Gobierno situado: habitar
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¡Felices fiestas!
25 abril, 2016
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
En alguna parte Heidegger describe a la filosofía como algo que no sirve para nada y de lo que las sirvientas se ríen. Es poco menos que una definición y acaso presuma su buena dosis de clasismo. Pero el mismo Heidegger explica que la frase es una alusión a una vieja anécdota filosófica que da cuenta del momento en que Tales de Mileto, caminando distraído de noche mirando a los cielos, cayó al fondo de un pozo. Al pedir auxilio, una joven se le acercó y sonriendo le señaló la extraña condición del sabio: tan atento a lo que pasa en los cielos e incapaz de enterarse de lo que tiene a sus pies. Hans Blumenberg escribió un libro, La risa de la muchacha tracia, dedicado a la breve anécdota y a su recurrente aparición en la historia de la filosofía, dede Platón hasta Heidegger, como un pretexto para reflexionar sobre las posibilidades, los riesgos y los extravíos de la vida contemplativa.
Caminar es una práctica cotidiana de la mayoría de los animales bípedos y supuestamente racionales: nosotros, los humanos. Caminamos para ir de la cama al baño y del baño a la cocina a tomar el primer café de la mañana. Caminar también puede ser un arte. Así lo califica el título de un libro que reúne ensayos de William Hazlitt y Robert Louis Stevenson sobre los paseos que les gustaba emprender. “Caminamos principalmente para sentirnos libres de todos los impedimentos y de todos los inconvenientes, dice Hazlitt, para dejarnos atrás a nosotros mismos mucho más que para librarnos de otros.” Caminamos para distraernos y para conocer bien una ciudad o un barrio, sea donde vivimos o aquellos que visitamos. O para pensar, para aclararnos alguna idea. Y caminamos, como el flâneur que Benjamin tomó de Baudelaire, para nada. Para perdernos y para perder el tiempo.
También caminamos para ir al mercado o a la escuela o al trabajo. Cuando caminamos así nos usamos a nosotros mismos como medios de transporte para ir de un lado a otro donde debemos estar. Entonces somos peatones.
El peatón es una figura específica del caminante cuya lógica se ha establecido no en relación directa a las necesidades y menos a los placeres de éste sino, más bien, como un efecto colateral del transporte y en especial del motorizado. El peatón es una versión limitada del caminante y no puede caminar libremente. Anda por espacios que le han sido designados: banquetas, pasos y puentes peatonales, y obedece reglas que le han sido impuestas: semáforos, señales, prohibiciones. El peatón es un caminante entendido sólo bajo las reglas de la movilidad que privilegian ante todo el flujo ininterrumpido: el peatón que anda lento, zigzagueando o que se detiene intempestivamente por cualquier razón, estorba. Deja de ser un buen peatón —al menos a los ojos de quien sólo busca moverse lo más rápido posible entre un punto y otro de la ciudad.
Con todo, los peatones son mejores que cualquier otra forma de movilidad. Sí: mejores. No se trata de una pedante reivindicación de cierta superioridad moral de quien prefiere ir a pie y contaminar menos —que bien podría intentarse— sino de una simple constatación de la superioridad ontológica de una persona sobre una bicicleta, una moto, un auto o un camión. Supongo que nadie dudará del mayor valor de una persona respecto a un auto, así sea el Lamborghini más preciado. Pero a la superioridad ontológica del peatón sobre cualquier otra manera de moverse en la ciudad se le suma su inevitable fragilidad: nuestros cuerpos pueden menos que la lámina o las fibras de carbono. Por eso hay que tener reglas que protejan la integridad física de las personas cuando se ejercitan como peatones, es decir, como la pieza más débil del sistema de movilidad de una ciudad.
Se supone que los pasos de cebra en las esquinas, los semáforos y puentes peatonales, son algunas maneras de proteger la integridad del peatón, pero lo son a costa de limitar la libertad del caminante e incluso de someterlo a condiciones poco ventajosas. El aparentemente simple hecho de esperar en una esquina bajo el rayo del sol, la lluvia o en el frío 40 segundos o minuto y medio a que los autos tengan el alto es casi un abuso inflingido al más valioso y más frágil elemento del sistema de movilidad urbana: nosotros mismos.
Hay muchos automovilistas y funcionarios a quienes les cuesta entender esto. Un siglo de condicionamiento tecnológico y publicitario orientado al automóvil privado nos llevó a pensar que la necesidad fundamental en cualquier ciudad es movernos rápida e ininterrumpidamente. Hemos perdido el rumbo. Pero no como Tales por ir distraídos viendo a los cielos sino por estar demasiado atentos, únicamente atentos a ese punto que se pierde en el horizonte al otro lado del parabrisas y al que debemos llegar cuanto antes. Esa ideología se ha vuelto tan dominante que, por ejemplo, la Secretaría de Seguridad Pública de la ciudad de México le asigna al peatón “la responsabilidad de prestar atención al caminar” para evitar “ocasionar un hecho vial.” La recomendación de la SSP en tuiter va acompañada de la foto de un caminante sonriendo mientras ve algo en su móvil. El teléfono juega un papel importante en la imagen: es la muestra de irresponsabilidad pues se supone que un peatón usándolo al andar lo es tanto como un automovilista que maneja y ve su teléfono. Falso. Un peatón puede distraerse con su teléfono o leyendo o viendo a los cielos como Tales. Si el espacio que recorre está bien diseñado, con buenas banquetas para que no caiga en un hoyo o tropiece con una piedra en el camino, con reglas que limiten la velocidad y el movimiento de los vehículos que puedan poner en riesgo la integridad física o la vida de quien camina, será muy difícil que un Tales urbano se involucre en un accidente trágico. La distracción del peatón no es una irresponsabilidad: es un placer y debiera ser hasta un derecho y resulta inconmensurable con la distracción del automovilista acompañada de varias toneladas impulsadas por cientos de caballos de fuerza.
Además, todos hemos caminado distraídos, pensando en cualquier cosa o en nada, y sabemos que nuestro cuerpo siempre está de algún modo atento, aunque parezca que no, a lo medianamente previsible —no al agujero donde no debiera estar ni al auto que con prisa da vuelta en una esquina. El trabajo de la Secretaría de Seguridad Pública, así como de la de Movilidad y de la Autoridad del Espacio Público y de todas las agencias encargadas de nuestro bienestar en la ciudad, no es recomendarnos, pues, caminar viendo al suelo atentamente, sino diseñar y gestionar ese suelo para que podamos caminar sin riesgo, atentos o distraídos, leyendo o platicando, viendo el teléfono o buscando entender el orden de los astros. La responsabilidad de no tropezar con una alcantarilla abierta o de no ser atropellado por un automóvil no está tanto en los pies ni en los ojos de quien camina, sino en las manos y las políticas de los funcionaros de la ciudad. Devolver y cuidar la sonrisa del peatón, es una de sus principales responsabilidades.
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