22 septiembre, 2016
por Arquine
por Laurence Bertoux y Gustavo Gómez Peltier
La verticalidad de la ciudad de México puede considerarse dentro de los temas más polémicos de la historia de una ciudad históricamente extendida, desparramada territorialmente, chaparra y en el mejor de los casos, sembrada por doquier de rascacielos enanos. De esta “azarosa condición” se derivan un conjunto de problemas estructurales y operativos de los que derivan grandes problemas en la operación y cotidianidad de la ciudad. Pero la estructura y distribución territorial de la ciudad no es simple casualidad sino la suma de sus condiciones históricas y culturales, de los aciertos y errores en su planeación, de la suma de las aspiraciones de sus habitantes y particularmente de su acelerado proceso de crecimiento. A principios del siglo XIX, la Zona Metropolitana de la Ciudad de México tenía una población aproximada de 120 mil personas, actualmente, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), tiene más de 27 millones de habitantes, y se coloca en el segundo lugar del ranking de las urbes más pobladas del mundo, después de Tokio, con más de 38 millones, y antes de Nueva York, con más de 23 millones. Pocas ciudades del mundo han presentado un ritmo de crecimiento poblacional tan alto y pocas se han planteado la posibilidad de que albergar a tantas personas se puede y se debe hacer en forma horizontal. Es necesario entonces aceptar, pese a nuestra negación histórica, que la demografía no es opcional, que el territorio no es infinito y que, en consecuencia, aunque resulte una intensión tardía, la estructura de la ciudad debe modificarse.
Tenochtitlan tenía una extensión territorial (por no hablar de su influencia regional) que dejó atónitos a los conquistadores, pero no era lo único que los asombró. El templo Mayor, afirman los conocedores, tenía una altura tres veces superior a la de la actual catedral, esta escala arquitectónica y el enorme valor simbólico que representaba, generó una extraña mezcla de asombro, impotencia y minusvalía tal, que mejor optaron por derruir a la ciudad entera e inventarse una nueva, lo que sin duda constituyó una gran proeza que sigue sin ser valorada en su justa dimensión. Pero esta nueva ciudad tuvo y tiene en las condiciones del subsuelo uno de sus principales retos. La inestabilidad del suelo y la falta de pericia de los constructores españoles del siglo XVI junto a los continuos movimientos telúricos terminaron por destruir prácticamente la totalidad de lo que se había construido. Una vez resueltos los retos técnicos —a base de prueba y error— que implicaba construir sobre una ciudad lacustre, se conjuntaba otro problema, los altos costos que ello demandaba: el grueso de los muros y columnas que se requerían para mantener los edificios en pie no solo incrementaba los costos, sino que incrementaba los riesgos de sufrir los hundimientos diferenciados del suelo que su propio peso generaba, poniendo en riesgo la estructura del edificio. Si a ello sumamos las filtración de las aguas subterráneas y las consecuencias de las inundaciones que en aquel entonces eran muy comunes, no solo obligaba a plantearse edificios de menor escala y por tanto de baja altura, sino a expandir el desarrollo sobre suelos más estables en los que los costos y los riesgos fueran menores. La horizontalidad constructiva se impuso prácticamente como norma de tal forma que terminó por ser replicada en prácticamente toda Hispanoamérica mediante las ordenanzas de Felipe II (una suerte de “manual de desarrollo urbano” de la conquista española), con lo que la ciudad extendida sería lo óptimo, lo común, lo lógico y en esa lógica, el suelo se convertiría cada vez más en una mercancía por demás abundante y redituable que terminaría por ser uno de los principales beneficios económicos de los terratenientes —entre ellos la iglesia católica- durante y después de la colonia hispanoamericana. Este modelo urbano y económico territorial de orden colonial se mantendrá prácticamente sin cambios hasta la amortización de los bienes de la iglesia con la Reforma juarista. Pero finalmente sería la idea de la “modernización” porfirista cuando comenzaría un incipiente proceso de verticalización de la ciudad que finalmente no trascendería sino una vez terminada la revolución y consolidado el sistema político y administrativo pos-revolucionario en la década de los años treinta.
Las ciudades no pueden expandirse infinitamente. Los costos que implica el traslado de cosas y personas las hace inviables. En consecuencia, se generan centralidades económicas y sociales sobre el territorio urbano. El mayor costo que implica edificar en vertical contra el costo de edificar en horizontal, solo puede ser absorbido cuando la demanda está dispuesta a pagar más a cambio de una determinada localización central. Es la búsqueda de las ventajas económicas que de ello se derivan. Es por ello, que la relación entre centralidad, localización, oferta, demanda, verticalización y costo no es más que la consecuencia del modo de producción capitalista, por lo que es posible afirmar que la ciudad —tanto centralidad como periferia— es, ante todo, el resultado de la concentración de las actividades económicas y sociales en un determinado territorio.
Esta concentración económica y social está en plena y perenne lucha por el suelo mejor localizado. Con mejor localizado nos referimos al suelo que puede generar mayores ganancias a la actividad económica que en él se desarrolle. De esta lucha de poder deriva la verticalidad en el entendido de que esta es la forma técnica de aprovechar al máximo la localización del suelo y sus relaciones funcionales y simbólicas. Relaciones que una vez consolidadas, tienden a reproducirse de manera prácticamente ilimitada, siempre y cuando se cuente con el capital y la capacidad de pago de la demanda.
Es en este sentido que los límites de la verticalidad han dejado de ser económicos para convertirse en normativos, técnicos, formales e incluso sociales. Es por ello que cuando las centralidades históricas se saturan funcionalmente, el capital en acuerdo o contubernio —o no— con la administración pública, no encuentra problema en desarrollar una nueva centralidad que le permita seguirse reproduciendo.
La Ciudad de México ha presentado en sus diversas etapas históricas, esta capacidad competitiva de captación y reproducción del capital, de ahí su particular e irregular proceso de verticalización. Las bonanzas económicas han quedado reflejadas en el desarrollo de sus centralidades de la misma forma en que las recurrentes crisis se han reflejado en sus periferias. En los años treinta, cuando se estabiliza el gobierno revolucionario y se contaba entonces con 1.2 millones de habitantes, la bonanza económica dejó en ciertas zonas del Centro Histórico sus huellas verticales. Ejemplo de ello la apertura de la avenida. 20 de noviembre, la ampliación de la calle de Pino Suarez, la reconversión de las calles de Madero, Tacubaya, 16 de septiembre y otras menos visibles pero no menos importantes como Correo Mayor, Palma y Luis Moya, mismas que se transformaron en corredores urbanos en las que la actividad económica generó un proceso de sustitución de vetustos inmuebles coloniales por nuevos edificios de vivienda, comercios y oficinas que al menos, triplicaban las alturas existentes.
No sería hasta finales de la década de los años cuarenta —la denominada “época modernizadora” de la post Revolución—, que la ciudad en su propio afán ideológico demandaba nuevos símbolos de desarrollo de carácter e imagen internacional. La Torre Anáhuac, la torre Abed y la Latinoamericana se erguían como respuesta y símbolo de pertenencia al mundo capitalista, a pesar de sus apenas 24, 29 y 44 pisos respectivamente. Estos rascacielos enanos y otros tanto que se edificarían en la década de los cincuenta, eran económica y políticamente un orgullo, pero socialmente no eran más que el símbolo de un cambio “extranjerizante” de habitar la ciudad y que ponía en duda ciertas aspiraciones sociales, que por tanto resultarían cuestionables o inaceptables. En consecuencia, a la verticalidad se le acusaría de ser símbolo del terror y de la desgracia futura al asegurar que sus resultados se vendrían abajo al primer temblor, causando muerte y destrucción.
Con el paso del tiempo y la resistencia a los temblores, el miedo a la verticalidad se disiparía y comenzaría a cobrar su derecho a formar parte de la ciudad. Junto a ello, la acción del estado impulsaría una nueva forma de habitar la ciudad mediante la construcción de grandes proyectos urbanos como la Ciudad Universitaria, Tlatelolco, el conjunto Miguel Alemán y el Benito Juárez; proyectos que también serían rechazados por los detentores del conservadurismo urbano de la época, pero que terminarían por ser bien aceptados por una nueva y creciente clase media deseosa de pertenecer a la modernidad y el milagro económico mexicano y que tendrían como epitome las obras de infraestructura urbana y edificaciones arquitectónicas de la olimpiada de 1968.
Sin embargo no toda la fe de la modernidad descansaría en la trinidad gubernamental del capital, la modernidad y la arquitectura; la expansión urbana era un hecho prácticamente imparable, los flujos migratorios campo ciudad solo encontraban acomodo en el suelo periférico de bajo o nulo costo al tiempo en que los sectores medios y altos que rechazaban la idea de la vida en condominio desarrollando fraccionamientos unifamiliares donde el American Way of Live mexicano encontraría acomodo para imponer su condición económica e ideológica perfectamente representada en un particular estilo arquitectónico que evidentemente va más allá al del Pedregal de San Angel.
Pero la contradicción no resultaría tan sencilla. La bonanza petrolera de los ochenta comenzaría a transformar nuevamente a la ciudad, colonias y fraccionamientos mono funcionales comenzarían a dar cabida a la demanda y al capital mediante la verticalidad. Algunas de las otrora colonias unifamiliares, como La del Valle, Narvarte, Polanco, Roma, Juárez, Cuauhtémoc y prácticamente todas aquellas que por su localización central y por su misma traza urbana, resultaran objeto de deseo para la construcción de una nueva centralidad, cedieron ideología por capital, claro está en el supuesto de que en ello hay diferencia manifiesta.
Si la expansión urbana de la Ciudad de México comenzó a encontrar sus límites funcionales y la verticalidad refrendaba sus condiciones prácticas, el terremoto de 1985 volvería a cuestionar sus virtudes y a revivir un miedo que parecía superado. Los símbolos de la modernidad urbana se desplomaron a la vista de todos y se refrendaron su condición social de símbolos del error y el terror urbanos. Pero más allá de esta percepción, se puso en evidencia la incapacidad —y por tanto el principio del fin— de una clase política incapaz de administrar una ciudad y una sociedad que evolucionaba más rápido que un sistema político autocomplaciente. El desconcierto y el miedo ocasionado por el terremoto, terminaron por vencer a la razón y esto quedó plasmado en la normatividad urbana. A partir de entonces prácticamente se dio muerte a la verticalidad urbana y la expansión territorial recobró, como antes lo hiciera, los bríos y adeptos necesarios para justificarla.
La transformación económica hacia el llamado neoliberalismo económico comenzó nuevamente a cambiar las reglas de la ciudad. En la búsqueda de su acomodo territorial, los nuevos capitales globales buscaban nuevos territorios y lo encontrarían en un proyecto gubernamental que sin modificar las limitantes que él mismo se impuso, permitiría generar una nueva centralidad urbana en la periferia de la ciudad. Santa Fe fue el lugar elegido, paradójicamente o no, en el mismo lugar que eligiera Vasco de Quiroga en 1532 para fundar una utopía urbana basada en las ideas de Tomas Moro y que denominaría como “Santa Fe, Trazado y Gloria”. El Santa Fe del neoliberalismo terminaría por ser una mala copia del proyecto de La Défense parisino, pero que al igual que este, daría cabida no solo al capital y a la verticalidad, sino también a nuevas formas de entender y vivir la ciudad de una nueva generación que, como la anterior, resultaría más que adepta a los estilos de vida que la globalización ofrecía. Esta nueva sed de verticalidad terminaría por representar las diversas caras de la arrogancia financiera ligada a la pretensión formal de la arquitectura globalizada, la representación edificada del poder del dinero, de la aspiración del crédito y del consumo como consigna social. La demostración masculina de construir por capricho que representa el acceso irrestricto a la rentabilidad más allá de la razón, el engaño que representa la verticalidad como espectáculo que hace eco a la propia sociedad del espectáculo tal y como lo describió Guy Debord a finales de los años sesentas y que terminaría por llegar, aunque tarde, a la Ciudad de México.
El urbanismo tardío termina por exaltarse como el más fiel reflejo de la posesión del territorio por parte del capitalismo neoliberal, transformando así al territorio urbano como su propia escenografía. La arquitectura de lo vertical se perfilaría no sólo como el mayor símbolo del capital y del poder, sino también de la nueva imagen global que enfrenta al medio y al miedo: si la sociedad del riesgo, como lo define Ulrick Beck a raíz de la catástrofe de Tchernobyl y la visión de Paul Virilio, quien plantea que la catástrofe no es más que el anverso y el reverso de la misma moneda, dado que los riesgos del progreso, del desarrollo y de la tecnología son ocultados por lo que él llama “la propaganda del progreso” —mediante la cual se exaltan los beneficios y se ocultan los riesgos—, y muestra a una sociedad con una fe hasta cierto punto irracional en la tecnología y los beneficios derivados del capital sobre el territorio urbano, lo que bien puede interpretarse como un modo de jugar con el destino, a manera de una burla macabra de la que no se esperan consecuencias.
No faltan almas pesarosas para lamentar esta amnesia colectiva y advertir nuevamente una catástrofe por venir, pero la ciudad en su rol histórico de concentración de poder y riqueza demuestra a través de la construcción de su verticalidad, que la construcción de su espacio escenográfico es la esencia de su razón de ser. Si la Ciudad produce y es capaz de producir torres cuyo costo de construcción es perfectamente calculable pero cuyo costo social es raramente medible, termina entonces demostrando su irrefutable superioridad sobre un continuum urbano sin forma ni límites.
Pensamos el futuro de las ciudades en función de su extensión territorial y criticamos el “urban sprawl” como el causante de todos los males, el devorador del territorio, de los recursos naturales, el culpable de los tiempos de traslado de las mayorías y el promotor de un modo de vivir reflejo de un consumo irracional y en consecuencia satisfactorio. La densificación urbana aparece entonces como la respuesta a estos males, regresar a la ciudad compacta donde uno vive, trabaja y se divierte parece ser la respuesta. En esa lógica, la verticalización y la densificación se justifican dentro de un sentido de lógica y eficiencia. Se transita de las zonas mono funcionales hacia los usos mixtos para culminar en usos híbridos, para aspirar a una ciudad donde las relaciones interpersonales se transforman cotidianamente, donde los modos de transporte, de producción y consumo evolucionan a la par que el capital global lo determina, sin necesariamente advertir que lo hacen exclusivamente en consecuencia. En este sentido, el límite a la horizontalidad solo puede ser entendido dentro de la reflexión sobre el límite al consumo y el consumo de tiempo. Por ello, la verticalidad y en consecuencia la densificación en todas sus acepciones, tienen que venir de la mano de una reflexión en torno a los usos compartidos, al espacio físico requerido no solo para el consumo, sino particularmente para el cobijo, el ocio, el trabajo. Se vive una reducción en las necesidades particulares, una optimización del espacio en el cual vivimos y trabajamos y nos desplazamos. El límite horizontal de la ciudad no es solamente el resultado de una buena planificación o de instrumentos restrictivos sino de cambios dimensionales y de actitud que afectan a la extensión territorial, a una nueva relación con el entorno y finalmente a la aceleración tanto de los procesos como del intercambio de información.
Dentro de la cacofonía del discurso actual sobre los límites de la ciudad, la creciente artificialización de los suelos, la necesidad de redensificar tanto por razones ambientales como de calidad de vida, no se visualiza claramente una reflexión sobre el límite vertical, más allá del miedo, de los deseos del capital o de la presión sobre infraestructuras insuficientes u obsoletas. La noción de límite vertical, si se libera del riesgo y de las posibilidades económicos-constructivas, se relaciona con la escala del proyecto del edificio particular, del barrio o de la ciudad y depende de un dialogo entre su relación con el territorio, su historia, sus posibilidades y sus usos. Así, los cambios en las dimensiones de las urbes, la heterogeneidad y discontinuidad del tejido urbano, las modificaciones en los modos de vida muy ligados a la movilidad, desembocan en la necesidad de nuevas lecturas del escenario urbano. Otras escalas de análisis y de visiones. Las verticalización es una respuesta al cambio en la escala de los elementos que forman la ciudad, se ve reflejada en la amplitud de los territorios y la aceleración en el intercambio de información. El cambio en el tiempo está asociado al cambio en las escalas y su percepción cotidiana. La construcción de una torre en la ciudad es la materialización o el paroxismo de la aceleración, del cambio de escala, de la fuite en avant y del aterrizaje forzoso.