples interpretaciones y más rico entre mayor sea su capacidad de engendrar sentido.
Roland Barthes nació el 12 de noviembre de 1915.
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