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Lecumberri 1: el panóptico

Lecumberri 1: el panóptico

26 marzo, 2019
por Alfonso Fierro

“Triángulos, trapecios, paralelas, segmentos oblicuos o perpendiculares, líneas y más líneas, rejas y más rejas […] el esquema monstruoso de esa gigantesca derrota de la libertad a manos de la geometría”

José Revueltas

 

Quizá no sea casualidad que El Apando, la gran novela de Lecumberri de José Revueltas, inicie con una escena de vigilancia: 

Durante algunos segundos el cajón rectangular quedaba vacío, como si ahí no hubiera monos, al ir y venir de cada uno de ellos, cuyos pasos los habían llevado, en sentido opuesto, a los extremos de la jaula, treinta metros más o menos, sesenta de ida y vuelta, y aquel espacio virgen, adimensional, se convertía en el territorio soberano, inalienable, del ojo derecho, terco, que vigilaba milímetro a milímetro todo cuanto pudiera acontecer en esta parte de la Crujía. 

Retorcido y apretado contra el suelo, con la cabeza metida en el postigo, uno de los presos observa con un ojo a los guardias de la crujía, esos monos que “se sabían hechos para vigilar, espiar y mirar” pero que, dice Revueltas, estaban presos también pero sin darse cuenta. El ojo que observa es el soberano del territorio.

Es bien sabido que en su discusión del panóptico, el modelo de prisión ideado por Jeremy Bentham en el siglo XVIII a partir del cual se construyó Lecumberri a finales del XIX, Foucault insiste en que en la visibilidad permanente que supone la arquitectura panóptica radica una modalidad específica de gobierno sobre una población. En el esquema de Bentham, las crujías surgen de una torre central de vigilancia como rayos de sol. Esa torre es como el ojo derecho de Revueltas, capaz de observarlo todo. Por su posición en el centro y por un juego de ventanas que producen sombras, desde la torre se puede observar permanentemente a los presos, que ya no son recluidos en la oscuridad húmeda de las mazmorras sino que ahora habitan un espacio ordenado, limpio e iluminado. Dado que los presos no pueden ver a los guardias de la torre, deben sospechar que están siendo vigilados todo el tiempo por un ojo invisible, hasta el punto, dice Foucault, en que se autoimponen la vigilancia. Si Bentham ideó este modelo con el objetivo de reformar a los presos, que según él se comportarían “civilizadamente” al sentirse observados, Foucault detecta el modelo o diagrama de un poder que funciona arquitectónicamente: a partir del ordenamiento del espacio y la visibilidad del mismo, de la distribución organizada de los individuos y de la observación o registro permanente de éstos (lo cual permite estudiarlos y, por ende, producir conocimiento respecto al preso en la cárcel, al alumno en la escuela o al trabajador en la fábrica). 

El punto de Foucault no es tildar a Bentham de loco. Al contrario, se trata de reflexionar sobre por qué este modelo se consideró en su momento un esquema ilustrado, incluso progresista, un diseño que se había pensado para el bien de los presos mismos. Estas son, en efecto, las nociones detrás de la planeación de Lecumberri. En su Paralelo de Penitenciaria (1848-50), el documento que dio origen al proyecto del Palacio Negro —como llegaría a llamársele a Lecumberri—, Lorenzo de Hidalga lo califica (¿con algo de ironía?) de un edificio con amenidades de hotel al que muchos quisieran acceder: 

Las comodidades que proporcionaba a los encarcelados podían llegar a ser envidiadas por los individuos de cierta clase de la sociedad, cuya vida era tan miserable que acaso se resolverían a cometer un crimen y perder su libertad por verse libres del hambre y desnudez que sufrían en sus casas, entrando a una prisión donde hallaban cómodo alojamiento y comida sana y abundante. 

Si Foucault quería pensar el panóptico en relación a una forma emergente de organizar el ejercicio del poder, eso que más tarde en su obra empieza a llamar gubermentalidad, quizá podamos pensar en Lecumberri en relación a la sociedad porfirista que lo construyó y para la cual representó una obra pública fundamental. En otras palabras, en Lecumberri se transparenta el modelo –esencialmente urbano– a partir del cual se trató de producir el espacio social a finales del XIX y principios del XX, un modelo donde se cristalizaba la utopía de un estado que anhelaba gobernar a partir del orden y del procedimiento “científico”.

En Monuments of Progress, Claudia Agostoni ha estudiado cómo en estos años la ciudad se convirtió en un terreno de observación, vigilancia y estudio al que médicos, higienistas, planeadores y otros expertos iban con el fin de diagnosticar los problemas que impedían la modernización del país. El resultado fue un archivo entero de conocimientos sobre el medio ambiente, sobre los habitantes de la ciudad y sus costumbres, sobre las enfermedades recurrentes, sobre el desorden, el abigarramiento y la insalubridad de la ciudad, todo esto en la forma autorizada de estadísticas, reportajes médicos o estudios sociológicos. Asimismo se ofrecieron respuestas a estos problemas, ya fuera la construcción de infraestructura moderna (el desagüe o el drenaje que limpiarían las “miasmas” del aire urbano), la publicación de códigos de salubridad y de planeación urbana o el intento de controlar los hábitos de la población a partir de campañas de higiene y otras intervenciones del estilo. Para no ir más lejos, uno de los eventos principales de los festejos del Centenario fue justamente una exposición pública de higiene, donde, por cierto, se albergó un modelo de Lecumberri y otro de La Castañeda, el hospital psiquiátrico. 

Por otro lado, la expansión de las ciudades ofrecía la posibilidad de producir un espacio donde se pusiera en práctica el archivo epistemológico recabado por la observación vigilante de los expertos: un espacio urbano ordenado y limpio, homogéneo, un espacio que permitiera las circulaciones de población, agua, desechos y aire, con camellones y árboles que alguien de la época llamó sin nada de romanticismo “instrumentos de desinfección”. En corto, un espacio urbano moderno. Mientras que al crecimiento desorganizado se le llamó barrio, a esta otra forma de crecimiento empezó a llamársele colonia: Juárez, Cuauhtémoc, Roma, en el caso de la ciudad de México. Y fue esta noción de colonia –este espacio urbano ordenado, higiénico, vigilable y planeado conforme al conocimiento y las teorías científicas de la época– lo que sirvió como modelo para imaginar el espacio social de un estado cuya gubermentalidad radicaba en el orden, la “paz” (control), la modernización infraestructural y el procedimiento científico “positivo”. Por eso en Evolución política del pueblo mexicano, Justo Sierra dice que el camino para convertir a México en una nación moderna es “colonizar” el territorio, es decir, conquistarlo a través de este modelo urbano.

Desde este ángulo, en el diseño panóptico de Lecumberri —basado, como decíamos arriba, en el orden, la visibilidad permanente, la observación de los sujetos y la limpieza— se condensa la gubermentalidad positivista del porfiriato que concebía la utopía de la nación moderna como una inmensa ciudad ordenada y limpia, con una población modernizada gracias a la paciente observación, análisis e intervención de los científicos a cargo del gobierno. Pero así como el Palacio Negro sobrevivió a la revolución y mantuvo su importancia hasta los años 70, también este discurso que vinculaba modernidad con orden, con higiene y con el control, vigilancia y “corrección” de la población tendría sus renacimientos en el urbanismo posrevolucionario e incluso en algunos discursos actuales. 

A donde a menudo es difícil llegar con Foucault es a pensar en los usos cotidianos, las fugas y las posibles apropiaciones de esta arquitectura de control y, por lo mismo, a pensar en algún tipo de salida a esta modalidad de poder ejercida por un espacio impuesto desde arriba. ¿Cómo se viven y habitan, en realidad, lugares como Lecumberri? ¿Puede suceder algo más ahí, si acaso a nivel de resistencias minúsculas pero cotidianas, como una gotera? ¿Puede que, en ciertas circunstancias, el panóptico se desplome como por momentos pareció que sucedía con la revolución mexicana para que en su lugar surja una utopía que viene desde otro lado? ¿Puede la arquitectura misma, este diagrama de la vigilancia absoluta, dar pie, como en la novela de Revueltas, a planes y solidaridades que se gestan a partir de códigos que los vigilantes no ven porque no saben detectarlos? Quizá algo de esto sucedió en Lecumberri en el 68, pero de eso se puede hablar en una siguiente nota. 


Referencias: 

Michael Foucault. Vigilar y Castigar. México: Siglo XXI, 1976. 

Elisa García Barragán. Lorenzo de Hidalga: Proyecto y Paralelo de Penitenciaria. México: Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas Vol XXXI, 2009. 

José Revueltas. El Apando. México: Era, 1969. 

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