Gobierno situado: habitar
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¡Felices fiestas!
14 febrero, 2016
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
El amor y la muerte. Según escribió Herbert Thurston en la Enciclopedia Católica, “hay al menos tres santos llamados Valentin, todos mártires, asociados en antiguos martirologios con el 14 de febrero.” Un sacerdote de roma y un arzobispo de Interamna, ambos de la segunda mitad del siglo tercero de nuestra era. Del tercero, “que sufrió en África con otros compañeros no se sabe nada más.” Jacobo de la Vorágine cuenta del romano en su Leyenda dorada, escrita a mediados del siglo XIII, que fue decapitado en el año 280 por órdenes del emperador Claudio. Thuston dice que en la Edad Media, en Francia e Inglaterra, se creía que a mediados del segundo mes del año las aves empezaban a aparearse y cita unas líneas de The Parliament of Fowles, escrito al rededor de 1380 por Geoffrey Chaucer: “for this was on Seynt Valentyne’s day / whan every foul cometh ther to choose his mate.” Hasta 1969 la Iglesia católica conmemoró cada 14 de febrero al mártir San Valentín.
El amor o la muerte. Derrida, la película, fue producida en el 2002 —dos años antes de la muerte del filósofo—, dirigida por Amy Ziering Kofmann y Kirby Dick. En alguna de las entrevistas, Ziering Kofmann le pregunta a Derridá con marcado acento: qu’est-ce que c’est l’amour? Derrida responde: l’amour ou la mort? —el amor o la muerte. Y ella reafirma: l’amour. No me hagas esa pregunta —dice Derrida—, no puedo decir nada del amor en general, no puedo responder esas preguntas. Es muy vago: ¿el amor, qué es el amor? Tras el regaño, Derrida dice que resulta interesante preguntarse si al enamorarnos lo hacemos de algo o de alguien: amo tu mirada, amo tu sencillez, tu inteligencia. ¿Te amo o amo eso de ti? ¿Y cuando dejamos de amar –pregunta Derrida— dejamos de amar a alguien o dejamos de amar algo de alguien —o algo que ese alguien no tiene?
¿El amor o la muerte y la arquitectura? Para Adolf Loos la arquitectura, en tanto arte, estaba, parece, del lado de la muerte: sólo la tumba y el monumento son arquitectura, pensaba el vienés que diseñó su tumba como un bloque de piedra donde sólo se lee, escrito en mayúsculas, su nombre. Homenaje inconsciente, tal vez, a su padre, cantero de profesión. Pero Loos también diseñó por amor o, de menos, por enamoramiento, por pasión.
Josephine Baker nació en 1906, cuando Loos tenía 36. Se casó por primera vez a los trece y se divorció a los catorce. Llegó a Cherburgo en 1925 y debutó como bailarina en París un inolvidable 2 de octubre. Casi desnuda, movía las caderas envueltas en un cinto de plátanos a ritmo del charleston y enloqueció a los parisinos. Loos había llegado a París dos años antes y ya se le consideraba un héroe de las vanguardias. Le Corbusier había publicado en 1920 una traducción al francés de Ornamento y delito, que Loos publicó en alemán en 1908. Por los años en que bailaba la Venus de ébano, como apodaron a Baker, Loos diseñaba una casa para Tristan Tzara en Montmartre. La relación con el fundador del dadaismo no era fácil y no le trajo a Loos más proyectos entre los jóvenes que tanto lo admiraban. Quizá fue buscando un poco de publicidad que Loos decidió diseñarle una casa a Josephine Baker.
La casa no se construyó y no es seguro que la Baker la haya conocido. Juntando dos casas existentes, Loos sigue su idea del raumplan: una sucesión de espacios entrelazados donde, como ha analizado Beatriz Colomina de la villa Müller, lo teatral y, sobre todo, el voyeurismo, juegan un papel primordial. En el proyecto para Baker, dos espacios en el primer nivel son los más importantes: un gran salón y una piscina a la que la bailarina entraba, desde el nivel superior, directamente de su habitacione. La piscina está rodeada por un pasillo en penumbra con pequeñas ventanas hacia el exterior y grandes vidrios conteniendo el agua. Al fondo se encuentra un pequeño salón que, aunque en planta tiene un gran ventanal hacia la calle, en la maqueta aparece con un muro totalmente cerrado, sólo iluminado por la luz que atraviesa por el vidrio que da a la alberca. En ese salón podríamos imaginarnos a Loos, vestido como era su costumbre con un elegante traje de exquisito corte, sentado en una silla —una Thonet número 14— viendo desde la penumbra el cuerpo negro y desnudo, como era de esperarse, de Josephine Baker nadando.
Unos años después, en 1929, Josephine Baker se embarcó en el Lutetia con destino a Rio de Janeiro. En el barco también viajaba Le Corbusier, quien iniciaría ahí su gira de conferencias por Sudamérica. En la fiesta de disfraces del crucero, Le Corbusier se sentó en la misma mesa que Josephine, disfrazado de abejorro —un guiño, dicen algunos, a la fachada a rayas blancas y negras con que Loos había envuelto la casa que le diseñó a la bailarina.
Pero si la arquitectura sólo es arte cuando es tumba o monumento, el Taj Mahal sería, además, una prueba de amor del emperador Shah Jahan a su tercera esposa —y el mito del mausoleo que él mismo se haría construir, copia exacta del Taj Mahal justo frente a éste pero en mármol negro, haría juego con las bandas blancas y negras de la fachada de la casa diseñada por Loos y con sus sueños de ver su mano blanca posándose en la piel negra de Baker.
Evidentemente, pensar el amor, la muerte y la arquitectura da para mucho más que la casa y los probables ensueños eróticos que Josephine Baker le inspiraron a Loos y después a Le Corbusier. El amor, como explicó Alberto Pérez Gómez en su reciente libro Lo bello y lo justo en arquitectura —publicado originalmente en inglés como Built upon Love— puede y, tal vez, debe ser el motor de la arquitectura, entendido en sus distintas manifestaciones: como eros, pasión, filia, amistad, o ágape, el amor que se entrega incondicionalmente sin buscar nada a cambio.
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